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—Como había ordenado la señora, no la molesté. No fue hasta un poco antes de Cannes que me decidí a llamar a la puerta. Al no recibir respuesta, la abrí. La señora parecía estar durmiendo. La toqué en el hombro para despertarla y en-tonces...

—Sí, entonces descubrió usted lo que había ocurrido —le interrumpió Poirot—. Tres bien. Creo que ya sé todo lo que me interesaba.

—Espero, señor comisario —rogó el conductor—, que no considere que yo haya cometido alguna negligencia. Es horrible que haya ocurrido una cosa así en el Tren Azul.

—Tranquilícese —dijo el comisario—, se hará todo lo posible para que el suceso no trascienda, aunque sólo sea en interés de la justicia. No, no creo que haya usted cometido ninguna negligencia.

—¿Tendrá usted la bondad, señor comisario, de decírselo a la Compañía?.

—Desde luego, desde luego —accedió impacientemente monsieur Caux..

El conductor se retiró.

—Según el informe del forense —explicó el comisario—, la mujer fue asesinada antes de que el tren llegara a Lyon. ¿Quién fue el asesino?. Por el relato de mademoiselle se desprende que pensaba reunirse durante el viaje con el hombre que mencionó. El hecho de dejar a su doncella en París parece confirmarlo. ¿Subió ese hombre al tren en París y ella lo escondió en el compartimiento contiguo?. Si fue así, quizá se pelearan y él la matara en un acceso de cólera. Ésta es una posibilidad. La otra, a mi juicio la más lógica, es que el asesino fue un ladrón de trenes vulgar que, sin ser visto por el conductor, entró en el compartimiento, la mató y se fue con el neceser rojo, que seguramente contenía joyas de gran valor. Lo más probable es que abandonara el tren en Lyon. Ya hemos telegrafiado allí, por si alguien le vio apearse.

—Tal vez vino hasta Niza —sugirió Poirot.

—Es posible —dijo el comisario—, pero eso sería algo muy arriesgado.

El detective guardó silencio durante unos momentos y al fin dijo:

—Entonces, si eso es así, ¿usted cree que el hombre es un vulgar ladrón de trenes?.

El comisario se encogió de hombros.

—Depende. Primero hemos de encontrar a la doncella. Es posible que ella tenga en su poder el neceser rojo. De ser así, el hombre que la difunta le mencionó a mademoiselle estaría mezclado en el asunto y lo transformaría en un crimen pa-sional. De todas maneras, yo creo que la solución del ladrón de trenes es la más plausible. Esos bandidos son cada vez más audaces.

Poirot miró a Katherine.

—Y usted, mademoiselle, ¿vio u oyó algo durante la noche?.

—No —contestó ella.

Poirot se volvió hacia el comisario.

—Creo que no hay necesidad de entretener más a mademoiselle.

El comisario asintió.

—¿Tiene usted la bondad de dejarnos su dirección?.

Katherine le dio el nombre de la villa de lady Tamplin.

Poirot le hizo una ligera reverencia.

—¿Me permitirá usted verla de nuevo, mademoiselle? —preguntó—. ¿O tiene usted tantos amigos que no la dejarán ni un momento libre?.

—Al contrario —contestó Katherine—, dispondré de mucho tiempo y tendré mucho gusto en volver a verle.

—Excelente —exclamó Poirot que asintió complacido—. Será un román policier á nous. Investigaremos juntos el caso.

Capítulo XII

En Villa Marguerite

Entonces estuviste metida de lleno en el asunto! —comentó con envidia lady Tamplin—. ¡Oh, qué emocionante! —Abrió desmesuradamente sus ojos azul porcelana y exhaló un ligero suspiro.

—Un verdadero asesinato —dijo Mr. Evans.

—Desde luego, Chubby no tenía la menor idea de qué se trataba —explicó lady Tamplin—. No se podía imaginar porque quería entretenerte tanto la policía. ¡Querida, qué oportunidad!. Creo, sí, estoy segura, que se podría sacar algún beneficio de este suceso.

Una expresión calculadora emborronó de pronto la ingenuidad de los ojos azules.

Katherine, que se sentía un tanto violenta, estaba acabando de comer y miró por turnos a las tres personas sentadas alrededor de la mesa: lady Tamplin, sólo interesada en sacar beneficios; Chubby, con una expresión de ingenua satisfac-ción y Lenox, con una extraña sonrisa retorcida en su rostro moreno.

—¡Qué suerte! —murmuró Chubby—. Con lo que a mí me hubiese gustado acompañarla y ver todo lo que vio usted. Su tono de voz era nostálgico e infantil.

Katherine no dijo nada. La policía no le había exigido que guardase silencio y era imposible ocultar los hechos a su anfitriona, pero hubiera preferido no decir nada.

—Sí —dijo lady Tamplin, que salió de pronto de su abstracción—, creo que se podría hacer algo. Un pequeño relato, escrito con inteligencia. Una testigo ocular, el toque femenino: «Mientras hablaba con aquella mujer estaba yo muy lejos de imaginarme...», ese tipo de cosas, ya sabes.

—¡Tonterías! —exclamó Lenox.

—Tú no tienes idea —señaló con voz suave lady Tamplin— de lo que pagan los periódicos por un artículo. Escrito, claro está, por alguien de una irreprochable posición social. No tendrías que hacerlo tú, Katherine. Bastará con que me cuen-tes los hechos y yo me encargaré de todo el asunto por ti. Mr. de Haviland es un gran amigo mío. Tenemos un pequeño arreglo juntos. Es un hombre encantador, nada que ver con los reporteros. ¿Qué te parece la idea, Katherine?.

—Yo preferiría no hacer nada de eso —contestó ella tajante.

Lady Tamplin quedó desconcertada ante esta rotunda negativa. Suspiró y trató de conocer nuevos detalles.

—¿Dices que era una mujer muy vistosa?. Me pregunto quién podía ser. ¿No oíste su nombre?.

—Lo dijeron —admitió Katherine—, pero no lo recuerdo. Estaba tan confusa...

—Lo creo —dijo Mr. Evans—; debe de haber sido un golpe terrible para usted.

Seguramente, aunque Katherine se hubiese acordado del nombre, no lo hubiera dicho. El implacable interrogatorio de lady Tamplin le atacaba los nervios.

Lenox, que a su manera no se perdía detalle, se dio cuenta y se ofreció para acompañarla a la habitación en la planta alta. Antes de dejarla allí le comentó en un tono amable:

—No hagas caso de mamá. Si pudiese, sacaría dinero hasta de su abuela agonizante.

Lenox bajó al salón, donde su madre y su padrastro hablaban de la recién llegada.

—Es una mujer muy presentable —dijo lady Tamplin—, viste muy bien. El vestido gris es el mismo modelo que llevaba Gladys Cooper en Palmeras de Egipto.

—¿Te has fijado en sus ojos? —interrumpió Evans.

—Olvídate de sus ojos, Chubby —le reprochó lady Tamplin, con un tono agrio—. Estamos hablando de cosas realmente importantes.

—¡Oh!, venga ya —contestó Chubby, y se encerró en su caparazón.

—No me parece muy... maleable —insinuó lady Tamplin dudando antes de emplear esta palabra.

—Tiene todos los rasgos de una dama, como dicen en los libros —dijo Lenox con una sonrisa.

—Algo mojigata —murmuró lady Tamplin—. Algo inevitable, dadas las circunstancias.

—Sin duda, harás todo lo posible por modernizarla —opinó Lenox sonriente—. Pero no creo que lo consigas. Ya lo has visto. Se ha enfadado como una mula.

—De todas maneras —apuntó su madre esperanzada—, no la creo muy interesada. Hay gente que cuando tienen dinero le conceden una excesiva importancia.

—Respecto a eso me parece que no te será difícil sacarle lo que quieras —aseguró Lenox—. Y después de todo, para ti es lo más importante, ¿verdad?. Para eso la has hecho venir.

—Es mi prima —contestó lady Tamplin con dignidad.

—¡Ah!. Es tu prima —intervino Chubby otra vez—. Entonces, tendré que tutearla.

—No tiene importancia como la llames, Chubby —contestó su esposa.