Выбрать главу

—Nada —contestó Katherine—, pero ¿le importaría que él viniese a verme?.

—Yo me lavo las manos. He cumplido con mi deber y, si pasa algo, allá usted. ¿Quiere que venga a comer o a cenar?. Me parece que Ellen podría apañárselas con la cena, siempre que no se ponga nerviosa.

—Lo mejor será que venga a comer. Es usted muy bondadosa, miss Viner. En la carta me pide que le llame, de modo que voy a hacerlo y le diré que estamos encantadas de que venga a comer con nosotras. Vendrá en coche desde Londres.

—Ellen prepara un filete con tomates asados pasable —comentó miss Viner—.No es ninguna maravilla, pero es lo único que prepara más o menos bien. Hay que descartar las tartas porque no tiene mano para la repostería, pero el pudding no le sale del todo mal. También podría usted comprar un trozo de queso de Stilton. Tengo entendido que a los caballeros les gusta mucho el Stilton y todavía queda gran parte de la bodega de mi padre. Tal vez lo más indicado sea una botella de Mosela.

—¡Oh, no, miss Viner, no es necesario todo eso!.

—Tonterías, hija mía. Ningún caballero es feliz si no bebe algo con la comida. También hay un whisky de antes de la guerra, si cree que lo preferirá. Vamos, haga lo que le digo y no discuta. La llave de la bodega está en el tercer cajón de la cómoda, a la izquierda, metida en el segundo par de medias.

Katherine se dirigió obediente a buscar la llave en el lugar señalado.

—En el segundo par, he dicho. En el primero están mis pendientes de brillantes y mi broche de filigrana.

—¡Oh! —dijo Katherine un tanto sorprendida—. ¿Quiere usted que los guarde en el joyero?.

Miss Viner soltó un largo y terrorífico bufido

—¡De ninguna manera!. Sé muy bien lo que me hago. Señor, señor, todavía recuerdo cuando mi padre hizo instalar una caja fuerte en el sótano. Estaba orgullosísimo de ella y le dijo a mi madre: «Ahora, Mary, me traerás cada noche las joyas del joyero y yo las guardaré en la caja fuerte.» Mi madre era una mujer de mucho tacto y sabía que a los hombres les gusta que se haga lo que ellos dicen, y le traía el joyero para que lo guardara como había dicho.»

Una noche entraron ladrones en casa y, naturalmente, lo primero que hicieron fue buscar la caja fuerte como era de esperar. Mi padre había hablado tanto en el pueblo de su caja fuerte y la había alabado tanto, que cualquiera hubiese creí-do que guardaba en ella los diamantes del rey Salomón. Los ladrones se lo llevaron todo: las copas de plata, la bandeja de oro que le habían regalado a mi padre y el joyero.

Miss Viner suspiró nostálgica.

—Mi padre estaba desesperado por las joyas de mi madre. Entre ellas había un magnífico collar veneciano, algunos preciosos camafeos, unos corales rosas y dos sortijas con diamantes de buen tamaño. Al fin, claro está, siendo una mujer sensible, tuvo que decirle que había guardado todas las joyas entre dos corsés y que seguían allí bien seguras.

—¿Y el joyero estaba vacío?.

—¡Oh, no!. Hubiera pesado muy poco Mi madre era una mujer muy inteligente y se ocupó de eso. El joyero estaba lleno de botones y era muy práctico. En el primer cajetín estaban los botones grandes; en el segundo, los pequeños; y en el fondo, una mezcla de varias clases. Lo curioso fue que mi padre se enfadó con ella. Dijo que no le gustaban los engaños. Pero la estoy entreteniendo. Vaya y llame a su amigo y acuérdese de encargar un buen trozo de filete. Dígale a Ellen que no salga con las medias rotas a servir la mesa.

—¿Se llama Ellen o Helen, miss Viner?. Creía que...

Miss Viner cerró los ojos.

—Puedo pronunciar las haches, querida, tan bien como cualquiera, pero Helen no es un nombre adecuado para una criada. No sé en que se están convirtiendo las madres de las clases bajas.

Cuando Knighton llegó a la casa, la lluvia había cesado. Un pálido rayo de sol caía sobre la cabeza de Katherine, que había salido a la puerta para darle la bienvenida. Él se acercó de prisa con entusiasmo juvenil.

—Espero no molestarla, pero estaba ansioso por volver a verla, miss Grey. Confío en que a su amiga no le disgustará mi visita.

—Entre y hágase amigo suyo —dijo Katherine—. Impresiona un poco, pero tiene un corazón de oro.

Miss Viner estaba sentada majestuosamente en el salón, con un juego completo de los bellos camafeos milagrosamente salvados del robo por su madre. Saludó a Knighton con dignidad y una cortesía tan austera que hubiese encogido el ánimo a muchos hombres. Pero Knighton poseía un encanto difícil de rechazar y, después de unos diez minutos, miss Viner se había amansado visiblemente.

La comida fue muy alegre y Ellen o Helen, con unas medias de seda nuevas sin carreras, hizo prodigios en el servicio. Después, Katherine y Knighton salieron a dar un paseo y regresaron a tomar el té tête-à-tête miss Viner se había ido a descansar.

En cuanto se marchó el coche, Katherine subió lentamente la escalera. Miss Viner la llamó y la joven entró en su dormitorio.

—¿Se ha marchado su amigo?.

—Sí, muchas gracias por haberme permitido que le recibiese aquí.

—No hay de qué. ¿Cree usted acaso que soy una vieja cicatera que no quieren hacer nada por nadie?.

—Lo que creo es que es usted buenísima —dijo Katherine afectuosamente.

—¡Hum! —murmuró conmovida miss Viner.

En el momento en que Katherine iba a salir del cuarto, ella la llamó:

—¿Katherine?.

-¿Sí?.

—Confieso que estaba equivocada respecto a este amigo suyo. Cuando un hombre quiere conseguir algo puede mostrarse cordial, galante o hacerse el simpático a fuerza de pequeñas atenciones. Pero cuando un hombre está realmente enamorado, no puede evitar parecerse a un cordero. Cada vez que ese joven la miraba a usted, parecía un cordero degollado. Por lo tanto, me retracto de todo lo que he dicho esta mañana. Es un hombre sincero.

Capítulo XXXI

La comida de Mr. Aarons

¡Ah! —exclamó Mr. Joseph Aarons satisfecho. Bebió un trago de su jarra, la dejó sobre la mesa con un suspiro, se limpió la espuma de los labios con la servilleta y miró sonriente a su anfitrión, Hercule Poirot.

—A mí que me den un buen trozo de asado de carne y una jarra de cualquier cerveza digna de ese nombre y les regalo todos esos platos de la cocina francesa. Sírvame otro pedazo de esa magnífica carne.

Poirot, que acababa de cumplir con la solicitud, sonrió complacido.

—Tampoco desprecio el pastel de carne y riñones —añadió Mr. Aarons—. ¿Tarta de manzana?. Sí, tomaré la tarta de manzana, señorita, gracias. Y una jarra de crema.

Continuaron comiendo en silencio. Al fin, con un largo suspiro, Mr. Aarón dejó la cuchara y el tenedor, y acabó con un buen pedazo de queso, antes de pasar a ocuparse de otros asuntos.

—Creo que usted mencionó un pequeño asunto, monsieur Poirot. Estoy dispuesto a hacer lo que pueda por ayudarle.

—Es usted muy amable —contestó Poirot—. Me dije: «Si quieres enterarte de cualquier cosa sobre el teatro, hay una persona que sabe todo lo que hay que saber y ese es mi viejo amigo Joseph Aarons.».

—Y no se equivoca usted —afirmó el otro complacido—.

Cualquier cosa que quiera usted saber, ya sea presente, pasada o futura, Joseph Aarons se la dirá.

Précisément!. Ahora quiero preguntarle, monsieur Aarons, ¿Qué sabe de una joven llamada Kidd?.

—¿Kidd?. ¿Kitty Kidd?.

—Sí, la misma.

—Una chica muy inteligente, especializada en personajes masculinos. Cantaba, bailaba... ¿Es ésa?.

—Sí.

—Era muy lista. Ganaba su buen dinero. Siempre tenía trabajo, la mayoría haciendo de hombre, pero era una actriz de reparto de primera categoría.

—Es lo que me habían dicho —comentó Poirot—, pero hace tiempo que no actúa, ¿verdad?.