Выбрать главу

Tras un instante de duda, Mrs. Harfield rasgó la carta y cogió otra hoja de papel.

«Querida miss Grey:

«Aunque apreciando debidamente lo bien que se portó usted con mi prima Emma, cuyo reciente fallecimiento ha sido un terrible golpe para nosotros, no puedo por menos...»

De nuevo se detuvo y la carta fue a reunirse con las otras en la papelera. Después de otros dos fracasos más, logró por fin escribir una que la satisfizo. La cerró cuidadosamente, le puso el sello y escribió la dirección: «Miss Katherine Grey, Little Crampton, St. Mary Mead, Kent».

A la mañana siguiente, aquella carta reposaba en la bandeja de miss Grey, junto con otra comunicación que parecía mucho más importante encerrada en un gran sobre azul.

Katherine Grey abrió primero la carta de Mrs. Harfield, que decía así:

«Querida miss Grey:

»Mi marido y yo deseamos darle las gracias por los servicios que prestó usted a nuestra pobre prima Emma. Su muerte ha sido para nosotros un golpe terrible, aunque ya sabíamos que, desde hacía tiempo, no gozaba de todas sus facultades mentales. Tengo entendido que su testamento se aparta de lo normal y, por consiguiente, no puede tener validez legal. No me cabe la menor duda de que usted, con su habitual buen juicio, sabrá hacerse cargo de ello y, si podemos arreglar el asunto amistosamente, sería mucho mejor que recurrir a los tribunales, como dice mi esposo. Por nuestra parte, nos complaceremos en recomendarla para que ocupe un empleo similar, y esperamos que se dignará aceptar de nosotros un pequeño obsequio en testimonio de nuestro agradecimiento. Le saluda atentamente.

Mary Anne Harfield»

Katherine Grey leyó la carta, sonrió y la volvió a leer. Cuando la dejó, después de releerla por segunda vez, su expresión era francamente divertida. Luego, abrió la otra carta, le echó una ojeada y la dejó sobre la mesa y miró al vacío. Ya no sonreía. Hubiese sido difícil descubrir qué sensaciones se ocultaban detrás de su apacible y pensativa mirada.

Katherine Grey tenía treinta y tres años. Pertenecía a una distinguida familia, pero su padre perdió toda su fortuna, viéndose obligada desde muy joven a ganarse la vida trabajando. Tenía veintitrés años cuando entró al servicio de la anciana Mrs. Harfield como señorita de compañía. Todo el mundo sabía que la vieja Mrs. Harfield era una persona «difícil». Las señoritas de compañía se sucedían sin interrupción. Llegaban a la casa llenas de esperanza y salían de ellas deshechas en llanto. Pero, desde el momento en que Katherine Grey puso los pies en Little Crampton, reinó allí, durante diez años, la paz más completa. Nadie sabe cómo ocurren estas cosas.

Dicen que los encantadores de serpientes nacen y no se hacen. Katherine Grey había nacido con el don de domesticar viejas gruñonas, perros y chiquillos, cosa que hacía sin la menor dificultad aparente.

A los veintitrés años había sido una muchacha tranquila de hermosos ojos grises. A los treinta y tres seguía siendo una mujer discreta con los mismos ojos grises, que miraban la vida con una feliz e inalterable serenidad. Además, había nacido con un gran sentido del humor, que todavía conservaba.

Mientras permanecía sentada con la mirada perdida, sonó el timbre de la puerta, seguido por unos enérgicos aldabonazos. Al cabo de unos instantes, apareció la criada que anunció sin aliento:

—El doctor Harrison.

El médico, un fornido caballero de mediana edad, entró con la energía y vivacidad anticipadas por los aldabonazos:

—Buenos días, miss Grey.

—Buenos días, doctor.

—Vengo a verla —empezó el médico— por si acaso ha tenido noticias de una de las primas Harfield, esposa de un tal Samuel Harfield, una persona verdaderamente ponzoñosa.

Sin pronunciar una palabra, Katherine le tendió la carta de Mrs. Harfield. Con expresión divertida, observó al médico que la leía con el entrecejo fruncido, al tiempo que gruñía indignado. Al terminar la lectura, tiró el papel sobre la mesa.

—Es algo monstruoso —gritó—. Pero no se preocupe, querida. Esa gente no sabe lo que se hace. Mrs. Harfield era tan cuerda como usted y como yo. Nadie puede demostrar lo contrario. Saben muy bien que no tienen ninguna justificación legal. La amenaza de llevarla a usted a los tribunales es una pura baladronada; por eso tratan de asustarla. Escúcheme bien, muchacha: tampoco se deje vencer por sus halagos. No comience a pensar que su deber es entregar el dinero y no se deje dominar por escrúpulos tontos.

—Ni por un momento ha pasado por mi cabeza tener escrúpulos —dijo Katherine—. Todos ellos son parientes lejanos del marido de Mrs. Harfield que nunca la visitaron ni se preocuparon de ella en vida.

—Es usted una mujer sensata —afirmó el médico—. Sé mejor que nadie la dura vida que ha llevado usted durante los últimos diez años. Por eso tiene usted perfecto derecho a disfrutar de los ahorros de la anciana, sean los que fueren.

Katherine sonrió pensativa.

—Sean los que fueren —repitió—. ¿Tiene usted idea de la cantidad?.

—Supongo que lo suficiente para dar unas quinientas libras de renta al año.

Katherine asintió.

—Eso mismo me figuraba. Ahora, lea usted esta.

Le tendió la que había llegado en el sobre azul. Al leerla, el médico lanzó un grito de asombro:

—¡Imposible!. ¡Imposible!.

—Era una de las principales accionistas de Mortaulds. Desde hace cuarenta años venía cobrando una renta anual de ocho a diez mil libras y estoy segura de que nunca gastó más allá de cuatrocientas al año. Era terriblemente ahorradora, por lo que yo supuse que tenía que contar cada penique que gastaba.

—Y todo este tiempo la renta se habrá acumulado con interés compuesto. ¡Ah, querida, va a ser usted riquísima!.

—Sí, lo soy —confirmó la joven.

Hablaba con un tono distante e impersonal como si estuviese viendo la situación desde fuera.

—Bueno —dijo el médico, a punto de marcharse—. La felicito de todo corazón. —Señaló con un dedo la carta de Mrs. Samuel Harfield—. No se preocupe de esa mujer y su odiosa carta.

—En realidad, no es odiosa —opinó miss Grey tolerante—. En estas circunstancias, me parece una cosa muy natural.

—A veces me preocupa usted mucho —replicó el doctor.

—¿Por qué?.

—Las cosas que encuentra usted perfectamente naturales.

Katherine se echó a reír.

El doctor Harrison refirió las buenas noticias a su esposa durante la comida. Ella se mostró muy contenta.

—Parece increíble que la vieja Mrs. Harfield tuviera todo ese dinero. Me alegro de que se lo haya dejado a Katherine Grey. Esa muchacha es una santa.

El médico hizo un gesto burlón.

—Yo siempre me he imaginado a los santos como personas difíciles. Katherine Grey es demasiado humana para ser una santa.

—Es una santa con sentido del humor —afirmó su esposa, que le guiñó un ojo—. Además, supongo que te habrás fijado en que es muy bonita.

—¿Katherine Grey? —El médico estaba realmente sorprendido—. Sí, tiene unos ojos muy bonitos.

—¡Como sois los hombres!. ¡Ciegos como topos! —afirmó ella—. Katherine lo tiene todo para ser una belleza. Lo único que le hace falta son vestidos.

—¿Vestidos?. ¿Qué tienen de malo sus vestidos?. ¡Siempre va muy elegante!.

Mrs. Harrison lanzó una mirada de exasperación a su marido, que se preparaba para ir a visitar a sus enfermos.

—Podrías ir a verla, Polly —sugirió.

—Eso pensaba hacer —contestó ella en el acto.

A las tres ya estaba en casa de Katherine.

—No sabe usted, querida, lo contenta que estoy —dijo al estrecharle la mano—. Todos los del pueblo se alegrarán también muchísimo.

—Es usted muy amable —afirmó Katherine—. Tenía ganas de verla para preguntarle cómo está Johnnie.

—¡Oh!. Johnnie. Pues verá usted...