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– ¿Señorita Langton? -dijo severamente-. Soy la señora Woodward. ¿Qué quiere de mí?

– Le escribí desde Londres hace algunas semanas. ¿No recibió mi carta?

– No. Por favor, dígame qué desea.

– He heredado Wraxford Hall -expliqué-. Me la legó Augusta Wraxford… Pertenezco a la rama de los Lovell. John Montague me entregó los diarios de Eleanor Wraxford…

– ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

– Por favor, créame -dije desesperada-. No tengo intención de molestarla a usted ni a Nell… ¿No puede atenderme…?

Me miró en silencio y pensé que todo estaba perdido.

– Suba hasta el final de la escalinata y espéreme junto al cementerio de la iglesia -dijo finalmente, y volvió a desaparecer en el interior de la casa.

Hice lo que me dijo, y permanecí durante otro largo periodo de tiempo entre las ajadas lápidas, acompañada por una brisa gélida que pretendía arrancarme el sombrero y por las gaviotas chillando a mi alrededor. Luego, una figura embozada en una capa apareció en lo alto de la colina y caminó hacia mí por la hierba húmeda.

– ¿Y bien? -dijo muy severamente-. ¿Qué quiere de mí?

– He venido para decirle que Magnus Wraxford ha muerto… Yo lo maté. Hace dos días… en Wraxford Hall. Utilizaba el nombre del doctor James Davenant. Él quería matarme y yo lo maté en defensa propia, pero la policía no sabe nada de todo esto… Creen que fue un accidente. He venido a preguntarle si querría venir usted a Londres… e identificarlo como Magnus Wraxford.

Me miró con horror.

– Señorita Langton, me temo que no se encuentra usted bien… Debería contarle todo eso a un médico… o a un pastor, no a mí.

– Su marido es pastor…

– Mi marido falleció hace diez años.

– Lo siento mucho… -dije-. ¿No era su marido George Woodward, que fue también rector de la iglesia de St Mary en Chalford?

– No. Está usted equivocada -dijo.

Pero aquel tono de desesperación me impelió a continuar.

– Si a Magnus se le entierra como Davenant, todo el mundo creerá, para siempre, que Nell lo mató, y que mató también a Clara: viva o muerta, ella nunca se libraría de ese baldón.

– Sí… ya recuerdo el caso… -dijo con cautela-, aunque no tiene nada que ver conmigo. Y… si finalmente ese hombre que usted dice que ha matado no es Magnus… entonces, ¿qué?

– Usted me está diciendo… -dije mientras lágrimas de desesperación pugnaban por abrirse paso- que si usted viene a Londres y, finalmente, ese hombre no es Magnus, ello conduciría a la policía hasta Nell… y que usted no puede correr ese riesgo.

– Eso lo dice usted, no yo -contestó, pero su voz era ahora más suave.

– Aún hay una cosa… -dije dubitativamente-. John Montague me dijo, poco antes de morir, que yo le recordaba mucho a Nell, y me he preguntado si… si yo podría ser Clara Wraxford.

En esta ocasión no hubo duda: la sorpresa cruzó de parte a parte su rostro.

– Señorita Langton, debe usted comprenderme… No puedo ayudarla. ¿No tiene usted amigos, familia… alguien en quien confiar?

Negué con la cabeza.

– Quizá un médico…

– No hay nadie que pueda ayudarme en estos momentos…

– Lo lamento mucho -dijo sinceramente-. ¿Qué va a hacer ahora…?

– Cogeré el próximo tren de regreso a Londres, y después…

Iba a decir que iría a la policía y lo confesaría todo, pero recordé que no podía hacer eso… por Edwin.

– ¿Y después…? -apuntó.

No sabía qué decir; las perspectivas de futuro parecían tan grises y difuminadas como el océano que aquella mujer tenía a sus espaldas. Cogí los diarios de Nell y se los tendí, pero ella no quiso tocarlos.

– Lo siento -repitió-, pero ahora debo irme. Adiós, señorita Langton. Espero que…

Dudó un instante; luego, se volvió rápidamente y se fue cruzando la hierba del cementerio.

Aquella noche no llegué a casa hasta las diez; mi tío se había retirado a su habitación, como si dijera: «Yo me lavo las manos: allá tú». Pero Dora me había esperado levantada. Me dijo que Edwin había venido dos veces a verme durante mi ausencia, y que me había dejado una nota, que decía simplemente: «Estaré en el jardín Botánico de Regent's Park mañana a las dos, y esperaré allí toda la tarde. Por favor, ven. E.».

– No le diga usted a su tío que se la he dado, señorita, o perderé mi empleo -dijo Dora-. Cuando supo que había venido el señor Rhys, me dijo que no necesitaba que yo le diera ninguna explicación. Y dijo que leyera eso…

Y me señaló un periódico vespertino que mi tío había dejado muy a propósito sobre la mesa del recibidor, con enojados subrayados trazados con lápiz grueso en una columna con el titular: «Distinguido científico hallado muerto: misteriosa explosión en Wraxford Hall». Las frases se enturbiaban ante mis ojos: «El doctor Davenant, FRS [59]… en el curso de una investigación de la Sociedad para la Investigación Física… una violenta explosión… por causas desconocidas… graves daños… espantoso descubrimiento. Se entiende que la propietaria, la señorita Langton, estuvo presente en todo momento y tuvo la fortuna de poder escapar con vida del… Wraxford Hall, como todos los amables lectores recordarán, fue el escenario de un asesinato que tuvo gran repercusión, en 1868… porque el doctor Magnus Wraxford… de la señora Wraxford y su hija… desaparecidos… una sombra de sospecha…».

Dejé el periódico a un lado, y sentí el irresistible deseo de ver a Edwin. Pero a menos que pudiera probar, a sus ojos y a los míos, que yo no había matado a un hombre inocente, un gran abismo se abriría entre nosotros. A través de una bruma de cansancio, se me ocurrió que debería buscar la dirección de Davenant, tal y como había hecho con George Woodward: ¿sería posible que ese hombre no hubiera dejado ni rastro, ni una pista de su vida anterior? Y si yo visitara su casa… con el pretexto de ofrecer mis condolencias…

El número 18 de Hertford Street, en Piccadilly, era una casa incrustada en una larga hilera de viviendas sombrías levantadas en piedra gris oscura. Paseé arriba y abajo al sol -era uno de esos días raros de marzo, deslumbrantes y brillantes, con la brisa cálida de mayo-, haciendo acopio de todo mi valor, hasta que finalmente decidí subir las escaleras y llamar a la puerta.

Después de mucho rato, la puerta se abrió y apareció un hombre pequeño, con el pelo cano, vestido con traje de luto.

– Soy la señorita Langton -dije con voz trémula-. Soy la propietaria de Wraxford Hall y… pensé que debía visitarles para ofrecer mis condolencias a la familia.

– Es muy amable por su parte, señorita Langton, pero me temo que no hay familia a quien usted pueda dirigirse… El doctor Davenant era soltero, y estaba absolutamente solo en el mundo. Yo soy Brotherton, su criado.

– Oh… Me pregunto si… -dije- si podría pasar un momento… Me siento un poco mareada…

Y era la pura verdad, porque mis rodillas estaban temblando tanto que apenas me podía sostener en pie.

– Desde luego, señorita Langton. Por favor, sígame…

Dos minutos después me encontraba sentada en un salón cavernoso con un vaso de vino de Oporto en la mano y con el señor Brotherton revoloteando nerviosamente a mi alrededor.

– Esto debe de haber representado un gran golpe para usted, señor Brotherton.

Pude comprobar que agradecía notablemente que utilizara la palabra «señor» para dirigirme a él.

– Sí, señorita Langton, un gran golpe. Una gran desgracia. Tengo entendido que estaba usted presente en el momento del accidente…

– Sí -dije, agradeciendo la escasa luz de la estancia-, pero me temo que no tengo ni la menor idea respecto a lo que pudo ser la causa de la explosión. Nosotros ni siquiera sabíamos que el doctor Davenant estaba en la casa cuando todo ocurrió. ¿Puedo preguntarle cuánto llevaba usted con él?

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[59] Fellow of the Royal Society (Miembro de la Royal Society).