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Derek enarcó la cejas en un gesto de desconsuelo burlón.

—¿Tan terrible es lo que tiene usted que decirme?. Le aseguro que tengo la piel muy dura.

—No, pero... —Knighton se detuvo.

Kettering le miró con atención.

—Vamos, suéltelo —dijo amablemente—. Ya me figuro que los encargos de mi suegro no siempre son agradables.

El comandante carraspeó y empezó a hablar en un tono muy formal, como si quisiera disimular su vergüenza.

—Me manda Mr. Van Aldin para hacerle a usted una oferta definitiva.

—¿Una oferta?.

Derek no pudo ocultar su asombro. Las palabras de Knighton no eran precisamente las que él esperaba. Le ofreció un cigarrillo a su visitante, encendió otro para él y se recostó en su sillón mientras murmuraba con una ligera ironía:

—¿Una oferta?. Eso parece interesante.

—¿Puedo continuar?.

—¡Por favor!. Perdone mi sorpresa, pero me parece que mi suegro se ha apeado del burro desde nuestra charla de esta mañana, y este cambio de parecer no es lo que uno espera de los grandes hombres de finanzas, etcétera. Demuestra, creo que demuestra, que encuentra su posición más débil de lo que creía.

Knighton escuchó cortésmente, pero no mostró ningún cambio en su expresión impertérrita. Cuando Derek terminó, dijo en voz baja:

—Le expondré la oferta con las menos palabras posibles.

—Adelante.

El comandante no le miró. Contestó en tono práctico:

—El asunto es muy simple. Mrs. Kettering, como usted sabe, está a punto de presentar una demanda de divorcio. Si usted no se opone, recibirá cien mil el día en que se dicte la sentencia definitiva.

Derek, que se disponía a encender un cigarrillo, se quedó de piedra.

—¡Cien mil! —exclamó—. ¿Dólares?.

—Libras.

Durante un par de minutos reinó un profundo silencio. Kettering reflexionó con el entrecejo fruncido. Cien mil libras. Significaban recuperar a Mirelle y continuar su cómoda y alegre vida. Significaba que Van Aldin sabía algo, porque no era hombre que gastara estúpidamente su dinero. Se puso de pie y se acercó a la chimenea.

—¿Y si yo rechazara su espléndida y tentadora oferta? —preguntó con un tono frío e irónico.

Knighton hizo un gesto de excusa.

—Le aseguro a usted, Mr. Kettering —dijo ansioso—, que he venido con este mensaje muy a pesar mío.

—Lo creo —asintió Kettering—. No sufra, porque no es culpa suya. ¿Quiere usted ahora hacerme el favor de contestar a mi pregunta?.

El comandante también se puso de pie. Respondió con más repugnancia que antes.

—En el caso de que usted rechazara la oferta, Mr. Van Aldin me ha dicho con toda claridad que está dispuesto a aplastarle. Así de sencillo.

Derek enarcó las cejas, pero mantuvo su aire de despreocupación.

—¡Bien, bien!. Seguramente podría hacerlo, sé que es imposible luchar contra un multimillonario norteamericano. ¡Cien mil libras!. Cuando se quiere comprar a un hombre, no hay que mirar el precio. Supongamos que yo le dijera a usted que por doscientas mil libras estoy dispuesto a hacer lo que él me pide, ¿cuál sería la respuesta?.

—Yo le llevaría su mensaje a Mr. Van Aldin —contestó fríamente Knighton—. ¿Es ésa su respuesta?.

—No —replicó Derek—, por curioso que parezca, no es ésa. Dígale usted a mi suegro que él y sus millones pueden irse al infierno. ¿Está claro?.

—Perfectamente —dijo Knighton. Dudó un momento y al fin añadió arrebolado—: Si me lo permite, Mr. Kettering, le diré que me alegra que esa sea su respuesta.

Derek no contestó. Después de salir Knighton, permaneció pensativo durante un par de minutos. En sus labios asomó una extraña sonrisa.

—La suerte está echada —dijo lentamente.

Capítulo X

En el tren azul

¡Papá!. Mrs. Kettering dio un violento respingo. Esta mañana tenía los nervios a flor de piel. Elegantemente vestida con un largo abrigo de visón y un sombrerito chino de laca roja, se paseaba por el concurrido andén de la estación Victoria sumida en sus pensamientos. La súbita aparición de su padre y su afectuoso saludo, le produjeron un efecto inesperado.

—¡Vaya, Ruth, menudo sobresalto!.

—Debe ser porque no esperaba verte, papá. Anoche, al despedirte de mí, dijiste que esta mañana tenías que asistir a una reunión...

—Sí, es verdad, pero para mí eres más importante que todas las reuniones del mundo. Quería verte una vez más porque no te veré durante bastante tiempo.

—Eres un encanto, papá. ¡Cómo me gustaría que vinieses conmigo!.

—¿Qué dirías si te acompañase?.

Sólo era una broma. Van Aldin se extrañó al ver que su hija enrojecía de pronto y por un momento le pareció que había desesperación en su mirada.

Ella se rió nerviosa.

—Por un instante, creí que lo decías en serio —contestó.

—¿Te hubiese gustado?.

—¡Desde luego! —afirmó ella con un énfasis exagerado.

—Bueno —dijo Van Aldin—, eso está muy bien.

—En realidad, no estaremos separados mucho tiempo, papá —prosiguió Ruth—. Tú vendrás el mes que viene.

—¡Ah! —manifestó el millonario—, a veces me dan ganas de ir a ver a uno de esos médicos famosos de Harley Street para que me recomiende un cambio de aires con mucho sol inmediatamente.

—¡No seas tan haragán! —exclamó Ruth—. El mes que viene, la Riviera estará mucho mejor que ahora. Además, hay un sinfín de cosas que no puedes abandonar.

—Tienes razón —accedió Van Aldin con un suspiro—. Será mejor que subas al tren. ¿Dónde está tu asiento?.

Ruth miró distraídamente hacia el tren. En la puerta de uno de los coche-cama Pullman aguardaba una mujer alta y delgada, enteramente vestida de negro. Era la doncella de Ruth. Al acercarse su señora, se apartó a un lado.

—He colocado su neceser debajo del asiento por si lo necesita usted. ¿Quito las mantas o necesita una?.

—No, no la necesito. Es mejor que se vaya usted a buscar su asiento, Masón.

—Bien, señora.

La doncella se retiró.

Van Aldin entró en el vagón con Ruth. Ella encontró su asiento y el millonario dejó sobre la mesa varios diarios y revistas. El otro asiento estaba ocupado y el americano dirigió una rápida mirada a su ocupante. Tuvo una fugaz visión de unos atractivos ojos grises y un elegante traje de viaje. El millonario charló unos minutos más con su hija repitiendo las palabras propias de las despedidas.

Finalmente se oyeron los pitidos de la máquina y Van Aldin miró su reloj.

—Tengo que irme. Adiós, cariño. No te preocupes. Ya me encargaré de todo.

—¡Oh, papá!.

El americano se volvió bruscamente. Había notado algo extraño en la voz de Ruth, algo tan extraño a su comportamiento habitual que le sorprendió. Había sonado como un grito de desesperación. Ella había hecho un movimiento im-pulsivo hacia su padre, pero enseguida volvió a ser dueña de sí misma.

—¡Hasta el mes que viene! —se despidió con mucho afecto.

Dos minutos más tarde, el tren salía de la estación.

Ruth permaneció muy quieta y se mordió los labios para contener las inesperadas lágrimas. Sintió de pronto una terrible sensación de soledad. Experimentó un ansia desesperada de saltar del tren y volverse atrás antes de que fuese demasiado tarde. Ella, tan serena, tan dueña de sí misma, se sentía por primera vez como una hoja arrastrada por el viento. ¿Qué diría su padre, si lo supiera...

¡Una locura!. ¡Sí, eso era, ¡una locura!. Por primera vez en su vida le dominaba la pasión hasta el punto de hacer una cosa a sabiendas de que era una locura y una temeridad. Como digna hija de su padre, advertía su locura y la reprobaba. Pero también era hija en otro sentido. Tenía la misma tenacidad para conseguir lo que deseaba y, cuando decidía algo, no había nada en el mundo capaz de hacerla volver atrás. Desde niña había demostrado una voluntad de hierro y las propias circunstancias de su vida la habían afianzado. Ahora la empujaba implacable. Bien, la suerte estaba echada y tenía que seguir hasta el final.