—Sí, voy a ver a mi hija. '
—¿Y si llama la gente de Colton...?.
—Mándelos usted al diablo.
—Muy bien —contestó el secretario, impertérrito.
Van Aldin, con el abrigo ya puesto, se caló el sombrero hasta las orejas y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo para decir:
—Es usted un buen muchacho, Knighton. Por lo menos, no me incordia cuando me ve preocupado.
Knighton sonrió, pero no contestó.
—Ruth es mi única hija —explicó Van Aldin—. Nadie en el mundo sabe lo que ella significa para mí.
Una débil sonrisa iluminó su rostro mientras metía la mano en el bolsillo.
—¿Quiere usted ver algo, Knighton?.
Sacó del bolsillo un paquete mal envuelto en papel de estraza. Quitó el papel y apareció un gran estuche de terciopelo rojo raído. En el centro de la tapa había unas iniciales entrelazadas y una corona. Al abrirlo, el secretario no pudo contener un grito de asombro. Sobre el blanco amarillento del forro de satén, las piedras parecían gotas de sangre.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Son... verdaderas?.
Van Aldin soltó una carcajada que sonó como un cacareo.
—No me extraña su pregunta. Entre estos rubíes están los tres más grandes del mundo. Los llevó Catalina de Rusia, Knighton. Éste del centro, ¿ve usted?, es conocido por el nombre de «Corazón de fuego». Es perfecto, no tiene ni una sola mancha.
—Pero deben de costar una fortuna —murmuró el secretario.
—Cuatrocientos o quinientos mil dólares, sin contar el valor histórico —respondió Van Aldin tranquilamente.
—¿Y los lleva usted así como si nada, en el bolsillo?.
Van Aldin rió divertido.
—Pues claro, son mi regalito para Ruth.
El secretario sonrió discretamente.
—Comprendo ahora la ansiedad de Mrs. Kettering en el teléfono —murmuró.
Pero Van Aldin meneó la cabeza. Su rostro recobró su duro aspecto.
—Respecto a eso, está usted equivocado —dijo—, porque ella no sabe ni una palabra del regalo. Quiero sorprenderla.
Cerró el estuche y lo envolvió lentamente.
—Es una lástima que se pueda hacer tan poco por los que uno quiere. Yo podría comprarle una buena parte del mundo a Ruth si eso pudiese serle de alguna utilidad, pero de nada me serviría. Al colgar esas joyas alrededor de su cuello le proporcionaré unos minutos de placer, pero —meneó la cabeza tristemente— cuando una mujer no es feliz en su hogar...
No terminó la frase. El secretario asintió con discreción. Él conocía mejor que nadie la reputación de la honorable Mrs. Kettering.
Van Aldin suspiró, guardó el paquete en el bolsillo de su abrigo, saludó a Knighton y salió de la habitación.
Capítulo IV
En Curzon Street
La honorable Mrs. Derek Kettering vivía en Curzon Street. El criado que abrió la puerta reconoció inmediatamente a Rufus Van Aldin, y se permitió una discreta sonrisa de bienvenida. Enseguida le condujo hasta el gran salón del primer piso.
Al verle entrar, una mujer que estaba sentada junto a la ventana se levantó dando un grito.
—¡Oh, papá!. ¡Qué alegría!. He telefoneado cada día al comandante Knighton para saber cuándo llegabas, pero él no lo sabía.
Ruth Kettering era una muchacha de unos veintiocho años. Sin ser hermosa o ni siquiera bonita, en el verdadero sentido de la palabra, atraía las miradas debido al hermoso color castaño de sus cabellos. Además, tenía unos preciosos ojos oscuros y unas pestañas muy negras, todo ello acentuado artísticamente con el maquillaje. Era alta, esbelta, y de movimientos gráciles. A primera vista, era el rostro de una madona de Rafael. Sólo fijándose detenidamente se advertía que las líneas de la barbilla y la mandíbula eran iguales a las de Van Aldin, revelando la misma dureza y determinación. Era algo que estaba muy bien en un hombre, pero que no favorecía mucho a una mujer.
Desde su más tierna infancia, Ruth Van Aldin se había acostumbrado a hacer su santa voluntad y todos cuantos intentaron oponerse a ello comprendieron enseguida que la hija de Rufus Van Aldin no cedía nunca.
—Knighton me ha dicho que le has telefoneado —dijo Van Aldin—. Apenas hace media hora que he llegado de París. ¿Qué es todo esto sobre Derek?.
Ruth Van Aldin se puso roja de cólera.
—Es vergonzoso. Ya pasa de la raya —gritó—. Él no parece querer escuchar nada de lo que le digo.
En su voz se mezclaban el asombro y el enfado.
—¡Pues ya me oirá a mí! —aseguró el millonario.
—Apenas lo he visto durante este último mes. Va a todas partes en compañía de esa mujer —añadió Ruth.
—¿Qué mujer?.
—Mirelle, esa bailarina del Parthenon.
Van Aldin asintió.
—La semana pasada estuve en Leconbury y hablé con lord Leconbury. Estuvo muy amable conmigo y se hizo cargo de la situación. Me prometió que hablaría con Derek.
—¡Ah! —exclamó Van Aldin.
—¿Qué significa esta exclamación, papá?.
—Tú ya sabes lo que significa, Ruth. El pobre Leconbury no es nadie. Claro que simpatiza contigo, claro que se muestra amable, y desde luego intenta calmarte, porque tiene a su hijo y heredero casado con la hija de uno de los hombres más ricos de Estados Unidos. Por eso es lógico que no quiera perder semejante bicoca. Pero está con un pie en la sepultura, como todo el mundo sabe, y ya puede decir misa que Derek no le escuchará.
—¿Tú podrías hacer algo, papá? —preguntó Ruth después de una pausa.
—Quizá —dijo el millonario, que pensó un segundo antes de añadir—: Podría hacer varias cosas, aunque sólo hay una eficaz. ¿Cómo estás de agallas, Ruthie?.
Ella le miró asombrada. El padre asintió.
—Sí, has oído bien. ¿Tienes el valor para admitir ante todo el mundo que cometiste un error?. Sólo hay una manera de salir de este embrollo, Ruthie. Olvida las pérdidas y empieza de nuevo.
—¿Qué quieres decir?.
—Que te divorcies.
—¡El divorcio!.
Van Aldin sonrió secamente.
—Pronuncias esa palabra como si nunca la hubieses escuchado antes. Sin embargo, tus amigas se divorcian todos los días.
—¡Oh! Ya lo sé, pero...
Se detuvo, y se mordió el labio. El padre asintió comprensivo.
—Lo comprendo, Ruth. Te pasa lo que a mí, te molesta perder. Sin embargo, yo he aprendido, y tú también lo aprenderás, que hay circunstancias en las que es el único camino. Podría recurrir a mil medios para hacer volver a Derek junto a ti, pero al final todo sería inútil. Derek no es buen marido. Es una bala perdida. Créeme, hija mía, me culpo a mí mismo por haber consentido tu boda. Pero tú estabas tan decidida, y él parecía dispuesto a enmendarse, y, bueno, como ya te contrarié una vez, cariño...
No la miró mientras pronunciaba las últimas palabras. Si lo hubiese hecho, habría notado el rubor en el rostro de su hija.
—Bien que me acuerdo —dijo ella con voz dura.
—Me supo mal oponerme por segunda vez. Sin embargo, ahora no sabes cuánto siento no haberlo hecho. Tu vida durante estos últimos años no ha sido nada agradable.
—No, no lo ha sido —asintió Mrs. Kettering.
—¡Por eso te repito que estas cosas han de terminarse de una vez! —. Dejó caer pesadamente el puño sobre la mesa—. Tal vez sientas todavía algún cariño por ese hombre. Córtalo de cuajo. Enfréntate a los hechos: Derek Kettering se casó contigo por tu dinero, ésa es la verdad. Líbrate de él, Ruth.
Ruth Kettering miró al suelo y, al cabo de unos momentos, dijo sin levantar la cabeza:
—¿Y sino consiente?.
Van Aldin la miró atónito.
—Él no tiene ni voz ni voto en este asunto.
La joven se sonrojó y se mordió el labio.
—No, no... Claro que no. Sólo quería decir...
Se detuvo. Su padre la miraba fijamente.