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—¿Qué quieres decir?.

—Pues... —se detuvo otra vez para escoger cuidadosamente las palabras—... puede que no se avenga a esa solución.

El millonario torció el gesto.

—¿Quieres decir que pondrá trabas al divorcio?. ¡Que lo haga!. Pero estás muy equivocada. No luchará. Cualquier abogado le dirá que no tiene posibilidad alguna.

—¿No crees que quizá —vaciló— sólo por puro rencor, intente ponerme en una situación comprometida?.

—¿Supones entonces que se opondrá? —Van Aldin meneó la cabeza un tanto asombrado—. Verás, necesitaría tener alguna prueba en contra tuya.

Ruth no contestó. El millonario la miró con ansia.

—Vamos, Ruth, dime lo que te pasa. A ti te preocupa algo. ¿Qué es?.

—Nada, nada.

Pero su voz no tenía seguridad.

—Temes la publicidad, ¿verdad?. Bueno, pues déjalo de mi cuenta. Ya procuraré yo por todos los medios que no se hable de ello.

—Bien, papá, si tú crees que es lo mejor que se puede hacer.

—¿Es que sientes todavía algún cariño por ese hombre, Ruth?. ¿Es eso?.

—No.

Pronunció el monosílabo sin la menor vacilación, cosa que satisfizo a Van Aldin, quien palmeó cariñosamente el hombro de su hija.

—Todo irá bien, chiquilla. No te preocupes. Y ahora, a olvidarlo todo. Te he traído un regalo de París, ¿sabes?.

—¿Para mí?. ¿Es algo muy bonito?.

—Espero que te lo parecerá —contestó el padre sonriendo.

Sacó el paquete del bolsillo del abrigo y se lo tendió a la joven. Ésta lo desenvolvió rápidamente, abrió el estuche y lanzó una exclamación de alegría. Sentía una gran pasión por las joyas.

—¡Papá, son maravillosos!.

-Se apartan de lo vulgar ¿verdad? —dijo el millonario satisfecho—. ¿Te gustan?.

—¡Que si me gustan!. Papá, son únicos. ¿De dónde los has sacado?.

Van Aldin sonrió.

—¡Ah!. Es un secreto. Se los he comprado a un particular. Son muy famosos. ¿Ves la piedra grande del centro?. Tal vez hayas oído hablar de ella; es el histórico «Corazón de fuego».

—¡«Corazón de fuego»! —repitió Mrs. Kettering.

Había sacado las piedras del estuche y las sostenía sobre su pecho. El millonario la miraba pensando en las mujeres que habían lucido aquella joya. Las angustias, las envidias, los celos. El «Corazón de fuego», como todas las piedras famosas había dejado tras de sí un rastro de tragedia y violencia. Sostenido en la firme mano de Ruth Kettering parecía haber perdido su diabólico poder. Con su frío equilibrio, esta mujer de Occidente parecía la negación de la tragedia o de la pasión incendiaria. Ruth devolvió las piedras al estuche; luego, se levantó de un salto y se abrazó al cuello de su padre.

—¡Oh, gracias, papá, muchas gracias!. ¡Son maravillosos!. Me has hecho un regalo estupendo.

—Está bien —dijo Van Aldin, y le palmeó el hombro—. Ya sabes, Ruth, que tú lo eres todo para mí.

—¿Te quedarás a cenar, verdad, papá?.

—No lo creo. Tú tenías un compromiso, ¿no es así?.

—Sí, pero puedo excusarme, no es nada importante.

—No, vete tranquila. Yo también tengo bastante que hacer. Te veré mañana. Quizá te telefonee; podríamos encontrarnos en el bufete de Galbraith.

Galbraith, Galbraith, Cuthbertson & Galbraith eran los abogados de Van Aldin en Londres.

—Muy bien papá. Supongo... —dudó un momento— que esto no me impedirá ir a la Riviera ¿verdad?.

—¿Cuándo piensas irte?.

—El día catorce.

—Puedes irte tranquila. Esos trámites llevan mucho tiempo. Por cierto, Ruth, yo en tu lugar no me llevaría los rubíes de viaje. Guárdalos en el banco.

Mrs. Kettering asintió.

—No quiero que te roben y asesinen por culpa del «Corazón de fuego» —bromeó el millonario.

—Sin embargo, tú lo llevabas en el bolsillo —replicó sonriendo su hija.

—Sí... —se detuvo.

Aquella desacostumbrada vacilación atrajo la atención de su hija.

—¿Que te pasa, papá?.

—Nada —contestó él sonriente—. Recordaba una aventurilla que me ocurrió en París.

—¿Una aventura?.

—Sí, la noche que compré las piedras. —Señaló el estuche.

—¡Oh, cuéntamela!.

—No tiene importancia, Ruth. Unos apaches se quisieron pasar de listos. Les disparé y salieron huyendo. Eso es todo.

Ella le miró con orgullo.

—Eres un tipo duro, papá.

—¿Verdad que sí?.

La besó cariñosamente y se marchó. En cuanto llegó al Savoy, dio una breve orden a Knighton.

—Busque enseguida a un hombre llamado Goby; encontrará su dirección en mi agenda. Que esté aquí mañana a las nueve y media.

—Bien, señor.

—También quiero ver a Mr. Kettering. De con su paradero. Tal vez esté en su club; arrégleselas para que mañana por la mañana pueda hablar con él. Que venga aquí sobre las doce. Esos tipos no suelen ser madrugadores.

El secretario asintió. Van Aldin se puso en manos de su ayuda de cámara. El baño estaba dispuesto y, mientras se sumergía voluptuosamente en el agua caliente, sus pensamientos volvieron hacia la conversación que había sostenido con su hija. Estaba satisfecho. Hacía mucho tiempo que había visto el divorcio como solución posible. Ruth había aceptado la proposición con más tranquilidad de lo que él había supuesto. Sin embargo, a pesar de su consentimiento, experi-mentaba una vaga sensación de malestar. En el proceder de su hija había algo que no era natural. Frunció el entrecejo.

—Tal vez todo sea imaginación mía —murmuró—, pero estoy seguro de que hay algo que no ha querido decirme.

Capítulo V

Un hombre útil

Rufus Van Aldin había terminado su frugal desayuno, compuesto de café y tostadas, que era lo que tomaba siempre, cuando Knighton entró en la habitación.

—Mr. Goby está abajo, señor. Desea verle.

El millonario miró el reloj. Eran las nueve y media.

—Bien; que suba.

Poco después entraba Mr. Goby en el salón. Era un hombre menudo, mayor, mal vestido, cuya mirada iba de un lado a otro sin detenerse nunca en su interlocutor.

—Buenos días, Goby —saludó el millonario—. Siéntese.

—Gracias, Mr. Van Aldin.

Goby se sentó con las manos sobre las rodillas y clavó su mirada en el radiador de la calefacción.

—Tengo un trabajo para usted.

—Muy bien, Mr. Van Aldin.

—Como usted sabe seguramente, mi hija está casada con el honorable Derek Kettering.

Mr. Goby transfirió su mirada del radiador al cajón izquierdo de la mesa escritorio, a la vez que se permitía una humilde sonrisa. Goby estaba enterado de infinidad de cosas, pero le disgustaba confesarlo.

—Por consejo mío, mi hija va a presentar una demanda de divorcio. Eso, desde luego, es asunto de un abogado; pero, por motivos particulares, quiero la más amplia y completa información posible...

Mr. Goby contempló el techo y murmuró:

—¿De la vida de Mr. Kettering?.

—Eso es.

—Muy bien, Mr. Van Aldin.

Goby se puso de pie.

—¿Cuándo la tendrá usted lista? —preguntó el millonario.

—¿Le corre a usted prisa, señor?. Por supuesto que sí.

Goby sonrió comprensivo a la chimenea.

—¿Le parece a usted bien esta tarde a las dos?.

—Perfectamente. Buenos días, Goby.

—Buenos días, señor.

—Ése es un hombre muy útil —le comentó Van Aldin a su secretario, que había entrado al salir Goby—. En su especialidad es un as.

—¿Y qué especialidad es la suya?.

—La información. Dele veinticuatro horas y le pondrá al corriente de la vida privada del arzobispo de Canterbury.

—Un sujeto útilísimo —corroboró Knighton con una sonrisa.

—Su ayuda me ha sido valiosísima en un par de ocasiones —explicó Van Aldin—. Ahora, Knighton, a trabajar.