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En las horas que siguieron, despachó rápidamente una gran cantidad de asuntos. Eran las doce y media cuando sonó el teléfono. Knighton se puso al aparato e informó a su jefe de que Mr. Kettering estaba abajo. El secretario miró a Van Aldin, que asintió.

—Dígale a Mr. Kettering que tenga la bondad de subir.

El secretario recogió los papeles y salió. Al llegar a la puerta, se cruzó con el visitante y Derek Kettering le cedió el paso, después entró y cerró la puerta.

—Buenos días, señor. Me han dicho que tenía usted muchas ganas de verme.

La voz suave, con un leve tono irónico, despertó los recuerdos de Van Aldin. Era una voz que tenía encanto, siempre lo había tenido. Miró fijamente a su yerno. Derek Kettering tenía treinta y cuatro años y un cuerpo atlético. Su rostro moreno y afilado conservaba incluso ahora un aire juvenil.

—Siéntese —dijo Van Aldin.

Kettering se dejó caer en un sillón y miró a su suegro con una expresión de divertida tolerancia.

—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, señor —contestó amablemente—. Casi dos años. ¿Ha visto usted a Ruth?.

—Sí, la vi ayer noche.

—Está muy guapa, ¿verdad? —preguntó el otro tranquilamente.

—No creo que tenga usted muchas oportunidades de comprobarlo —replicó el millonario con sequedad.

Derek Kettering enarcó las cejas.

—Algunas veces nos encontramos en el mismo cabaret —dijo indolente.

—No pienso andarme por las ramas —manifestó Van Aldin—. Le he aconsejado a Ruth que presente una demanda de divorcio.

Derek Kettering no pareció conmoverse.

—¡Qué drástico! —murmuró—. ¿Me permite usted fumar?.

Encendió un cigarrillo y lanzó una bocanada de humo.

—¿Y Ruth qué dice? —preguntó despreocupado.

—Ruth está dispuesta a seguir mi consejo.

—¿De veras?.

—¿Eso es todo lo que tiene que decir? —pregunta Van Aldin con viveza.

Kettering sacudió en la chimenea la ceniza de su cigarrillo.

—Creo que comete una gran equivocación —explicó en el mismo tono.

—Eso será desde su punto de vista —afirmó Van Aldin con severidad.

—No personalicemos. No pienso en mí ahora, sino en Ruth. Como usted debe de saber ya, mi pobre viejo no puede durar mucho, según afirman todos los médicos. Que Ruth tenga un poquito de paciencia y, dentro de un par de años, yo seré lord Leconbury y ella la señora de Leconbury, que, al fin y al cabo, fue por lo que se casó conmigo.

—No toleraré sus malditas insolencias —dijo Van Aldin.

Derek Kettering le sonrió impertérrito.

—Estoy de acuerdo con usted en que eso de los títulos es una cosa pasada de moda. Sin embargo, Leconbury es una magnífica finca y, después de todo, somos una de las familias más antiguas de Inglaterra. Si Ruth se divorcia, sería muy desagradable para ella enterarse de que otra mujer reina en Leconbury en su lugar.

—Le estoy hablando a usted en serio, joven —dijo Van Aldin.

—Yo también —respondió Kettering—. Reconozco que estoy casi en la ruina, y que si Ruth se divorcia de mí me pondrá en un verdadero aprieto. Si ha podido esperar durante diez años, ¿por qué no esperar un poco más?. Le doy a usted mi palabra de honor de que el viejo no puede durar más de dieciocho meses y, como le dije antes, es una verdadera lástima que Ruth no consiga lo que deseaba al casarse conmigo.

—¿Insinúa, acaso, que mi hija se casó con usted por su título y posición?.

Derek Kettering se rió con una risa que no tenía nada de divertida.

—Supongo que no creerá usted que fue un casamiento por amor, ¿verdad?.

—Lo que sé es que en París, hace diez años, hablaba usted de una manera muy distinta.

—¿De veras?. Es posible. Ruth era entonces muy hermosa, algo así como un ángel o una santa que hubiese descendido del altar de una iglesia. Entonces yo tenía muy buenos propósitos; pensaba emprender una nueva vida, vivir en mi hogar de acuerdo con las tradiciones inglesas, con una hermosa esposa que me amase —se rió de nuevo, esta vez más amargamente—. Supongo que usted no me creerá.

—No tengo la menor duda de que usted se casó con Ruth por su dinero —señaló fríamente Van Aldin.

—¿Y ella, en cambio, se casó conmigo por amor? —preguntó el otro con ironía.

—Desde luego —afirmó el millonario.

Derek Kettering le miró unos momentos y, al fin, asintió pensativo:

—Veo que está usted convencido de eso. Pero le aseguro, querido suegro, que me desengañé muy rápidamente.

—No sé adonde quiere usted ir a parar, ni me interesa —dijo Van Aldin—. Lo que sí sé es que ha tratado usted a Ruth de una manera ignominiosa.

—Sí, es verdad —admitió Kettering con despreocupación—; pero ella es dura. Es hija suya. Bajo su dulce aspecto, es dura como el granito. A usted siempre lo han tenido por un hombre duro. Pero ella lo es más todavía. Después de todo, usted quiere a alguien más que a usted mismo. Ruth nunca ha querido ni querrá a nadie.

—Ya es suficiente —manifestó Van Aldin—. Si le he llamado, ha sido para explicarle claramente lo que pienso hacer. Mi hija tiene derecho a ser feliz. Y recuerde esto: yo estoy detrás de ella.

Derek Kettering se puso de pie, tiró su cigarrillo y preguntó con voz muy tranquila:

—¿Me quiere usted explicar el significado de sus palabras?.

—Que será mucho mejor para usted que no intente defender su causa.

—¡Oh! —dijo Kettering—. ¿Es una amenaza?.

—Puede usted tomarlo como quiera.

Derek Kettering acercó una de las sillas a la mesa y se sentó frente al millonario.

—¿Y si a mí, por llevarles la contraria —comentó en voz baja—, se me ocurriera defenderme?.

Van Aldin se encogió de hombros.

—No sea tonto, no puede usted hacerlo. Consulte a su abogado y verá cómo le repite lo que yo le he dicho. Su conducta ha despertado las habladurías de todo Londres.

—Supongo que Ruth habrá montado un escándalo con la historia de Mirelle. Ha sido una verdadera tontería por su parte. Yo no me meto con sus amigos.

—¿Qué es lo que insinúa? —preguntó Van Aldin tajante.

Derek Kettering se echó a reír.

—Veo que no lo sabe usted todo, señor, y que está predispuesto contra mí.

Cogió el sombrero y el bastón y se dirigió hacia la puerta.

—No tengo por costumbre dar consejos —dijo antes de salir—, pero en este caso aconsejaría la más absoluta franqueza entre padre e hija.

Salió rápidamente de la habitación, cerrando la puerta en el momento en que el millonario se levantaba.

—¿Qué diablos habrá querido decir? —murmuró Van Aldin, mientras se dejaba caer otra vez en su sillón.

Su malestar volvía a ser más fuerte que nunca. En el fondo de todo aquello había algo que no había conseguido averiguar. El teléfono estaba a su lado; descolgó el receptor y pidió el número de la casa de su hija.

—¡Hola!. ¡Hola!. ¿Es Mayfair 81907?.

—¿Está Mrs. Kettering?.

—¿Ha salido a comer?. ¿Y a qué hora volverá?.

—¿No lo sabe?.

—No, no le diga nada.

Colgó el aparato con un ademán furioso.

A las dos de la tarde se paseaba nervioso por la habitación, esperando a Goby, que se presentó a las dos y diez.

—¿Qué hay? —preguntó el millonario.

Pero el pequeño Mr. Goby no parecía tener la menor prisa. Se sentó frente a la mesa, sacó una vieja libreta y empezó a leer con voz monótona. El millonario escuchaba con creciente interés. Goby terminó su lectura y se puso a mirar fija-mente la papelera.

—¡Aja! —dijo Van Aldin—. ¡Esto parece muy claro!. El asunto irá como una seda. La prueba del hotel es segura, ¿verdad?.

—A prueba de balas, señor —afirmó Goby, y miró malévolamente a un sillón dorado.

—Y su situación financiera malísima, ¿verdad?. Según dice usted, trata de conseguir un préstamo porque ha consumido ya todo el crédito a cuenta de la herencia paterna. En cuanto se divulgue la noticia de su divorcio no le va a ser posible conseguir un penique. Además, podemos adquirir sus letras y pagarés para apremiarlo. ¡Ya es nuestro, Goby, ya no se nos escapa!.