Aun así, he procurado hacer un examen más o menos fundado, con lo que quiero decir que no me abandono sin más a mi antojo, sino que procuro tener en cuenta la realidad sobre la que trato. Al final, no obstante, sí que me he permitido alguna licencia notoria. En tal clave deberán leerse (si no se prefiere prescindir de ellos) los apuntes sobre la ciudad y el protagonista y el breve epílogo que cierra el libro.
Getafe, Navidad de 1997
RAYMOND CHANDLER
El problema de lo que es literatura trascendente se lo dejo a pelmas gordos como Edmund Wilson, un hombre de muchos méritos, entre los que personalmente me inclino con mayor reverencia ante el de haber logrado (en las Crónicas de Hecate County) hacer de un coito algo tan aburrido como un horario de ferrocarriles.
RAYMOND CHANDLER
Raymond Chandler nació en Chicago en 1888. Su padre, alcohólico, abandonó el hogar cuando Raymond contaba pocos años. Su madre, que había nacido en Inglaterra, se lo llevó con ella a Europa, donde Chandler recibió su instrucción. Cursó sus primeros estudios en el Dulwich College, una institución británica de sólo moderado prestigio, pero de la que hasta el final de su vida le enorgullecería haber sido alumno, porque siempre tuvo el convencimiento de que su educación europea le situaba un escalón por encima de sus compatriotas. Su opinión sobre el sistema educativo americano era simple y contundente: “es el hazmerreír del mundo”, llegó a escribir. En el Dulwich College cursó las dos modalidades entonces existentes, el plan clásico y el plan moderno, lo que le permitió adquirir a temprana edad una cultura amplia y versátil. Después pasó una temporada en Francia y otra en Alemania, donde aprendió los dos idiomas lo suficientemente bien como para hablarlos y escribirlos (otro rasgo infrecuente de apertura mental entre los estadounidenses). Vivió con su madre hasta que ella murió, cuando él tenía 36 años y ya habían regresado a los Estados Unidos. Poco después se casó con una mujer 18 años mayor que él, Cissy, con quien vivió hasta la muerte de ésta, en 1954, y de quien siempre dependió estrechamente, hasta el extremo de intentar suicidarse cuando ella desapareció. Al final, había de sobrevivirla escasamente un lustro. Murió en 1959 en La Jolla, California, donde había pasado una gran parte de su vida.
Raymond Chandler empezó a escribir a edad relativamente tardía, a los 45 años. Antes de eso tuvo múltiples trabajos. Fue contable, auditor de cuentas (como quien esto escribe, por señalar una quizá fútil coincidencia) y ejecutivo de varias compañías de petróleos. De esta experiencia profesional siempre guardaría un recuerdo favorable, aunque tuviera su lado incómodo (como la experiencia de tener que contratar a varios abogados a la vez o asumir la responsabilidad de despedir a algún empleado, según propia confesión). Trabajar durante años en el mundo de los negocios le permitió conocer la realidad social y no caer en las ingenuidades en que, por desconocimiento, caían en su opinión muchos escritores cuando se referían a la forma en que estaba organizada la vida de su época. Otra experiencia vital que le marcó, y le salvó de ciertas abstracciones, fue su participación en la Primera Guerra Mundial, sirviendo en el ejército canadiense. “Cuando uno encabeza un pelotón y les ordena a sus hombres que se lancen contra el fuego de ametralladora, nada vuelve a ser lo mismo”, escribió en cierta ocasión.
Las primeras publicaciones de Raymond Chandler fueron relatos breves que aparecieron en algunas revistas de género detectivesco (Black Mask y otras), entonces floreciente gracias a la obra de Dashiell Hammett y a los esfuerzos de una legión de imitadores más o menos afortunados. Los relatos breves de Chandler obtuvieron un razonable éxito y de ahí pasó a las novelas, que pronto fueron igualmente populares, sobre todo a raíz de la versión cinematográfica de El sueño eterno que realizara Howard Hawks. Escribió algunos guiones para Hollywood y siete novelas en total. Cuando publicó la penúltima y la más grande de todas ellas, El largo adiós, ya era un escritor consagrado, y Philip Marlowe, su detective protagonista, toda una referencia de la cultura norteamericana y me atrevería a decir que de Occidente.
Y ello a pesar de haberse mantenido siempre en un género considerado menor, el del relato policial. Parece que Chandler tuvo en todo momento una actitud ambigua respecto de la importancia verdadera de su obra. Por un lado se refería a ella de forma un tanto desdeñosa, como cuando aseguraba que si sus libros hubieran sido un poco peores no le habrían invitado a Hollywood, y si hubieran sido un poco mejores habría sido él quien se habría negado a ir. Pero por otra parte, escribió no poco acerca del valor de los relatos de misterio, distinguiendo entre las historias acartonadas y artificiales que inundaban las revistas y la verdadera literatura, que a su juicio podía igualmente hacerse y con la misma dignidad dentro del género policial o en cualquier otro. En su ensayo El sencillo arte del asesinato, se defiende de la acusación encerrada en la expresión frecuentemente usada literatura de evasión, sosteniendo (con incuestionable sentido común) que todo lo que se lee por placer es una evasión. Y en cuanto a una presunta dicotomía entre literatura de evasión y literatura de expresión (o literatura con mensaje, podríamos decir), argumenta que siendo indudable que a igualdad de condiciones un tema más poderoso provoca una ejecución más poderosa, también lo es que se han escrito libros muy aburridos sobre Dios y otros muy buenos sobre la manera de ganarse la vida y seguir siendo honrado. “Todo depende”, afirma, “de quién escribe y de qué tiene dentro para escribir”. En definitiva, añade en otro lugar, “no existen formas vitales e importantes del arte; sólo existe el arte, y en muy escasa proporción. El crecimiento de la población no aumentó en manera alguna esa proporción. No hizo más que acrecentar la destreza con que se producen y expenden los sustitutos”.
Hoy, superada ya la polémica, y habiéndose publicado las historias de Marlowe en ediciones con notas a pie de página (como registran un tanto estupefactos algunos detractores), estamos en condiciones de afirmar sin rubor y sin miedo que Raymond Chandler escribió una o dos de las mejores novelas del siglo, y que el resto, salvo alguna excepción, se sitúa a una altura difícilmente alcanzable. ¿Y cuáles son los valores que permiten hacer una afirmación semejante? Estoy seguro de que existe por ahí algún manual de literatura del siglo XX que proporciona una explicación técnica y apenas refutable al respecto. Quien compone estas líneas no puede más que aportar algunas modestas impresiones de lector.