Hubo un largo silencio; luego, el millonario tendió su mano a Poirot por encima de la mesa.
—Supongo que usted sabe lo que esto significa para mí, monsieur Poirot —dijo con voz ronca—. Esta misma mañana le enviaré un cheque, pero ningún cheque del mundo podría expresarle el agradecimiento que siento hacia usted por lo que ha hecho. Es usted el hombre más grande que he conocido. Siempre será usted único.
Poirot se puso de pie y abombó el pecho.
—Yo no soy más que Hercule Poirot —dijo modestamente—. Como usted dice, sí, en mi clase soy un gran hombre, como usted también lo es en la suya. Estoy muy satisfecho de haberle podido servir. Y ahora, con su permiso, voy a repo-nerme de la fatiga del viaje. Es una pena que mi excelente Georges no esté conmigo.
En el vestíbulo del hotel se encontró a un amigo, al venerable Papopolous, a quien acompañaba su hija.
—Le creía a usted fuera de Niza, monsieur Poirot —murmuró el griego, mientras estrechaba calurosamente la mano que le tendía el detective.
—Las obligaciones me han hecho volver, mi querido Papopolous.
—¿Las obligaciones?.
—Sí, las obligaciones. A propósito, espero mi querido amigo, que ya esté mejor de salud.
—Sí, me encuentro mucho mejor. Mañana mismo volveremos a París.
—No sabe usted cuánto me alegro de tan buena noticia. Confio en que no habrá usted arruinado del todo al ex primer ministro griego.
-¿Yo?.
—Tengo entendido que le ha vendido usted un rubí maravilloso, que, aquí entre nous, luce mademoiselle Mirelle, la bailarina. ¿Es cierto?.
—Sí —murmuró Mr. Papopolous—, ésa es la pura verdad.
—Un rubí muy parecido al famoso «Corazón de fuego».
—Sí, tiene cierto parecido —dijo el griego despreocupadamente.
—Tiene usted unas manos maravillosas para las joyas, Mr. Papopolous, le felicito. Mademoiselle Zia, su partida me llena de desconsuelo. Esperaba poder verla un poco más ahora que he terminado mi trabajo.
—¿Sería una indiscreción preguntarle cuál era ese trabajo? —preguntó el griego.
—¡En absoluto, no faltaba más!. Acabo de echarle el guante a El Marqués.
Una expresión distante apareció en el noble rostro de monsieur Papopolous.
—¿El Marqués?. Me suena ese nombre... En fin, no puedo recordarlo.
—No se moleste usted, estoy seguro que no lo conoce. Se trata de un célebre criminal y ladrón de joyas. Acaba de ser detenido por el asesinato de la dama inglesa, madame Kettering.
—¿De veras?. ¡Qué interesantes son esas cosas!.
Se despidieron cortésmente y, cuando Poirot se hubo alejado, Papopolous se volvió hacia su hija.
—Zia, ese hombre es el mismo diablo —afirmó convencido.
—A mí me gusta.
—A mí también, pero de todos modos, es el diablo en persona.
Capítulo XXXV
Junto al mar
La mimosa, que empezaba a marchitarse, impregnaba el aire de un olor poco grato. Las grandes matas de rosados geranios entrelazados en la balaustrada de Villa Marguerite y los claveles del jardín, saturaban el ambiente de un denso y delicioso aroma. El azul del Mediterráneo era mas intenso que de costumbre.
Poirot estaba sentado en la terraza con Lenox Tamplin. Acababa de contarle la misma historia que dos días antes le habla explicado a Van Aldin.
Lenox le había escuchado absorta, con el entrecejo fruncido y los ojos sombríos. Cuando Poirot terminó, dijo sencillamente:
—¿Y Derek?.
—Ayer fue puesto en libertad.
—¿Dónde está ahora?.
—Salió de Niza ayer noche.
—¿Ha ido a St. Mary Mead?.
—Sí.
Hubo una pausa.
—Me equivoqué con Katherine —señaló Lenox—. Creí que no le quería.
—Miss Grey es muy reservada. No confía en nadie.
—Al menos podría haber confiado en mí —dijo Lenox con cierta amargura.
—Sí —Poirot asintió con gravedad—, podía haber confiado en usted, pero hay que tener en cuenta que ha pasado parte de su vida escuchando las confidencias de los demás. A las personas que acostumbran a escuchar, no les resulta fácil hablar. Se guardan las penas y las alegrías, y no confían en nadie.
—Fui una tonta. Creí que estaba enamorada de Knighton. Me equivoqué. Creo que supuse... mejor dicho, confiaba en ella.
Poirot cogió una de las manos de la joven y la apretó con cariño.
—Sea usted valiente, mademoiselle —dijo con bondad.
Lenox fijó su mirada en el lejano horizonte y, a pesar de su fea rigidez, su rostro adquirió por un momento una trágica belleza.
—¡Bueno! —dijo al fin—. De todas maneras era imposible. Soy demasiado joven para Derek. Él es como un niño que no ha crecido. Necesita el toque de las madonas.
Se hizo un largo silencio. De pronto, Lenox se volvió hacia Poirot.
—Por lo menos le ayudé, ¿verdad, monsieur Poirot?.
—Sí, mademoiselle. Usted me permitió vislumbrar la verdad al decirme que no era preciso que la persona que cometió el crimen viajase en el tren. Antes no tenía yo la menor idea de cómo pudo ocurrir.
Lenox inspiró con fuerza.
—Me alegro. Por lo menos eso es algo.
Se oyó en la lejanía el silbido de un tren.
—¡Es el maldito Tren Azul! —exclamó Lenox—. Los trenes son cosas implacables, ¿verdad, monsieur Poirot?. La gente muere o la asesinan y ellos siguen en marcha como si tal cosa. Ya sé que es una tontería, pero usted me comprende, ¿verdad?.
—¡Claro que la comprendo!. La vida es como un tren, mademoiselle. Sigue adelante y es una suerte que sea así.
—¿Por qué?.
—Porque el tren siempre llega a su destino. Hay un refrán en su idioma que habla de eso, mademoiselle.
—«Al final del viaje se encuentra el amor» —se apresuró a decir Lenox y se echó a reír—. Pero eso no reza conmigo.
—¿Por qué no?. Es usted muy joven, mucho más de lo que usted se figura. Confíe en el tren, porque es el bon Dieu el maquinista.
De nuevo se oyó el silbido del tren.
—Confíe en el tren, mademoiselle —volvió a murmurar Poirot—. Y confíe en Hercule Poirot. Él sabe...
Table of Contents
El misterio del tren azul
Guía del Lector
Capítulo I - El hombre de los cabellos blancos
Capítulo II - El Marqués
Capítulo III - Corazón de fuego
Capítulo IV - En Curzon Street
Capítulo V - Un hombre útil
Capítulo VI - Mirelle
Capítulo VII - Cartas
Capítulo VIII - Lady Tamplin escribe una carta
Capítulo IX - Una oferta rechazada
Capítulo X - En el tren azul
Capítulo XI - El crimen
Capítulo XII - En Villa Marguerite
Capítulo XIII - Van Aldin recibe un telegrama
Capítulo XIV - El relato de Ada Masón
Capítulo XV - El conde de la Roche
Capítulo XVI - Poirot discute el caso
Capítulo XVII - Un aristócrata
Capítulo XVIII - La comida de Derek