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Pegó un fuerte puñetazo en la mesa. Su rostro estaba radiante.

—La información —dijo Mr. Goby con una voz fina— parece satisfactoria.

—Ahora tengo que ir a Curzon Street. Le estoy muy agradecido, Goby. Es usted un as.

Una pálida sonrisa de satisfacción apareció en el rostro del hombrecillo.

—Gracias, Mr. Van Aldin, procuro hacerlo lo mejor que sé.

Van Aldin no fue directamente a Curzon Street. Se dirigió primero a la City, donde mantuvo dos entrevistas con resultado satisfactorio. Desde allí cogió el metro hasta Down Street. Mientras caminaba por Curzon Street, un hombre salió de la casa número 160, y echó a andar en su dirección. Por un instante, el millonario creyó que se trataba de Derek Kettering; la estatura y la corpulencia eran parecidas. Cuando por fin se encontraron frente a frente, comprobó que aquel hombre le era totalmente desconocido. No, no del todo desconocido. Aquel rostro le recordaba algo asociado con un episodio muy desagradable. Trató de precisar el recuerdo, pero no pudo conseguirlo. Entró en la casa moviendo furiosamente la cabeza. Le irritaba no poder acordarse de quién era aquel hombre.

Ruth Kettering le estaba esperando. Al verle, salió a su encuentro para besarle.

—Hola, papá, ¿cómo van las cosas?.

—Muy bien —dijo Van Aldin—; pero tengo que decirte unas palabras.

El millonario notó el ligero e imperceptible cambio: la alegría de antes fue reemplazada por una actitud astuta y alerta. La joven se sentó en un amplio sillón.

—Bueno, papá, ¿de qué se trata?.

—Esta mañana he visto a tu marido.

—¿Has visto a Derek?.

—Sí. Me soltó un sinfín de insolencias, pero al marcharse ha dicho algo que no entendí. Que entre padre e hija debe existir la más completa franqueza. ¿Puedes explicarme qué quiso decir con eso?.

Mrs. Kettering se movió inquieta en su sillón.

—No lo sé, papá. ¿Cómo voy a saberlo?.

—Sí que lo sabes —replicó Van Aldin—. Tu marido me ha dado también a entender que si es verdad que él tiene sus amistades, nunca se ha metido para nada con las tuyas. ¿Qué quiso decir con eso?.

—No lo sé —repitió Ruth Kettering.

—Vamos a ver, Ruth; yo no quiero meterme en este asunto con los ojos cerrados y no estoy seguro de que tu marido no ponga trabas al divorcio. Ahora estoy casi convencido de que puede hacerlo. Tengo medios para hacerle callar, pero quiero saber si es necesario emplearlos. ¿Qué ha querido insinuar con eso de que tú tienes también tus amigos?.

Mrs. Kettering se encogió de hombros.

—Yo tengo infinidad de amigos —dijo titubeando—. No sé lo que habrá querido decir, te lo aseguro.

—¿De veras?.

Van Aldin hablaba ahora como lo haría con un adversario comercial.

—Te lo diré más claro. ¿Quién es el hombre?.

—¿Qué hombre?.

—Ese hombre al que se ha referido Derek. Alguien en particular que es amigo tuyo. No te enfades, Ruth, sé que no se trata de nada importante, pero debemos prevenirlo todo antes de presentarnos en el juzgado, pues pueden aprovecharse de cualquier cosa para enredar el asunto. Deseo saber quién es ese hombre y qué clase de amistad tienes con él.

Ruth no contestó; apretaba nerviosamente las manos mientras pensaba.

—Vamos, Ruth —insistió Van Aldin con dulzura—, no le tengas miedo a tu papaíto. Nunca ha sido severo contigo, ni siquiera aquella vez en París. —Se interrumpió atónito y exclamó—: ¡Ya lo tengo!. Sí, eso es —murmuró para sí mismo—: ¡Ya sé por qué me parecía recordar su rostro!.

—¿Qué estás diciendo, papá?. No te entiendo.

El millonario se acercó a ella y la cogió por la muñeca.

—Vamos a ver, Ruth. ¿Es que has vuelto a ver a aquel tipo?.

—¿Qué tipo?.

—Ese por quien tuvimos aquel disgusto hace diez años. Sabes muy bien a quién me refiero.

—¿Te refieres... —se detuvo un momento—... al conde de la Roche?.

—¡El conde de la Roche! —exclamó Van Aldin con ironía—. Te advertí que aquel hombre no era más que un estafador, pero ya habías caído en sus manos. ¡Bastante trabajo me costó arrancarte de sus garras!.

—Sí, lo hiciste —dijo Ruth agriamente—, y por eso me casé con Derek Kettering.

—Tú lo quisiste —afirmó Van Aldin vivamente.

Ella se encogió de hombros.

—Y tú —añadió lentamente el millonario— has continuado viéndole, ¡después de lo que te conté de él!. ¡Hoy mismo le he visto salir de esta casa!. Al venir me he tropezado con él, aunque de momento no pude reconocerlo.

Ruth Kettering había recobrado la serenidad.

—Te diré una cosa, papá. Estás muy equivocado respecto a Armand. Es decir, respecto al conde de la Roche. Ya sé que cometió en su juventud algunas locuras lamentables, él mismo me las ha contado, pero siempre me ha querido y, cuando tú nos separaste en París, destrozaste su corazón, y ahora...

Fue interrumpida por la indignada exclamación de su padre.

—¡Y tú te lo creíste!. ¡Tú, mi hija!. ¡Dios mío! —Levantó las manos al cielo—. ¡Parece mentira que las mujeres puedan ser tan tontas!.

Capítulo VI

Mirelle

Derek Kettering salió tan deprisa de la suite de Van Aldin, que tropezó con una señorita que pasaba por el corredor. Le pidió mil perdones y ella se los otorgó con una sonrisa, para después continuar su camino dejándole con la agradable impresión de haberse topado con una mujer de personalidad serena y poseedora de unos bellísimos ojos grises.

A pesar de su descaro, la entrevista con su suegro le había afectado mucho más de lo que aparentaba. Comió solo y, después, un tanto preocupado, se dirigió al suntuoso piso en el que vivía la famosa bailarina Mirelle. Una pulcra doncella francesa le recibió sonriente.

—Pase usted, monsieur, la señora ahora está descansando

Lo introdujo en un amplio salón con el decorado oriental que tan bien conocía. Mirelle estaba echada sobre un diván rodeada de innumerables cojines, todos ellos de un color ambarino que armonizaban con el tono amarillento de su piel.

La bailarina era una mujer muy hermosa y, aunque su rostro, debajo de aquel maquillaje amarillo, era en realidad un poco macilento, tenía un atractivo singular. Sus labios pintados de color naranja sonrieron incitadores al ver a Derek.

Él la beso y se dejo caer en una silla.

—¿Qué has estado haciendo?. Supongo que acabas de levantarte.

La sonrisa se hizo más amplia.

—Pues te equivocas —dijo la bailarina—, he estado trabajando.

Señaló con su larga y pálida mano el piano lleno de partituras musicales.

—Ha estado aquí Ambrose y ha tocado para mí la nueva obra.

Kettering asintió sin prestar gran atención. No sentía el menor interés por Claude Ambrose ni por su adaptación musical de Peer Gynt de Ibsen. A Mirelle le pasaba lo mismo, pues solo veía la obra como una oportunidad única para su interpretación del papel de Anitra.

—Es una danza maravillosa —murmuró Mirelle—. Pondré en ella todo el fuego del desierto. Me presentaré cubierta de joyas. A propósito, mon ami, vi ayer en Bond Street una perla negra...

Hizo una pausa y lo incitó con la mirada.

—Querida —respondió Kettering—, no es el momento más oportuno para hablarme de perlas negras. Las cosas van de mal en peor.

Mirelle respondió a su tono en el acto. Se sentó para mirarlo con los ojos negros bien abiertos.