Las miró satisfecho de sí mismo y las muchachas se mostraron impresionadas, aunque Lenox se mordía el labio inferior y las comisuras de los labios de Katherine se movían de una manera muy sospechosa.
—Y lo haré —dijo gravemente—. Oh, sí, triunfaré.
Había dado ya unos cuantos pasos cuando la voz de Katherine le hizo volverse.
—Monsieur Poirot, quiero decirle una cosa. Creo que tenía usted razón en lo que dijo. Regresaré a Inglaterra inmediatamente.
Poirot le dirigió una mirada penetrante que hizo enrojecer a Katherine.
—Lo comprendo —dijo gravemente.
—Me parece que no —replicó Katherine.
—Yo sé mucho más de lo que usted supone, mademoiselle —señaló Poirot en voz baja.
Se separó de ella con una extraña sonrisa en los labios. Subió al coche que le esperaba y se dirigió a Antibes.
Hipolyte, el impasible criado del conde de la Roche, estaba muy atareado en Villa Marina limpiando la magnífica cristalería de su dueño. El conde de la Roche había ido a Montecarlo a pasar el día. Al mirar por una de las ventanas, Hipolyte observó a un visitante que caminaba con paso enérgico hacia la puerta principal, un visitante curioso que, a pesar de su experiencia, no supo clasificar. Llamó a Marie, su esposa, que estaba ocupada en la cocina, para que viese lo que él llamaba ce type la.
—¿No será otra vez la policía? —preguntó Marie con inquietud.
—Míralo tú misma —dijo Hipolyte.
Marie miró.
—No, no es policía —declaró la mujer—. Me alegro.
—Realmente no nos han molestado mucho —comentó Hipolyte—. De no haberme avisado el conde, nunca hubiera sospechado que aquel desconocido de la bodega no era lo que parecía ser..
Sonó el timbre e Hipolyte, con un porte grave y decoroso, fue a abrir la puerta.
—Lo siento mucho, pero el señor conde no está en casa.
El hombrecillo de grandes mostachos asintió plácidamente.
—Ya lo sabía —replicó—. Usted es Hipolyte Fravelle, ¿verdad?.
—Sí, señor, ése es mi nombre.
—Y está casado con una mujer llamada Marie.
—Sí, señor, pero...
—Deseo verles a los dos —dijo el visitante y entró en el vestíbulo—. Su esposa debe de estar en la cocina —añadió—, iré allí.
Antes de que el criado pudiera recuperar el aliento, el otro ya había abierto la puerta correcta y había recorrido el pasillo hasta la cocina, donde Marie se quedó con la boca abierta al verle entrar.
—Voila —dijo el desconocido que se dejó caer en una silla—. Yo soy Hercule Poirot .
—Bien, señor.
—¿No conocen ustedes mi nombre?.
—Nunca lo he oído —respondió Hipolyte.
—Pues perdonen que les diga que les han educado muy mal. Es el nombre de uno de los hombres más célebres del mundo.
Exhaló un profundo suspiro a la vez que cruzaba los brazos.
Hipolyte y Marie le miraban con inquietud; no sabían qué pensar de este insospechado y muy extraño visitante.
—¿El señor desea...? —murmuró Hipolyte mecánicamente.
—Deseo saber por qué mintieron ustedes a la policía.
—¡Monsieur! —gritó Hipolyte—. ¿Mentir yo a la policía?. Nunca he hecho una cosa así.
Poirot meneó la cabeza.
—Se equivoca usted: Lo ha hecho en varias ocasiones. Déjeme ver. —Sacó una libretita del bolsillo y la consultó—. ¡Ah, sí! Al menos en siete ocasiones. Se las voy a recordar.
Con voz indiferente le recitó las siete ocasiones.
Hipolyte estaba asombradísimo.
—¡No he venido a hablar de antiguos pecados! —añadió Poirot—, pero, amigo mío, no caiga en la costumbre de considerarse demasiado listo. Y ahora hablaremos de la mentira que me interesa: la declaración según la cual el conde de la Roche llegó a esta villa la mañana del día catorce de enero.
—Pero eso no es una mentira, monsieur, es la pura verdad. El señor conde llegó aquí la mañana del martes, día catorce, ¿verdad, Marie?.
Ella se apresuró a confirmarlo.
—Sí, eso es, me acuerdo perfectamente.
—Muy bien —dijo Poirot—. ¿Quiere usted decirme qué le dio a su señor de déjeuner aquel día?.
—Le... —la mujer hizo una pausa e intentó recordar.
—Es curioso —dijo Poirot— cómo uno recuerda ciertas cosas y olvida otras.
Se inclinó hacia delante y descargó un puñetazo contra la mesa. Sus ojos brillaban iracundos.
—Sí, sí, es como yo digo. Ustedes dicen mentiras y creen que nadie se da cuenta. Pero hay dos personas que lo saben todo. Sí dos personas. Una es le bon Dieu —levantó una mano al cielo y luego, recostándose en su silla y con los ojos cerrados, murmuró complacido—: y la otra Hercule Poirot.
—Le aseguro a usted que está completamente equivocado. El señor conde salió de París el lunes por la noche...
—Es verdad —dijo Poirot—, salió en el rapide. Lo que no sé es dónde interrumpió el viaje. Quizás ustedes tampoco lo saben. Pero sí sé que llegó aquí el miércoles por la mañana, en lugar del martes.
—El señor está en un error —insistió la mujer.
Poirot se puso de pie.
—Bien, entonces tendrá que intervenir la justicia —murmuró—. Es una lástima..
—¿Qué quiere usted decir, monsieur? —preguntó ella con una sombra de inquietud.
—Que serán arrestados como cómplices del asesinato de Mrs. Kettering, la dama inglesa que mataron.
—¡Un crimen!.
El criado palideció intensamente y le temblaron las rodillas. Marie soltó el rodillo de amasar y se echó a llorar.
—¡Eso es imposible! Yo creía...
—Ya que insisten ustedes en su historia, no hay más que decir. Pero conste que son ustedes muy tontos.
Se dirigía hacia la puerta cuando una voz agitada le detuvo.
—Monsieur, monsieur, un momento. Yo nunca imaginé que se tratara de una cosa así. Creía que sólo era un asunto relacionado con alguna dama. Ya hemos tenido algunos pequeños problemas con la policía por asunto de señoras. Pero un asesinato, eso es muy diferente.
—¡Ya se me ha agotado la paciencia y no pienso seguir discutiendo! —Se volvió hacia la pareja y agitó furioso el puño ante el rostro de Hipolyte—. ¿Es que voy a pasarme el día discutiendo con un par de idiotas?. Yo quiero saber la verdad. Sino me la quieren decir, peor para ustedes. Por última vez-¿Cuándo llegó el conde a Villa Marina, el martes o el miércoles por la mañana?.
—El miércoles —murmuró el criado, y su esposa lo confirmó.
Poirot les miró unos instantes. Después asintió severo
—Son muy sabios, hijos míos —dijo en voz baja—. Se han librado de una situación muy grave.
Salió de Villa Marina con una sonrisa en el rostro.
«Una suposición confirmada —murmuró para sí—. ¿Tendré suerte con la otra?».
Eran las seis cuando le presentaron a Mirelle la tarjeta de monsieur Hercule Poirot. Ella la miró preocupada durante un momento y después asintió.
Cuando el detective entró, la encontró paseando por la habitación como una fiera enjaulada. Ella se volvió furiosa.
—¡Bueno! —gritó—. ¿Qué pasa ahora?. ¿No me han torturado ya bastante todos ustedes?. ¿No me han hecho traicionar a mi pobre Derek?. ¿Qué más quiere de mí?.
—Sólo quiero hacerle una pequeña pregunta, mademoiselle. Cuando el tren salió de Lyon y entró usted en el compartimiento de Mrs. Kettering...
—¿Qué está usted diciendo?.
Poirot la miró con un aire de ligero reproche y empezó otra vez.
—Que cuando usted entró en el compartimiento de Mrs. Kettering...
—¡Yo no entré!.
—Y la encontró...
—¡Yo no entré!
—Ah sacre!.
Él se volvió airado y la increpó con tanta violencia que ella retrocedió acobardada.
—¿Es que quiere usted engañarme?. Le aseguro que sé lo que ocurrió aquella noche tan bien como si lo hubiese presenciado. Entró usted en el compartimiento y la encontró muerta. ¡Me consta!. Mentirme a mí es peligroso. Tenga cuidado, mademoiselle Mirelle.