—Sí, dejó la escena por completo. Se fue a Francia y se echó un novio que era noble o algo así. No creo que vuelva al teatro.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?.
—Déjeme ver. Hace tres años, y créame que fue una verdadera pérdida para la escena.
—¿Tan inteligente era?.
—Una verdadera maravilla.
—¿No sabe usted cómo se llamaba el hombre que conoció en París?.
—Sé que era un gran personaje. Un conde... ¿o era un marqués?. Ahora que lo pienso estoy seguro de que era un marqués.
—¿Y no ha vuelto a saber nada más de ella desde entonces?.
—Ni una palabra. Ni siquiera me he cruzado con ella por casualidad. Seguramente estará viajando en algunos de esos lugares de postín extranjeros, portándose como una verdadera marquesa. Y estoy seguro de que hará su papel de maravilla.
—Ya veo —dijo pensativamente Poirot.
—Siento mucho no poderle decir nada más, monsieur Poirot —dijo Aarón—. Si necesita cualquier cosa más, por favor, dígamelo. Nunca olvidaré el favor que me hizo.
—No se preocupe, estamos en paz. Usted también me ha hecho un favor importantísimo.
—Favor con favor se paga —exclamó Mr. Aarón.
—Tiene usted una profesión muy interesante —siguió Poirot.
—Sí, así es —replicó Mr. Aaron con un tono indiferente—. En general no me puedo quejar, pero hay que estar siempre alerta, porque nunca se sabe con seguridad lo que le gustará al público.
—La danza parece que ha estado en alza durante los últimos años —murmuró Poirot.
—A mí, la verdad, el ballet ruso no me dice nada, pero a la gente le gusta. Para mí es demasiado culto.
—Conocí en la Riviera a una bailarina, mademoiselle Mirelle.
—¿Mirelle?. Sí, es muy famosa. Siempre hay algún primo que carga con sus gastos. Pero aparte de eso, la chica sabe bailar. La he visto y sé lo que me digo. Nunca he tenido mucho trato con Mirelle, pero he oído decir que es terrorífico trabajar con ella. Pataletas y berrinches continuos.
—Sí —dijo Poirot pensativo—, ya me lo imagino.
—¡Temperamento! —exclamó Mr. Aarons—. ¡Temperamento!. Así es como le llaman ellas. Mi esposa fue bailarina antes de casarse conmigo y doy gracias de que nunca tuvo temperamento. Uno no quiere temperamento en su casa, monsieur Poirot.
—Estoy de acuerdo, amigo mío; allí está fuera de lugar.
—Las mujeres han de ser apacibles, bondadosas y buenas cocineras.
—Hace poco que actúa Mirelle, ¿verdad? —preguntó Poirot.
—Unos dos años y medio, nada más. Fue un duque francés quien la lanzó. Dicen por ahí que ahora está liada con el primer ministro de Grecia. Esos tipos son los que se enriquecen a la chita callando.
—Eso es nuevo para mí —dijo Poirot.
—Mirelle no es de las que esperan sentadas. Dicen que el joven Kettering asesinó a su esposa por ella. No me extrañaría nada. Ahora, él está en la cárcel y ella tuvo que apañárselas, y reconozco que se ha espabilado muy bien. También dicen que lleva un rubí como un huevo de paloma. Nunca he visto un huevo de paloma, pero asi es como los llaman en las novelas.
—¡Un rubí como un huevo de paloma! —exclamó Poirot y sus ojos verdes centellearon—. ¡Qué interesante!.
—Me enteré por una amiga —dijo Aarons—. Pero bien podría ser un trozo de vidrio de colores. Estas mujeres son todas iguales. Siempre inventando historias fantásticas sobre sus joyas. Mirelle va por ahí diciendo que la piedra tiene una maldición. Creo que la llama «Corazón de fuego».
—Si mal no recuerdo, el rubí que llaman «Corazón de fuego» es la piedra mayor de un célebre collar.
—¿Lo ve usted?. Lo que le decía. A las mujeres les encanta mentir sobre sus joyas. Ésta es una sola piedra que lleva colgada al cuello con una cadena de platino. Pero me apuesto doble contra sencillo a que es falsa.
—No —replicó Poirot en voz baja—. No sé por qué me parece que no se trata de una piedra falsa.
Capítulo XXXII
Katherine y Poirot cambian impresiones
La encuentro muy cambiada, mademoiselle Grey —dijo Poirot de pronto. Él y Katherine ocupaban una mesa del Hotel Savoy de Londres.
—Sí, ha cambiado —insistió.
—¿En qué sentido?.
—Mademoiselle, estos matices son difíciles de explicar.
—Me he hecho mayor.
—Sí, se ha hecho mayor, pero no quiero decir que ahora tiene arrugas y patas de gallo. Cuando nos conocimos, mademoiselle era una espectadora. Tenía el aire tranquilo y divertido de quien contempla el espectáculo desde la barrera.
—¿Y ahora?.
—Ahora ya no mira. Tal vez diga una cosa absurda, pero tiene el aire alerta de un luchador que se enfrenta a un combate difícil.
—La anciana a quien cuido —comentó Katherine con una sonrisa— a veces se pone difícil, pero le aseguro que no libro combates a muerte con ella. Tiene usted que ir a verla algún día, monsieur Poirot. Creo que usted es de las personas que sabrían admirar su coraje y su espíritu.
Guardaron silencio mientras el camarero les servía pollo en casserole. En cuanto se retiró, Poirot dijo:
—¿Me ha oído usted hablar alguna vez de mi amigo Hastings?. Él dice que soy una ostra humana. Eh bien, en usted, Mademoiselle, he encontrado a mi semejante. Usted, mucho más que yo, va por libre.
—Tonterías —replicó Katherine con un tono despreocupado.
—Hercule Poirot nunca dice tonterías. Es como yo digo.
Hubo un silencio que Poirot rompió con una pregunta.
—¿Ha visto usted a alguno de nuestros amigos de la Riviera desde su regreso, mademoiselle?.
—Sí, he visto al comandante Knighton.
—¡Aja! Knighton, ¿eh?.
Algo en los ojos chispeantes del detective hizo que la joven bajara la mirada.
—¿Entonces Mr. Van Aldin permanece en Londres?.
—Sí.
—Debo visitarlo mañana o pasado.
—¿Tiene alguna noticia para él?.
—¿Por qué lo pregunta?.
—No, por nada.
Él la miró con atención.
—Me parece que desea preguntarme muchas cosas. ¿Y por qué no?. ¿No es el misterio del Tren Azul nuestro román policier?.
—Sí, me gustaría hacerle algunas preguntas.
—Eh bien.
Katherine le miró con un súbito aire de decisión.
—¿Qué ha estado haciendo en París, monsieur Poirot?.
El detective esbozó una sonrisa.
—Pues... visitar la embajada rusa.
—¡Oh!.
—Ya sé que eso no le dice a usted nada. Pero no seré la ostra humana. Pondré mis cartas sobre la mesa, algo que nunca harían las ostras. Supongo que sospecha que no estoy satisfecho con el caso contra Derek Kettering.
—Eso es lo que me estaba preguntando. En Niza, creía que había acabado con el caso.
—No me está diciendo todo lo que piensa, mademoiselle. Pero lo admito todo, fueron mis investigaciones las que llevaron a Derek Kettering donde está ahora. De no haber sido por mí, el juez estaría todavía esforzándose inútilmente en achacarle el crimen al conde de la Roche. Eh bien, mademoiselle, no me arre-piento de lo que he hecho. Mi obligación es la de descubrir la verdad y ella me ha llevado hasta Mr. Kettering. ¿Pero se acaba allí?. La policía cree que sí, pero yo, Hercule Poirot, no estoy satisfecho. —Se interrumpió bruscamente y después preguntó—: ¿Ha tenido usted noticias de Lenox Tamplin?.
—Sólo una breve carta. Creo que está disgustada conmigo por haber regresado a Inglaterra.
Poirot asintió.
—Tuve una entrevista con ella la noche que arrestaron a monsieur Kettering. Fue una conversación muy interesante en más de un aspecto.
De nuevo guardó silencio y Katherine le dejó pensar.