-¿Qué?.
Los dos hombres se miraron estupefactos.
—Supongamos, repito, que Derek Kettering no mató a su esposa.
—¿Está usted loco, monsieur Poirot? —gritó Van Aldin.
—No, no estoy loco. Quizá sea algo excéntrico, algunas lo dicen, pero respecto a mi profesión, soy la cordura personificada. Ahora le pregunto, monsieur Van Aldin: ¿Se alegraría usted de que su yerno no fuera un asesino?.
Van Aldin le miro con fijeza.
—Naturalmente que me alegraría —dijo al fin—. ¿Se trata de una simple suposición o hay algo de verdad en lo que acaba de decir?.
Poirot miró al techo.
—Hay una probabilidad de que, después de todo, sea el conde de la Roche. Al menos he conseguido desbaratar su coartada.
—¿Cómo lo ha logrado usted?.
El detective se encogió de hombros con modestia.
—Tengo mis métodos. Con un poco de tacto y otro poco de atención, se llega a esclarecer todo.
—Pero los rubíes —indicó Van Aldin—, los rubíes que tenía el conde en su poder eran falsos.
—Y él, claro, sólo hubiese cometido el crimen para apoderarse de los legítimos. Pero olvida usted un detalle, Mr. Van Aldin, y es que, en el asunto de los rubíes, algún otro ladrón pudo adelantarse al conde.
—Entonces esta es una teoría absolutamente nueva —exclamó Knighton.
—¿Y usted cree de verdad todo este enredo, monsieur Poirot? —preguntó el millonario.
—La cosa no está aún probada —respondió en voz baja Poirot—. De momento, es sólo una teoría, pero le diré una cosa: vale la pena investigar estos hechos. Usted, Mr. Van Aldin, debería acompañarme al sur de Francia y ayudarme en las investigaciones.
—¿Cree usted que es realmente necesario que vaya yo?.
—Creía que ese sería su deseo —replicó Poirot.
Había un cierto reproche en el tono del detective que no escapó al millonario.
—Sí, sí, desde luego —se apresuró a decir Van aldin—. ¿Cuándo quiere usted que salgamos?.
—Recuerde que tiene usted ahora muchos asuntos pendientes, señor —murmuró Knighton.
Pero el millonario ya había tomado su decisión y desechó la objeción de su secretario.
—Este asunto me interesa mucho más —respondió—. Bien, monsieur Poirot, mañana. ¿En qué tren?.
—Viajaremos en el Tren Azul —dijo Poirot con una sonrisa.
Capítulo XXXIV
De nuevo en el tren azul
El tren de los millonarios, como lo denominaban, tomó una curva a velocidad vertiginosa. Van Aldin, Knighton y Poirot permanecían sentados en silencio. Knighton y Van Aldin tenían compartimientos contiguos, como hicieran Ruth Kettering y su doncella en aquel fatídico viaje. El compartimiento de Poirot estaba en el mismo vagón, pero un poco más allá. El viaje resultaba terriblemente depresivo para Van Aldin, porque reavivaba sus recuerdos más dolorosos. Poirot y Knighton hablaban en voz muy baja para no molestarle.
Cuando el tren detuvo su lento pasaje por la ceinture de París en la Gare de Lyon, Poirot desplegó una gran actividad. Entonces Van Aldin comprendió que parte del objetivo al viajar en este tren, era el intento de reconstruir el crimen. Él solo interpretó todos los papeles. Fue sucesivamente la doncella, encerrada de prisa en su compartimiento, Mrs. Kettering reconociendo con sorpresa y un poco de ansiedad a su marido, y Derek Kettering descubriendo que su esposa viajaba en el tren. También probó varias posibilidades, como la mejor manera de ocultarse en el segundo compartimiento .
De pronto, pareció asaltarle una idea. Cogió a Van Aldin del brazo.
—Mon dieu, eso es algo que no había pensado!. ¡Debemos interrumpir el viaje aquí mismo en París!. ¡Rápido!. ¡Rápido!. ¡Bajemos enseguida!.
Recogió las maletas y saltó al andén. Van Aldin y Knighton, sorprendidos pero obedientes, le siguieron. El millonario que ya se había formado una opinión de la habilidad de Poirot, se resistía a cambiarla.
Los detuvieron en la barrera de salida. Los billetes estaban en poder del conductor del vagón, un hecho que los tres habían olvidado.
Las rápidas y apasionadas explicaciones de Poirot no hicieron el menor efecto en el impasible funcionario.
—Terminemos de una vez —dijo Van Aldin bruscamente—. Supongo que tiene usted prisa, monsieur Poirot. Vamos, pague los billetes desde Calais y salgamos cuanto antes de aquí para hacer lo que sea que tiene pensado.
Pero Poirot se había quedado mudo de pronto. Parecía haberse vuelto de piedra. Mantenía los brazos abiertos en un gesto apasionado como si de repente le hubiera dado un ataque de parálisis.
—¡He sido un imbécil! —explicó sencillamente—. Ma foi, no sé lo que me pasa últimamente. Volvamos al tren y continuemos tranquilamente nuestro viaje. Con un poco de suerte, el tren no se habrá marchado todavía.
Tuvieron el tiempo justo para alcanzarlo. El tren se puso en marcha cuando Knighton, que era el último de los tres, saltó a la escalerilla.
El conductor les regañó amablemente y les ayudó a llevar las maletas de vuelta a los compartimientos. Van Aldin no dijo nada, aunque se veía claramente que estaba disgustado con la extraordinaria conducta de Poirot. Al quedarse por un momento a solas con Knighton, le comentó:
—Estamos haciendo el idiota. Ese hombre ha perdido el control. Es inteligente, pero cuando un hombre pierde la cabeza y comienza a correr de aquí para allí como un conejo asustado ya no sirve para nada.
Poirot se presentó al poco rato y se deshizo en humildes excusas. Se le veía tan deprimido que hubiera sido cruel abrumarle con reproches. Van Aldin aceptó las disculpas y evitó con esfuerzo hacer comentarios.
Después de cenar, ante la sorpresa de sus compañeros, Poirot propuso que pasaran los tres la noche sentados en el compartimiento de Van Aldin.
El millonario le miró con curiosidad.
—¿Nos oculta algo, monsieur Poirot?.
—¿Yo? —dijo Poirot con inocencia—. ¡Qué ocurrencia!.
Van Aldin guardó silencio, pero no quedó satisfecho. Le dijeron al conductor que no hiciese las camas. Si le produjo alguna sorpresa la solicitud no lo manifestó al recibir la espléndida propina de Van Aldin. Los tres hombres se sentaron en silencio. El detective parecía inquieto y no cesaba de moverse. De pronto, se volvió hacia el secretario.
—Comandante Knighton, ¿está cerrada la puerta de su compartimiento?. Me refiero a la del pasillo.
—Sí, la acabo de cerrar hace un momento.
—¿Está usted seguro?.
—Si usted quiere iré a cerciorarme —dijo Knighton con una sonrisa.
—No, no se moleste, iré yo mismo.
Entró en el compartimiento contiguo por la puerta de comunicación y volvió unos segundos después asintiendo satisfecho.
—Sí, estaba cerrada, tenía usted razón. Perdone las tonterías de un viejo.
Cerró la puerta de comunicación y volvió a su sitio en el rincón del lado derecho.
Pasaron las horas. Los tres hombres dormitaban inquietos y, de vez en cuando, se despertaban sobresaltados. Seguramente era la primera vez que tres personas pagaban el pasaje de uno de los trenes más lujoso para después pasar la noche en las peores condiciones. De cuando en cuando, Poirot miraba su reloj, asentía y volvía a cabecear.
Una vez se levantó para abrir la puerta de comunicación, miró en el interior del compartimiento, para después volver a sentarse meneando la cabeza.
—¿Qué pasa? —susurró Knighton—. Espera que ocurra alguna cosa, ¿verdad?.
—Son los nervios —confesó Poirot—. Estoy sobre ascuas. Cualquier ruidito me hace saltar.
Knighton bostezó.
—¡Vaya viaje!. Supongo que usted sabe lo que hace, monsieur Poirot.
Se acomodó lo mejor que pudo para dormir. Él y el millonario acababan de dormirse cuando Poirot, después de mirar por centésima vez el reloj, se inclinó hacia el millonario y le tocó el hombro.