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-¿Si?.

—Sé una cosa. Era una mujer.

Capítulo XXIX

Una carta de casa

Querida Katherine: Viviendo como usted vive, ahora entre grandes amigos, no creo que le interese mucho recibir noticias nuestras, pero como siempre la he tenido por una muchacha sensata, espero que no se le hayan subido mucho los humos. Por aquí todo sigue igual. Hubo un gran escándalo con el nuevo párroco. En mi opinión, no es mi más ni menos que un católico apostólico romano, todo el mundo ha hablado al respecto con el vicario, pero ya sabe usted cómo es él, pura caridad cristiana y nada de espíritu.

Últimamente, he tenido problemas con los criados. Aquella chica, Annie, resultó ser una descarada. Llevaba la falda por encima de la rodilla y no quería ponerse medias de lana. No hay manera de decirle ni una palabra a ninguna de ellas.

Mi reumatismo me ha hecho sufrir mucho. El doctor Harris me convenció para que fuera a Londres a ver a un especialista, un malgasto de tres guineas más el gasto del billete como le dije yo, pero esperé hasta el miércoles y pude conseguir el billete de ida y vuelta a precio reducido. El médico de Londres puso la cara muy larga y empezó a decir esto y aquello sin ir al grano hasta que le dije: «Mire usted, doctor, soy una mujer sencilla y me gustan las cosas muy claras. ¿Es cáncer o no». Y entonces tuvo que decirme que lo era. Dijo que me quedaba un año y sin mucho dolor, aunque estoy segura de que puedo soportar el dolor como cualquier mujer cristiana. A veces me siento un poco sola, ahora que mis amigas se han muerto o se han ido del pueblo.

Desearía, y no le miento, querida, que estuviese usted en St. Mary Mead. Sino hubiese usted heredado esa fortuna que le permite vivir entre la alta sociedad, yo le hubiese ofrecido el doble de lo que ella le pagaba para que cuidara de mí. Pero no sirve de nada desear lo que no se puede tener. Sin embargo, a veces ocurren desgracias. He oído infinidad de historias de falsos aristócratas que se casan para desaparecer al día siguiente con el dinero de la incauta. Diría que es usted bastante sensata para que le ocurra algo así, pero nunca se sabe; y como nunca le han dispensado muchas atenciones, quizá se le suban a la cabeza. Asique, por si acaso, querida, recuerde que aquí siempre tendrá un hogar y, aunque no tengo pelos en la lengua, tengo buen corazón.

Su amiga afectísima Amelia Vvner

P.D.: Leí en un periódico un artículo en el que la mencionaban a usted y a su prima, la vizcondesa Tamplin. Lo recorté y lo guarde con mis recortes. Cada domingo rezo por usted para que Dios la preserve del orgullo y déla altivez.

Katherine leyó dos veces aquella carta tan característica. Luego la dejó sobre la mesa y miró por la ventana de su dormitorio las azules aguas del Mediterráneo. Se le hizo un nudo en la garganta. Una súbita nostalgia de St. Mary Mead se adueñó de ella. Un lugar donde nunca pasaba nada, excepto algún pequeño incidente estúpido, pero que era un hogar. Le entraron ganas de apoyar la cabeza entre los brazos y echarse a llorar. La llegada de Lenox le salvó.

—¡Hola, Katherine! —dijo Lenox—. ¡Eh!, ¿qué te pasa?.

—Nada —contestó Katherine, que se apresuró a recoger la carta de miss Viner para guardarla en el bolso.

—Tenías una expresión muy rara —comentó Lenox—. Espero que no te importe, pero llamé a tu amigo, el detective Poirot y le invité a comer con nosotras en Niza. Le dije que tú querías verle, porque me pareció que no aceptaría si se trataba de mí.

—¿Quieres verle? —preguntó Katherine.—Sí, me ha robado el corazón. Nunca había encontrado un hombre con ojos verdes como los de un gato.

—¡Ah! No lo sabía —contestó Katherine.

Hablaba distraída. Los últimos días habían sido un calvario. El arresto de Derek Kettering había sido el tema de todas las conversaciones y el misterio del Tren Azul había sido analizado del derecho y del revés.

—He pedido un coche —dijo Lenox— y a mamá le he dicho una mentira, aunque desgraciadamente no recuerdo cuál. Pero no importa, ella no se acordará tampoco. Si supiera adonde vamos, se vendría con nosotras para sonsacar a monsieur Poirot.

Las dos muchachas llegaron al Negresco, donde encontraron a Poirot esperándolas. Se mostró tan cortes y les dedicó tantas zalamerías que al poco rato se tronchaban de risa. Sin embargo, la comida no fue alegre. Katherine estaba distraída y Lenox soltaba largas parrafadas entre enormes pausas.

Cuando estaban en la terraza tomando el café, Lennox se encaró a Poirot bruscamente.

—¿Cómo van las cosas?. ¿Sabe usted a qué me refiero?.

Poirot se encogió de hombros.

—Siguen su curso.

—¿Y usted les permite seguir su curso?.

Poirot miró a Lenox algo triste.

—Es usted joven, mademoiselle, pero hay tres cosas a las que no se les puede dar prisa: le bon Dieu, la naturaleza y los ancianos.

—¡Tonterías! —dijo Lenox—. Usted no es un anciano.

—¡Ah!, es muy bonito que a uno le digan estas cosas.

—Allí viene el comandante Knighton —anunció Lennox.

Katherine se volvió rápidamente y enseguida volvió a quedar en su posición anterior.

—Está con Mr. Van Aldin —añadió Lenox—. Quiero preguntarle algo al comandante Knighton. Voy a verlo un momento.

Al quedarse solos, Poirot se inclinó hacia Katherine y le murmuró:

—Está usted distralte, mademoiselle. Sus pensamientos andan muy lejos de aquí, ¿verdad?.

—Tan lejos como Inglaterra, nada más.

Movida por un súbito impulso, cogió la carta que había recibido aquella mañana y se la tendió al detective para que la leyese.

—Es la primera noticia que recibo de mi antigua vida. ¿Creerá usted que me duele?.

Poirot leyó la carta y luego se la devolvió.

—¿Asique volverá usted a St. Mary Mead?.

—Claro que no. ¿Por qué habría de hacerlo?.

—Por lo visto, me he equivocado. ¿Me permite usted un momento?.

Se dirigió hacia donde estaba Lenox Tamplin hablando con Van Aldin y Knighton. El millonario parecía viejo y cansado. Saludó a Poirot con un gesto, pero sin la menor animación.

Cuando Van Aldin se volvió para contestar a una pregunta de Lenox, Poirot se llevó a Knighton a un lado.

—Mr. Van Aldin parece enfermo —dijo.

—¿Le extraña? —preguntó Knighton—. El escándalo de la detención de Derek Kettering ha sido el golpe final. Incluso lamenta haberle encargado a usted descubrir la verdad.

—Debería regresar a Inglaterra —opinó Poirot.

—Nos vamos pasado mañana.

—¡Esa es una buena noticia. —Vaciló un momento mientras miraba a Katherine y después murmuró—: Me gustaría que se lo comunicara a miss Grey.

—¿Comunicarle qué?.

—Que usted... mejor dicho, que Mr. Van Aldin regresa a Inglaterra.

Knighton le miró un poco extrañado, pero cruzó la terraza para hablar con Katherine.

Poirot asintió satisfecho mientras el joven se alejaba y fue a reunirse con Lenox y el norteamericano. Al cabo de unos momentos se reunieron con los demás. Durante un rato, la conversación fue general. Luego, el millonario y su secretario se marcharon. Poirot también se dispuso a retirarse.

—¡Un millón de gracias por su hospitalidad, mademoiselle! —exclamó—. Ha sido una comida deliciosa. Ma foi, la necesitaba. —Abombó el pecho y se lo golpeó con el puño—: ¡Soy un león! ¡Un gigante! ¡Ah, mademoiselle Katherine, usted no ha visto en qué puedo convertirme!. Sólo conoce usted al amable y pacífico Hercule Poirot, pero hay otro Hercule Poirot a quien no ha visto aún. Ahora voy a acosar, a amenazar, a infundir terror en el corazón de aquellos que me escuchen.