Johnnie era el hijo menor de Mrs. Harrison, quien comenzó a referir una larga historia acerca de las amígdalas y las vegetaciones de su Johnnie. Katherine la escuchaba comprensiva. La costumbre no muere con facilidad y escuchar a los demás había sido su ocupación durante diez años.
—¿Le he contado alguna vez lo de aquel baile de la marina en Portsmouth, en el que lord Charlie admiró tanto mi vestido?
Muy compuesta y amable, la joven respondió:
—Es posible, pero ya no me acuerdo, Mrs. Harfield. ¿Quiere usted contármelo?.
La anciana señora empezó su relato, plagado de interrupciones y numerosos incisos. De vez en cuando, cuando la anciana hacía una pausa, Katherine decía maquinalmente las palabras correctas mientras pensaba en otra cosa. Ahora, con la misma curiosa sensación de dualidad a la que estaba acostumbrada, escuchaba a Mrs. Harrison.
Después de media hora de charla, la esposa del médico se detuvo.
—¡Por Dios! —exclamó—. Perdóneme usted, Katherine, no he hecho más que hablar de mí todo el rato, cuando he venido dispuesta a hablar de usted y sus planes.
—Todavía no tengo ninguno.
—¡Supongo que no irá usted a quedarse aquí!.
Katherine sonrió ante el tono de horror de su vieja amiga.
—No, pienso viajar. Conozco muy poco mundo.
—Es verdad. Además, durante estos años habrá usted pasado muy malos ratos.
—No lo crea. He tenido mucha libertad.
Oyó la exclamación de sorpresa de Mrs. Harrison y se sonrojó un poco.
—Le parecerá tonto que diga esto, ¿verdad?. En realidad, yo no he tenido mucha libertad en un sentido estrictamente físico.
—Claro que no —suspiró Mrs. Harrison al recordar que Katherine había tenido muy pocas veces lo que se llama un día de fiesta.
—Pero, por otra parte, estar atada físicamente proporciona una ilimitada independencia mental. Se puede pensar con libertad. He disfrutado siempre de una deliciosa sensación de libertad mental.
Mrs. Harrison meneó la cabeza
—Eso sí que no lo entiendo.
—¡Ah!. Lo comprendería usted si hubiese estado en mi lugar. De todas maneras, sí que deseo un cambio. Quiero... bueno, quiero que ocurran cosas. Oh, no me refiero a mí, no quiero decir eso, pero me gustaría vivir momentos emocionantes, aunque sólo fuese como espectadora. Aquí, en St. Mary Mead, no ocurre nunca nada.
—No, realmente nunca pasa nada —afirmó Mrs. Harrison con vehemencia.
—Primero iré a Londres —dijo Katherine—. Tengo que visitar a los abogados. Luego, me iré al extranjero.
—¡Qué estupendo!.
—Pero, claro, ante todo...
-¿Qué?.
—Habré de comprarme alguna ropa.
—¡Eso es precisamente lo que le decía yo esta mañana a Arthur! —exclamó la esposa del doctor—. Si usted se lo propusiese, Katherine, sería una mujer muy bonita.
Miss Grey se rió de la ocurrencia.
—No creo que nadie sea capaz de convertirme en una belleza —dijo con sinceridad—. Pero, eso sí, me gustaría tener algunos vestidos bonitos. Creo que estoy hablando demasiado de mí misma.
Mrs. Harrison la miró con astucia.
—Eso será para usted una verdadera novedad —dijo en tono seco.
Katherine fue a despedirse de la anciana miss Viner antes de marcharse del pueblo. Miss Viner tenía dos años más que Mrs. Harfield y estaba muy orgullosa de haber sobrevivido a su difunta amiga.
—Nunca hubiese usted pensado que yo sobreviviría a Jane Harfield, ¿verdad? —le comentó a Katherine triunfalmente—. Las dos fuimos juntas al colegio y, ya ve, ella se ha ido y yo todavía estoy en el mundo. ¡Quién iba a decirlo!.
—Pero es que usted siempre ha comido pan integral para cenar —respondió maquinalmente miss Grey.
—Es curioso que recuerde usted ese detalle. Si Jane Harfield hubiese tomado una rebanadita de pan integral cada noche y un pequeño estimulante en las comidas, todavía hoy se encontraría entre nosotros.
La anciana hizo una pausa asintiendo complacida; entonces añadió como si le asaltase un súbito recuerdo:
—De manera que ha heredado un montón de dinero, ¿verdad?. Bien, bien. Vaya usted con mucho cuidado al gastarlo. ¿Y ahora va a Londres a divertirse?. No crea que se casará querida, porque no es así; usted no es el tipo de mujer que entusiasma a los hombres. Además, ya es mayorcita. ¿Cuántos años tiene?.
—Treinta y tres —contestó Katherine.
—Bueno —señaló miss Viner—, tampoco está tan mal. Pero de todos modos, ha perdido ya lozanía.
—Creo que tiene usted razón —afirmó miss Grey divertida.
—De todas maneras, es usted una muchacha muy bonita —añadió miss Viner con amabilidad—. Y estoy segura de que más de un hombre la preferiría a usted en lugar de a una de esas chicas que lo único que saben hacer es enseñar las piernas hasta la rodilla y algo más de lo que Dios les dio para que lo ocultasen. Bueno, adiós, hija mía, deseo que se divierta usted mucho; pero recuerde que en esta vida las cosas no son casi nunca lo que parecen.
Reconfortada con estas profecías, Katherine se marchó.
Medio pueblo fue a la estación a despedirla. Entre la multitud estaba también Alice, la criada que le trajo un ramillete de flores y lloró a moco tendido.
—¡Hay muy pocas personas como ella! —lloriqueó Alice mientras se alejaba el tren—. Cuando Charlie me abandonó por aquella muchacha de la granja, nadie se hubiera portado conmigo tan bondadosamente como lo hizo miss Grey. Aun-que era muy severa con la limpieza, cuando una se había deshecho las manos fregando, sabía apreciarlo. Yo me dejaría hacer pedacitos por ella. Es una verdadera señora, sí, una verdadera señora.
Así se marchó Katherine Grey de St. Mary Mead.
Capítulo VIII
Lady Tamplin escribe una carta
Bien —dijo lady Tamplin—. ¡Bien!. Dejó caer el Daily Mail y miró hacia las azules aguas del Mediterráneo. Una rama de dorada mimosa se inclinaba sobre su cabeza, creando el marco para un cuadro encantador. Lady Tamplin era una mujer rubia oro y ojos azules, con un salto de cama muy favorecedor. Que el oro de su cabellera y lo rosado de su cutis tenían una parte artificial se advertía enseguida, pero el azul de los ojos era un regalo de la naturaleza, y Lady Tamplin, a los cuarenta y cuatro años, todavía era una verdadera belleza.
A pesar de estar tan encantadora, lady Tamplin por una vez no pensaba en ella misma, lo que equivale a decir que no pensaba en su apariencia. Pensaba en asuntos muy serios.
Lady Tamplin era conocidísima en la Riviera y las fiestas que daba en Villa Marguerite tenían fama en toda la Costa Azul. Era una mujer de gran experiencia que se había casado cuatro veces. El primer matrimonio había sido una mera indiscreción, por lo que la hermosa dama casi nunca lo mencionaba. El marido tuvo la buena ocurrencia de morirse muy pronto, y la viuda se casó con un rico fabricante de botones. Éste también se marchó al otro mundo a los tres años de matrimonio, después de una noche de juerga con varios amigos. La siguió el vizconde Tamplin, que llevó a Rosalie a las altas esferas sociales en que ella deseaba reinar. Al casarse por cuarta vez, conservó el título. La cuarta boda fue por puro capricho. Charlie Evans era un joven guapísimo de veintisiete años, con unos modales encantadores, gran amante del deporte, que sabía apreciar debidamente cuanto hay de grato en la vida, pero que no poseía ni un céntimo. Lady Tamplin se sentía muy satisfecha y complacida con la vida en general, aunque a veces le preocupaba el dinero. El fabricante de botones había dejado a su viuda una considerable fortuna, pero, como decía lady Tamplin, «entre unas cosas y otras»... (Una de las cosas era la bajada de las acciones debido a la guerra y la otra las extravagancias de lord Tamplin). Disponía de dinero más que de sobra para vivir confortablemente, pero esto era poco satisfactorio para una mujer del temperamento de Rosalie Tamplin.