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Katherine se levantó.

—Me alegro de que se encuentre usted mejor —dijo con el tono más indiferente de que fue capaz. Sabía que la secuela de las confidencias era la vergüenza. Añadió con tacto—: Tengo que volver a mi compartimiento.

Salió al pasillo al mismo tiempo que del compartimiento contiguo salía la doncella. Ésta miró por encima de su hombro y un vivo asombro apareció en su rostro. Katherine también se volvió pero aquel que había despertado el interés de la doncella, debía haber vuelto a su compartimiento porque el pasillo estaba desierto. Katherine se dirigió a su asiento que estaba en el otro vagón. Al pasar por delante del último compartimiento se abrió la puerta y el rostro de una mujer apareció un momento, pero luego se cerró de un portazo. Era un rostro difícil de olvidar, como Katherine sabría el día que la volviera a ver. Un hermoso rostro ovalado, moreno y muy maquillado de manera extraña. Le pareció que ya lo había visto antes en alguna parte.

Cuando llegó a su compartimiento sin más aventuras, se sentó y se puso a pensar en las confidencias que le habían hecho: Se preguntó quién podía ser la mujer del abrigo de visón y cómo terminaría su historia.

«Si he evitado que esta mujer cometa una tontería, estoy satisfecha —pensó—. Pero, ¿quién sabe?. Es una de esas mujeres empecinadas y egoístas, y quizá le haga bien comportarse de otra manera aunque no sea más que por una vez. De todas maneras, supongo que nunca más la volveré a ver. Desde luego, ella no querrá volverme a ver.»

Deseó que no volvieran a compartir mesa. Pensó, no sin humor, que podría ser violento para ambas.

Cansada y algo deprimida se recostó en con un cojín debajo de la cabeza. Estaban ya en París y el lento recorrido por el cinturón con sus interminables paradas y cambios de vía resultaba agotador. Cuando llegaron a la Gare de Lyon, se alegró de poder bajar y pasear por el andén. El aire fresco la reanimó después del calor sofocante del tren.. Observó con una sonrisa que su amiga del abrigo de piel había resuelto la posibilidad de encontrarse frente a frente durante la cena mandando a su doncella a comprar una cesta de provisiones.

Al reanudar la marcha, anunciaron la cena con un violento repicar de campanas, y Katherine, se dirigió al vagón restaurante mucho más tranquila. Su compañero de mesa era completamente distinto: un hombre menudo de aspecto extranjero, con el bigote tieso a fuerza de gomina y la cabeza en forma de huevo ligeramente inclinada a un lado. Katherine había llevado consigo un libro. Vio que el hombre miraba el libro con una expresión divertida.

—Veo, madame, que lee usted un román policier. ¿Le gustan a usted esas cosas?.

—Me distraen —admitió Katherine.

El hombrecillo asintió con aire comprensivo.

—He oído decir que se venden mucho. ¿Por qué será?. Se lo pregunto como un estudioso de la naturaleza humana. ¿Por qué será?.

Katherine se divertía cada vez más.

—Tal vez porque el lector tiene la ilusión de vivir una vida más emocionante —contestó.

Él asintió con gravedad.

—Sí, eso debe ser.

—Ya sabe que las cosas que describen esos libros no ocurren nunca en la realidad. —Katherine iba a continuar, pero fue interrumpida bruscamente.

—¡Algunas veces, mademoiselle!. ¡Algunas veces!. A este servidor le han ocurrido cosas así.

Ella le dirigió una mirada rápida e interesada.

—Quién sabe si algún día no se encontrará usted mezclada en uno de esos dramas. Todo es cuestión de suerte.

—No lo creo. Una cosa así no podría ocurrirme nunca a mí.

Él se inclinó hacia ella.

—¿Le gustaría?.

La pregunta le sorprendió y por un instante contuvo el aliento.

—Quizá sea una impresión mía —añadió el desconocido mientras limpiaba cuidadosamente un tenedor—, pero me da la sensación de que usted ansia que le ocurra algo interesante. Eh bien!. Mademoiselle, a lo largo de mi vida he observado una cosa: ¡Lo que se desea ardientemente, al fin se consigue!. ¿Quién sabe? —Su rostro mostró una expresión graciosa—. Quizás encuentre más emociones de las que busca.

—¿Es una profecía? —preguntó Katherine con una sonrisa mientras se levantaba.

—Yo nunca hago profecías —declaró él pomposamente—. Es cierto que siempre tengo la costumbre de no equivocarme nunca, pero no suelo presumir de ello. Buenas noches, mademoiselle, que descanse usted bien.

Katherine se dirigió hacia su compartimiento de muy buen humor. Al pasar delante de la puerta abierta del compartimiento de su amiga, vio al conductor haciendo la cama. La mujer del abrigo de visón miraba por la ventanilla, a través de la puerta de comunicación abierta, vio que sobre el asiento se amontonaban las maletas y las mantas. La doncella no estaba allí.

Katherine encontró preparada la litera y, como estaba cansada, se acostó y apagó la luz alrededor de las nueve y media.

Se despertó sobresaltada, sin saber cuánto tiempo había transcurrido. Al mirar su reloj vio que se había parado. Una sensación de inquietud, cada vez más intensa se apoderó de ella. Al fin se levantó, se echó la bata sobre los hombros y se asomó al pasillo. En el tren parecía dormir todo el mundo. Katherine bajó la ventanilla y, durante unos instantes, respiró a pleno pulmón el aire fresco de la noche tratando inútilmente de calmar sus temores. Por fin se decidió a ir hasta el final del vagón y preguntarle al conductor la hora exacta para poner bien el suyo. Pero la banqueta del conductor estaba vacía. Vació un momento y después entró en el otro vagón. Miró a lo largo del pasillo en penumbra y vio con profunda sorpresa que un hombre estaba junto a la puerta del compartimiento de Ruth con la mano en el pomo. Seguramente ella se equivocaba de compartimiento. El hombre dudó unos instantes, volvió lentamente la cabeza hacia donde estaba Katherine y ella, con una extraña sensación de fatalismo, lo reconoció como el mismo hombre que había visto ya dos veces: una en el pasillo del hotel Savoy, y otra en las oficinas Cook.

Entonces él abrió la puerta y entró en el compartimiento y cerró la puerta de inmediato.

Una idea cruzó por la mente de Katherine. ¿Sería aquel el hombre de quien le había hablado la mujer, el hombre con quien iba a reunirse?.

Katherine se dijo que estaba fantaseando y que seguramente había tomado un compartimiento por otro.

Volvió a su vagón. Cinco minutos más tarde el tren aminoró la marcha. Se oyó el largo y quejumbroso chirrido de los frenos y poco después el tren se detenía en Lyon.

Capítulo XI

El crimen

Cuando Katherine se despertó, hacía una mañana preciosa. Fue a desayunar temprano, pero no encontró a ninguno de sus compañeros de la víspera. Cuando volvió a su compartimiento, ya todo había sido puesto en orden por el conductor, un hombre moreno con el bigote caído y rostro melancólico.

—La señora está de suerte. Hace un día espléndido —comentó—. Es muy triste para los viajeros llegar en un día gris.

—Realmente, me hubiese sabido muy mal.

Al salir, el hombre añadió:

—Vamos con un poco de retraso, señora. La avisaré antes de que entremos en Niza.

Katherine asintió. Se sentó junto a la ventanilla, encantada con el paisaje bañado de sol. Las palmeras, la inmensidad azul del mar, las mimosas amarillas. Todo era una encantadora novedad para una mujer que, como ella, durante catorce años sólo había conocido el gris de los inviernos ingleses.

Cuando llegaron a Cannes, Katherine salió a pasear por el andén. Sentía cierta curiosidad por la mujer del abrigo de pieles y miró hacia las ventanillas de su compartimiento. Las cortinas permanecían echadas; eran las únicas que estaban echadas en todo el tren. Le extrañó y, al subir otra vez al tren, pasó por el pasillo y vio que los dos compartimientos estaban completamente cerrados. La mujer del abrigo de visón no era muy madrugadora.