K. no es un sujeto al que podamos terminar de admirar. Es meticuloso y tiene una inteligencia escrupulosa, pero no parece muy listo. Diríase que le anima una insólita fuerza interior, pero se permite negligencias y errores irreparables en los momentos más inoportunos. Podemos atribuirle un cierto sentido de la rectitud, pero en ocasiones es arbitrario y hasta despótico, lo que nunca puede llegar a alabarse, aunque no siempre le falten razones para perder los estribos. Incluso cabe recordar algunas pobres personas de las que se aprovecha desconsideradamente, sin que pase en ningún instante por su cabeza, o sólo de forma muy fugaz, la idea de ofrecerles una reparación adecuada. En general tiene un plan y una intención, que tiende a mantener más o menos constantes, pero fracasa sin paliativos a la hora de ejecutarlos. No podemos terminar de admirarle, en suma, porque es demasiado como nosotros mismos.
Habrá que decir, por si no consta, que K. es el infortunado campeón del hombre de nuestro siglo; mutatis mutandis, como Don Quijote es en su siglo el campeón desdichado de las bellas ilusiones de los siglos pasados. Todo hombre es derrotado en mayor o menor medida por su época, pero nuestro tiempo, y eso es lo que enseña el ejemplo de K., parece haber sido ingeniado especialmente para derrotarnos. Las máquinas que hemos ido afinando durante milenios nos han sitiado y ya no podemos escapar, como se escapaba (mal que bien) de la Inquisición, la Revolución Francesa o el telégrafo, por citar alguno de los rudimentarios ensayos que precedieron a los artificios invencibles que ahora nos gobiernan. K. sufre el descalabro y tiene la dignidad de reconocerlo, aun arriesgándose a ser archivado como prototipo de ave de mal agüero en el saco inmenso de los libros y los héroes olvidados. Y he aquí que sus congéneres no sólo no le archivan ni le olvidan, sino que sus peripecias son exhumadas de los papeles póstumos en que se alojaban por un amigo infiel con aspiraciones pseudoevangélicas, y en diez años se traduce a todas las lenguas y en cuarenta es conocido en todo el mundo. ¿Cómo se explica que un destructor, un apestado, alcance semejante popularidad en nuestro brillante mundo de esperanzas amañadas?
La verdad es un fuego que funde cualquier hielo y K. atina a ser un apóstol de la verdad. Pero en eso no se diferencia de muchos apóstoles que nos fastidian. Lo que cierra el círculo, lo que le concede su discreto encanto y su éxito (y él lo sabe, aunque finge no saberlo), es que por encima de todo K. es un seductor. Seduce sin provocar ningún estruendo, porque no gusta de la pirotecnia ni del alarde: es un seductor de la modestia. Aunque a los propios interesados les cueste notarlo, nadie quiere a los gritones, a los persuadidos de su propio mérito. Todo el mundo tiene el olfato suficiente para calarles, para saber que su aparato es una cortina de humo contra su propia poquedad. Por el contrario, todo nos inclina hacia los seres como K., que se resignan a no ser nadie para ganar el mundo, en la frágil e insegura manera en que el mundo puede ser ganado: No hay más remedio que aceptarlo todo con paciencia y sin miedo. El hombre está condenado a la vida y no a la muerte.
Si ha de haber un protagonista, en resumen, que sea como cualquiera de estos tres protagonistas: humilde como K., desnudo como el Narrador, cabal como Marlowe. Que no trate de apabullarnos con sus gestas, ni con exhibiciones inservibles. Que trate de ayudarnos a vivir y también a disfrutar de que los demás vivan.
PALABRA FINAL
El afecto que experimentamos con relación a una cosa que imaginamos como necesaria, es más intenso, en igualdad de circunstancias, que el que experimentamos con relación a una cosa posible o contingente, o sea, no necesaria.
SPINOZA, Ética
Ahora sí; ahora puedo poner al descubierto la argucia de este libro. Espero que quien haya llegado hasta aquí la juzgue una argucia inocente, al lado de las argucias con que hoy día se trafica por ahí. El truco es que en las páginas que preceden, mientras señalaba lo que admiro de Chandler, Proust y Kafka, he aprovechado de paso para ir dejando señalado lo que busco conseguir en mis novelas.
Busco, ante todo, esa sutileza para penetrar en la realidad, en todas sus dimensiones, y no sólo en las más visibles y por tanto más irrelevantes y perecederas. Busco el misterio y busco la voz que sostenga la narración, porque mi oficio es contar historias y mi aspiración que el lector se vea arrastrado por ellas. También me interesan desesperadamente los personajes, y ese delicado artificio dramático que son los diálogos. Doy importancia al sentido del humor, incluso al sarcasmo, cuando se dirige al único lugar donde me parece decente apuntar la flecha, que es siempre el lugar donde hace más falta hacer daño y no donde sea más fácil producirlo. Pero creo que sólo se adquiere derecho al sarcasmo cuando se parte de la humildad y del sentimiento. Intento tener un sentido del arte, pero también saber que sirve y que es necesario, y para qué puede servir y para qué puede ser necesario. Quiero tener una finalidad, y quiero elegirla con la inteligencia y con el corazón, para no emprender una misión mutilada.
En definitiva, como Chandler, Proust y Kafka, cada uno a su manera, porque acaso cueste concebir tres caracteres más diferentes y tres peripecias vitales más alejadas, me gustaría mantener un sentido del arte que tuviera la legitimidad moral de buscar la verdad, y un sentido de la necesidad que tuviera la legitimidad estética de buscar la belleza. Quizá mi razón proteste, ante esta conclusión que casi suena platónica, pero el instinto me señala esa ruta. Y como Proust, prefiero siempre el instinto.
Getafe-Madrid, 2-13 de mayo
25-31 de diciembre 1997