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– No sé… -dije débilmente-. Debió de prenderse ahí a la mañana siguiente, cuando el señor Rhys y yo estuvimos examinando la armadura.

– Se habría dado cuenta usted.

– Yo… yo… yo… sí creo recordar que algo se prendió en mi vestido, pero no sabía que se había desgarrado… hasta después de la explosión… y entonces imaginé que había ocurrido cuando fui a buscar al señor Rhys…

– Ya. ¿Sería posible ver ese vestido, señorita Langton?

– Le diré a Dora, mi criada, que lo baje… Puede que aún lo tenga.

– Sería de gran utilidad para nosotros. Quizá usted pueda explicar las huellas de pisadas… bueno, parecen las suyas, en el suelo de la galería que aún quedó en pie…

– Es que… es que fui después de la explosión… después de haber recobrado el conocimiento… para ver lo que había ocurrido…

– ¿Después? ¿Después de la explosión? Ya. -El tono de desconfianza era aún más notorio que antes-. Pero hay una zona de marcas… como si alguien hubiera estado tendido allí mientras se asentaba el polvo, y también hay varias huellas de manos… y las mismas huellas de pisadas, señorita Langton, pero que conducen sólo en una dirección: hacia fuera de la galería.

Dos pares de ojos me miraron fijamente mientras transcurrían interminables segundos acusadores.

– No sé… No puedo explicarme cómo… -dije finalmente-. A menos que… quizá… me confundiera sobre el lugar en el que me desperté… de mi desmayo, quiero decir, después de que la chimenea se derrumbara… Debí de correr hacia la galería sin darme cuenta… Me temo que no puedo recordarlo… fue una conmoción tan grande… Me temo que eso es todo lo que puedo decirles.

– Ya -dijo el inspector gravemente-. ¿Está usted segura, señorita Langton, de que no hay nada que le gustaría añadir en su declaración?

Respiré profundamente, pensando que si quería hacer algo, era entonces o nunca.

– Sí, inspector, hay una cosa. He descubierto esta misma mañana que el doctor Davenant era realmente Magnus Wraxford. No murió en la mansión en 1868, como todo el mundo supone.

Los dos hombres se quedaron mirándome con indecible incredulidad.

– Delante de él, pero antes de saber quién era realmente, dije que tenía pruebas que podrían incriminarle… entonces debió de ocultarse… yo creo que no pudo encontrar el camino con aquella niebla tan densa… y encerró al señor Rhys en la carbonera. Quería matarnos a los dos y destruir las pruebas y huir…

– ¿Y qué pruebas son ésas? -preguntó el inspector con visible sarcasmo.

– Por entonces no las tenía. Era sólo… una intuición… Pero esta mañana fui a su casa… y cuando encontré el cuadro del señor Montague…

– Señorita Langton -me interrumpió el inspector-, está usted demasiado nerviosa. No la entretendremos más, por ahora. Pero tendré que hablar de nuevo con usted… Y debo pedirle que no abandone Londres sin decirnos exactamente dónde va y cuándo piensa irse. Y ahora, si puede usted pedirle a su criada que nos traiga ese vestido…

Todo lo que había leído sobre los horrores de la cárcel vino aquella noche a atormentarme: los portazos de las rejas de hierro, el repiqueteo de las cadenas, la oscuridad, el frío, la suciedad, los asquerosos hedores, los gritos de mis compañeras de celda, el rugido de la multitud mientras se me arrastraba, encapuchada, al cadalso… hasta que me desperté finalmente de aquellos terribles sueños, y permanecí tendida, esperando, mientras el alba comenzaba a brillar en otro perfecto amanecer, a que la policía viniera a llamar a la puerta. Yo había prometido encontrarme con Edwin a mediodía, y me di cuenta de que debía escribirle, con el primer correo, para decirle lo que había hecho, y por qué no acudiría a la cita, pero no pude dar con las palabras adecuadas, y después de romper en pedazos media docena de intentos, parecía bastante claro que no podía hacer nada, salvo intentar dormir… Hasta que Dora subió para decirme que había llegado una dama; se había negado a decir cómo se llamaba, pero dijo que le gustaría hablar en privado conmigo y que me esperaría en un banco que hay en lo más alto de Primrose Hill.

Con el corazón latiéndome violentamente, bajé las escaleras y salí por la puerta del jardín, y caminé por la hierba húmeda, con las gotas de rocío brillando como diamantes al sol, hasta que alcancé la cumbre de la colina y vi a una mujer vestida con un traje azul oscuro, con una capa de viaje cubriendo el banco en el que estaba sentada: aquella mujer, demacrada y aterradora, era la que me había abierto la puerta en casa de Ada Woodward. Se levantó y se acercó a mí, y entonces vi que estaba muy pálida.

– Señorita Langton… nos encontramos de nuevo. Mi nombre es… o era, hasta ayer por la noche, Helen Northcote, pero creo que usted me reconocerá mejor como Eleanor Wraxford.

La miré, incapaz de articular palabra, observando cada detalle de su apariencia. Vi que sus ojos tenían reflejos avellanados, veteados en verde. Y había un algo diferente en su voz, que sonaba más grave y más educada de lo que yo recordaba: el acento de Yorkshire había desaparecido.

– Cuando Ada me contó lo que usted le había dicho, y especialmente después de que viéramos las noticias en los periódicos, supe que no podíamos abandonarla a usted, aunque tuviéramos que pagar un alto precio. Vinimos a Londres ayer, pero la policía no le permitió ver el cadáver hasta por la tarde. Ella insistió en ir sola a Scotland Yard. Sólo pudo verlo cuando el inspector Garret regresó de su entrevista con usted. Y, con todo, aún tuvo que esperar varias horas más hasta que consiguieron encontrar a un caballero muy anciano llamado Veitch, que había sido antaño el abogado de Magnus, para confirmar la identificación. Será suficiente añadir que el inspector ha deducido, o eso le dijo a Ada, que Magnus intentó volar la mansión y murió cuando la carga explotó antes de tiempo…

No pude evitar sonreír: el inspector había acabado apropiándose de una teoría que él mismo había despreciado y considerado como una locura sólo unas pocas horas antes.

– Y por entonces, señorita Langton -continuó-, ya era demasiado tarde para avisarla a usted. Ada lamenta no poder estar aquí: le era imprescindible coger el primer tren de regreso a casa.

– Por favor, llámeme Constance… ¿Entiende la policía ahora que usted es completamente inocente?

– La orden de detención sobre Eleanor Wraxford se retirará, sí. Es un sentimiento muy extraño, después de prepararme durante veinte años para lo peor… Pero antes de decirle nada, tiene que contarme su propia historia, ahora que ya lo sabe todo sobre la mía…

Y así, comenzando con la muerte de Alma, reviví para ella el largo camino que me había traído hasta donde me encontraba, con la ciudad a nuestros pies y el brillante hilo del río corriendo a través de la urbe, hasta que cerré el círculo con la visita del día anterior a Hertford Street, mi noviazgo con Edwin y los terrores de la noche previa, todos ellos disipados en ese momento.

– Ahora comprendo… -dijo finalmente- por qué pensaba usted que podría ser mi hija, y por qué deseaba que así fuera… Y si yo me hubiera desprendido de Clara, como usted suponía, yo también lo creería; y no sólo porque usted me recuerda mucho a mí misma cuando era joven, sino por la simpatía que ha sentido hacia mí. Pero… mi querida Constance, no es usted mi hija. Ella está viva y está bien; creo que pudo usted verla un instante justo antes de que cerrara la puerta… Es lo que tenía que hacer, por su bien. Su nombre es Laura Woodward, y ella cree que Ada es su madre… y que perdió a su adorado padre, George, hace diez años.

Las lágrimas anegaron mis ojos, aunque intentaba apartarlas parpadeando. Me cogió la mano, acariciando amablemente los dedos.