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—No, no hay ninguna noticia. El intento falló, tal como me figuraba.

—Era de esperar —señaló Papopolous—. La violencia...

Movió la mano como para expresar su intenso desagrado por la violencia en cualquiera de sus formas. Realmente no había nada de violento en el aspecto de Mr. Papopolous ni en los negocios que realizaba. Era un hombre conocidísimo en la mayoría de las cortes europeas y los reyes le llamaban amistosamente Demetrius. Tenía fama de ser sumamente discreto. Esto, unido a su noble apariencia, le habían sacado con bien de varias transacciones más que dudosas.

—El ataque directo —prosiguió el griego, al tiempo que meneaba la cabeza dubitativamente— algunas veces sale bien, pero muy pocas.

El otro se encogió de hombros.

—Ahorra tiempo y, si falla, no cuesta nada o casi nada. Verá usted como el otro plan no fallará.

—¡Ah! —exclamó Mr. Papopolous que le miró con atención,

El visitante asintió.

—Tengo una gran confianza en su reputación —afirmó el anticuario.

El Marqués sonrió con amabilidad.

—Puede estar seguro de que esa confianza no quedará defraudada.

—Cuenta usted con unas oportunidades únicas —añadió el anticuario con cierta envidia en el tono de su voz.

—Yo las creo —dijo El Marqués.

Se levantó y cogió la capa que había arrojado sobre el respaldo de una silla.

—Le mantendré informado, Mr. Papopolous, por los conductos habituales, pero no debe haber ningún obstáculo en sus arreglos.

Mr. Papopolous se mostró dolido.

—No hay obstáculos en mis arreglos —protestó.

El otro sonrió y, sin una sola frase de despedida, abandonó la habitación.

El anticuario permaneció unos instantes pensativo, acariciándose la blanca y venerable barba. Luego se dirigió a otra puerta y la abrió. Una joven, que sin duda había estado escuchando por el ojo de la cerradura, entró en la habitación sin que Mr. Papopolous mostrase la menor sorpresa. Por lo visto, aquello era completamente natural para él.

—¿Y bien, Zia? —preguntó.

—No le he oído salir —explicó Zia.

Era una hermosa joven de cuerpo escultural y brillantes ojos negros. Su gran parecido con el anticuario, hacía evidente que eran padre e hija.

—Es una lástima —añadió disgustada— que no se pueda ver y oír al mismo tiempo a través del ojo de la cerradura...

—Eso mismo he pensado yo muchas veces —asintió Papopolous con la mayor sencillez.

—¿Asique ése es El Marqués? —inquirió Zia lentamente—. ¿Lleva siempre antifaz, papá?.

—Siempre.

Se produjo una pausa.

—Se trata de los rubíes, ¿verdad? —preguntó Zia.

Su padre asintió.

—¿Qué piensas, pequeña? —continuó con un alegre brillo en los ojos oscuros.

—¿Del Marqués?.

—Sí.

—Sencillamente, que parece muy raro encontrar a un inglés distinguido que hable el francés tan bien como él.

—¡Ah! —exclamó el griego—. ¿Asique eso es lo que crees?.

Como de costumbre, no se comprometió, pero miró con aprobación a su hija.

—También me parece —prosiguió la muchacha— que la forma de su cabeza es muy extraña.

—Sí, abultada —dijo el padre—, demasiado abultada, pero eso es debido a la peluca.

Padre e hija se miraron sonriendo.

Capítulo III

Corazón de fuego

Rufus Van Aldin entró por la puerta giratoria del Savoy y se dirigió hacia la recepción. El empleado le saludó respetuosamente.

—Buenas tardes, Mr. Van Aldin; me alegro mucho de volverlo a ver por aquí.

El millonario norteamericano asintió en un saludo informal.

—¿Todo en orden? —preguntó.

—Sí, señor. El comandante Knighton le espera en su suite.

Van Aldin volvió a asentir.

—¿Tengo correspondencia?.

—Sí, señor; la acaban de subir. ¡Ah!, espere un momento.

Buscó en el casillero y sacó una carta.

—La han traído ahora mismo.

Rufus Van Aldin la cogió y, al fijarse en la escritura, trazada por mano de mujer, su rostro se transformó en el acto. Se suavizó su expresión a la vez que se relajaba la dura línea de su boca. Parecía otro hombre. Se dirigió al ascensor con la carta en la mano y la sonrisa en los labios.

En el salón de la suite, un joven sentado ante una mesa abría la correspondencia con la habilidad propia de una larga práctica. Al entrar Van Aldin, se puso de pie.

—¡Hola, Knighton!.

—¿Cómo está usted, señor?. ¿Ha tenido buen viaje?.

—Así, así —respondió el millonario indiferente—. París se ha convertido en un antro. Sin embargo, conseguí lo que buscaba.

Sonrió con severidad, casi para sí mismo.

—Cosa muy lógica en usted —dijo el secretario riendo.

—Así es —asintió Van Aldin.

Lo dijo con un tono práctico, como si se tratase de algo que no tuviese vuelta de hoja. Se despojó de su pesado abrigo y avanzó hacia la mesa.

—¿Hay algo urgente?.

—No lo creo, señor, hasta ahora nada importante. Todavía no he terminado de clasificarla.

Van Aldin asintió brevemente. Era un hombre que poquísimas veces censuraba o alababa. El método que seguía con sus empleados era sencillo. Primero los ponía a prueba e inmediatamente despedía a los que resultaban ineptos. La selección que hacía de la gente no tenía nada de convencional. Por ejemplo, dos meses antes había encontrado a Knighton en una estación invernal suiza. El joven le causó buena impresión y, al revisar su hoja de servicios, encontró la explicación de su leve cojera. Knighton no ocultó que estaba buscando un empleo y hasta le preguntó tímidamente al millonario si sabía de alguno. Van Aldin recordó con una sonrisa severa el asombro del joven cuando le ofreció la plaza de secretario privado.

«Pero... yo no tengo ninguna experiencia comercial», había tartamudeado el joven.

«Eso me importa un comino —había replicado Van Aldin—. Tengo tres secretarios que se ocupan de esas cosas, pero pienso permanecer en Inglaterra durante tres meses y quiero un inglés que sepa moverse y se ocupe de los compromisos sociales.»

Hasta ahora se había confirmado su juicio. Knighton demostraba ser un hombre inteligente, rápido y de recursos, además de tener una innata distinción personal.

El secretario señaló tres o cuatro cartas colocadas en un ángulo del escritorio.

—Sería conveniente que echase un vistazo a estas cartas.

La de encima se refiere al contrato de Colton...

Rufus Aldin levantó una mano en señal de protesta.

—Esta noche no leeré nada —declaró—. Todas pueden esperar hasta mañana, menos ésta. Miró la que tenía en la mano, y de nuevo la extraña sonrisa apareció en su rostro.

Richard Knighton sonrió comprensivo.

—¿Mrs. Kettering? —murmuró—. Telefoneó ayer y hoy; parece muy ansiosa de verle cuanto antes, señor.

—¿De veras?.

La sonrisa desapareció del rostro del millonario. Abrió el sobre que tenía en la mano y sacó la carta. A medida que iba leyendo su rostro se ensombrecía, su boca adquirió la dura línea que tan bien conocían en Wall Street y frunció el entrecejo en un gesto de amenaza. Knighton volvió discretamente la cabeza, y continuó con el trabajo de abrir las cartas y clasificarlas. El millonario lanzó un juramento y descargó un violento puñetazo contra la mesa.

—No toleraré esto —dijo como hablando consigo mismo—. ¡Pobre chiquilla!. Es una suerte que tengas a tu padre para que te respalde.

Comenzó a pasearse arriba y abajo por la habitación, con una expresión agria. Knighton, inclinado sobre la mesa, parecía absorto en su trabajo. De pronto, Van Aldin se detuvo y cogió el abrigo de la silla donde lo había dejado.

—¿Vuelve a salir? —preguntó Knighton.