—¿Qué pasa? —preguntó Van Aldin sobresaltado.
—Dentro de cinco o diez minutos llegaremos a Lyon.
—¡Dios mío! —El rostro de Van Aldin se veía pálido y ojeroso en la penumbra—. ¡Esta debió ser más o menos la hora en que asesinaron a la pobre Ruth!.
Se quedó mirando al vacío. Sus labios temblaban mientras evocaba la terrible tragedia que había deshecho su vida. Se oyó el ruido de los frenos y el tren aminoró la marcha y se detuvo en Lyon. Van Aldin bajó la ventanilla y asomó la cabeza.
—Sino fue Derek y su nueva teoría es correcta, ¿fue aquí dónde el hombre bajó del tren? —preguntó por encima del hombro.
Vio sorprendido que Poirot meneaba la cabeza.
—No —dijo pensativo—, aquí no se bajó ningún hombre. En cambio, creo que quizá lo hizo una mujer.
Knighton lanzó una exclamación.
—¿Una mujer? —preguntó Van Aldin con viveza.
—Sí, una mujer —asintió Poirot—. Quizá no lo recuerde usted, pero miss Grey habló en su declaración de un muchacho con gorra y abrigo que bajó al andén con la aparente intención de estirar las piernas. Yo creo que aquel muchacho probablemente era una mujer.
—Pero, ¿quién era esa mujer?.
El rostro de Van Aldin expresaba incredulidad, pero Poirot contestó seria y categóricamente.
—Su nombre o el nombre por el que se la conoció durante muchos años es Kitty Kidd; pero usted, monsieur Van Aldin, la conoce por otro nombre: el de Ada Masón.
Knighton se levantó de un salto.
—¿Qué? —exclamó.
Poirot se volvió hacia él.
—¡Ah! Antes de que se me olvide...
Sacó algo de un bolsillo y se lo tendió al secretario.
—Permítame ofrecerle un cigarrillo de su pitillera. Fue una verdadera imprudencia por su parte perderla cuando subió usted al tren en la ceinture de París.
Knighton le miró estupefacto. Luego hizo un movimiento, pero Poirot le contuvo con un ademán.
—No se mueva usted —dijo con voz sedosa—. La puerta del compartimiento vecino está abierta y desde allí le vigilan. Yo mismo la abrí cuando salimos de París, y nuestros amigos policías están dentro para impedirle la huida. Supongo que ya sabrá usted que la policía francesa lo busca, comandante Knighton, o debo decir El Marqués.
Capítulo XXXV
Explicaciones
¿Explicaciones?. Poirot sonrió. Compartía la mesa con Van Aldin, en el reservado del millonario en el Negresco. Tenía delante a un hombre aliviado, pero intrigadísimo. Poirot se recostó en la silla, encendió uno de sus minúsculos cigarrillos y miró el techo pensativo.
—Sí, le daré una explicación. Empezaré por lo que más me intrigó. ¿Sabe qué fue?. El rostro desfigurado. Es algo que aparece con cierta frecuencia cuando se investiga un crimen y provoca inmediatamente dudas sobre la identidad de la víctima. Esto, naturalmente, fue lo primero que se me ocurrió a mí. ¿La mujer muerta era en realidad Mrs. Kettering?. La declaración de miss Grey despejó toda duda. La muerta era Ruth Kettering.
—¿Cuándo empezó usted a sospechar de la doncella?.
—Tardé algún tiempo, pero un pequeño detalle me hizo sospechar de ella: la pitillera encontrada en el compartimiento y que nos dijo que Mrs. Kettering se la había regalado a su marido. Aquello era muy improbable a la vista de la situación de su matrimonio. Esto despertó mis dudas sobre la veracidad de las declaraciones de Ada Masón. También había que considerar el hecho sospechoso de que ella sólo llevaba dos meses al servicio de su señora. Desde luego no parecía que tuviese nada que ver con el crimen, porque la habían dejado en París y a Mrs. Kettering la habían visto con vida varias personas después, pero...
Poirot se inclinó hacia delante. Levantó el dedo índice y lo movió con énfasis ante el rostro de Van Aldin.
—Pero soy un buen detective. Sospecho siempre. No hay nada ni nadie de quien no sospeche. No creo nada de lo que se me dice, me pregunté: ¿Cómo sabemos que Ada Masón se quedó en París?. En un principio, la respuesta a esa pregunta parecía satisfactoria. Teníamos la declaración de su secretario, el comandante Knighton, una persona ajena, cuyo testimonio se suponía por completo imparcial, y las palabras que le dijo Mrs. Kettering al conductor. Pero de momento prescindí de este último punto una idea muy curiosa, una idea quizá fantástica e imposible comenzó a crecer en mi cabeza. Si por casualidad resultaba cierta, aquel testi-monio era inútil.
«Entonces me encontré con el principal obstáculo de mi teoría: la declaración del comandante Knighton, que había visto a Ada Masón en el Ritz poco después de haber salido de París el Tren Azul. Esta declaración parecía concluyente. Sin embargo, al examinar los hechos más a fondo, descubrí dos cosas. Primera: que por una extraña coincidencia él también llevaba exactamente dos meses a su servicio. Segunda, que su inicial era la misma: la «K». Entonces se me ocurrió hacer una suposición, solo una suposición: que la pitillera encontrada en el vagón fuera suya. Entonces si Ada Masón y Knighton estaban de acuerdo, resultaba lógico que, al reconocer ella la pitillera, contestara como lo hizo. Al cogerla desprevenida, tuvo que inventar una historia que acusaba a Derek. Bien entendu que aquella no era la idea original. Al conde de la Roche se le escogió como cabeza de turco. Por eso Ada Masón no quiso reconocerlo, por si tenía alguna coartada.
»Ahora recuerde usted lo que sucedió el día de mi último interrogatorio a la doncella y se dará cuenta de un hecho muy significativo. Le sugerí que el hombre que ella había visto no era el conde de la Roche, sino Derek Kettering. De momento, persistió en sus dudas, pero en cuanto llegué a mi hotel me telefoneó usted para comunicarme que la doncella, después de hacer memoria, estaba convencida de que el hombre en cuestión era Derek Kettering. Yo ya esperaba algo por el estilo. Esta repentina seguridad no tenía más que una explicación. Ada Masón había consultado con alguien y recibió instrucciones, de acuerdo con las cuales procedió. ¿Quién le dio tales instrucciones?. El comandante Knighton. Y había otro pequeño detalle que podía o no significar mucho. En una conversación casual, Knighton había mencionado un robo de joyas ocurrido en Yorkshire en la que él se encontraba de visita. Quizás una mera coincidencia o un pequeño eslabón de la cadena.
—Pero hay algo que no entiendo, monsieur Poirot —dijo Van Aldin—. Debe ser porque soy torpe, porque sino me hubiera dado cuenta antes. ¿Quién fue el hombre que habló con mi hija en París?. ¿Derek Kettering o el conde de la Roche?.
—Eso es lo más sencillo de todo el asunto. No había ningún hombre. Ah, mille tonnerres!. Es muy astuto. ¿Quién nos habla de ese hombre?. Únicamente Ada Masón. Y creemos a Ada Masón porque Knighton nos confirma que la vio en París.
—Pero Ruth le dijo al conductor que había dejado a su doncella en París —protestó Van Aldin.
—¡Ah! Ahora llego a eso. Tenemos la declaración de Mrs. Kettering, pero por otro lado no tenemos nada, porque una muerta no puede hablar. No se trata de lo que dijo ella, sino de lo que dijo el conductor, lo cual es muy distinto.
—Entonces, ¿cree usted que el conductor mintió?.
—¡No, no!. El hombre contó lo que para él era verdad. Pero la mujer que le dijo que había dejado a su doncella en París, no era Mrs. Kettering.
Van Aldin le miró asombrado.
—Monsieur Mr. Van Aldin, Ruth Kettering estaba muerta antes de que el tren entrara en la Gare de Lyon. Fue Ada Masón quien, vestida con las inconfundibles ropas de su señora, la que compró la cesta de víveres e hizo aquella necesaria declaración al conductor.