No quisiera terminar con Raymond Chandler sin mencionar un último aspecto, que es también (en mi creencia) el rasgo que contribuye más decisivamente a hacer de él un gran escritor: su idea del arte, como fin y como tarea. Es posible que haya excepciones, e incluso excepciones notables, pero no me resisto a creer que detrás de todo gran autor hay una idea del arte y de la creación, no simplemente recibida, sino propia y meditada, ya llegue a formularla expresamente o no.
Chandler, por lo que nos consta, tenía una idea del arte y además la formuló expresamente en diversos lugares. En cuanto al procedimiento, dejó una pauta sustanciosa: “Una buena obra no puede ser urdida, hay que destilarla”. Y en cuanto a los resultados, escribió en otra parte: “En la mayoría de las actividades mediante las que un hombre o una mujer gana dinero, hay un perdedor. Pero cuando un escritor escribe un libro, no toma nada de nadie. Añade algo a lo que existe”.
También meditó Raymond Chandler sobre la literatura como oficio, y es éste un asunto sobre el que sus palabras nos ofrecen una lección inolvidable: “Todo lo que un escritor aprende acerca del oficio le quita algo de la necesidad o el deseo de escribir. Al final conoce todas las tretas y no tiene nada que contar”. Y además de ello tenía una actitud, que podríamos llamar moral, ante el arte, lo que a mi juicio constituye otra de las señas que permiten identificar a los escritores realmente significativos: “Un escritor está siempre, en su propia sensación, apenas empezando. No importa lo que haya podido hacer en el pasado, lo que intenta hacer le convierte de nuevo en un adolescente, y nada le ayudará ahora salvo la pasión y la humildad”. Todo un aviso para los escritores infatuados, que siempre han abundado más de la cuenta (y desde luego, más que los escritores imprescindibles).
Y es que Chandler tenía, sobre todo, un sentimiento de la misión del arte. Un sentimiento que nos remite a Schopenhauer: “En todo lo que se puede llamar arte hay algo de redentor”. En definitiva, el arte como salvación de todo lo que de insalvable tiene la vida.
Por esto pudo escribir, en una de sus últimas cartas (arrepintiéndose de haber insinuado en Playback, la última y peor de sus novelas, que Marlowe iba a casarse), que el verdadero desenlace de su detective sería el que sigue (es decir, ninguno): “Lo veo siempre en una calle solitaria, en habitaciones solitarias, perplejo pero nunca bastante derrotado”.
MARCEL PROUST
Dejemos que se disgregue nuestro cuerpo, puesto que cada parcela que de él se desprende viene, ahora luminosa y legible, a incorporarse a nuestra obra para completarla a costa de sufrimientos que otros más capacitados no necesitan, para hacerla más sólida conforme las emociones desintegran nuestra vida.
MARCEL PROUST
Marcel Proust nació en París en 1871, en el seno de una familia burguesa. Su padre era un médico prestigioso y su madre procedía de una familia judía relativamente acomodada. Fue un niño, y después un adulto, sensible y enfermizo, con una gran dependencia de su madre hasta la muerte de ésta. También se ha destacado en él, quizá hasta el hartazgo, la faceta de su homosexualidad, siempre clandestina aunque parece que no reprimida. Un hecho curioso de su vida al respecto fue su experiencia en la milicia, a la que se incorporó voluntario muy joven para acortar el servicio de cinco años a uno, pero de la que al final no se quería licenciar porque se sentía a gusto y querido por todos. Aunque debió ser, por lo que sabemos, uno de los soldados más inverosímiles de que jamás haya dispuesto el ejército francés, parece que su fragilidad inspiró en sus jefes y compañeros un cierto afán de protección y que Proust disfrutaba gustoso de esa deferencia masculina. Tras su breve periodo militar, estudió Derecho (por indicar de nuevo una coincidencia caprichosa, como quien esto suscribe), y una vez terminada esta carrera se matriculó en Filosofía y obtuvo gracias a influencias familiares un puesto de archivero subalterno en el Ministerio de Asuntos Exteriores. De este puesto, que constituye su único trabajo conocido al margen de la literatura, no efectuaría otro desempeño notable que pedir bajas y excedencias. Sus medios económicos los obtuvo de la suculenta herencia paterna, que en parte despilfarró y administró siempre con gran impericia, pero que fue para su fortuna bastante para mantenerle hasta el final de sus días.
Desde relativamente joven, Marcel Proust se entregó febrilmente a dos tareas, en las que habría de condensarse toda su vida: escribir y adentrarse en los círculos escogidos de la alta sociedad parisina, desde sus satélites menos reputados hasta el verdadero centro del Faubourg Saint Germain. En esta segunda empresa trabó contacto con una variada gama de aristócratas, incluyendo nobles con título prenapoleónico, la nueva nobleza del Imperio y los nobles centroeuropeos, balcánicos o rusos que recalaban en París. Fue para ellos una especie de zalamero de lujo, a ratos un poco fastidioso, pero al que por una u otra razón toleraban con todas sus excentricidades. Una de las que han quedado registradas era llegar a las fiestas cuando estaban terminando, siempre demasiado abrigado para la estación y alegando sentirse pésimamente, y quedarse sin embargo hasta altas horas de la madrugada, es decir, hasta que los anfitriones se veían en la necesidad de echarle. Mientras mantenía esta intensa vida social, Proust recogía los materiales de los que habría de nutrir su obra, la verdadera y primordial empresa de su vida. Muy pocos escritores se han consagrado a su obra con tanta intensidad como hizo Proust. Puede llegarse al extremo de pensar, y aun de afirmar con fundamento, que su actividad en los círculos parisinos estaba ante todo justificada por la preparación de su futura obra. De hecho, cuando se sumergió de lleno en la escritura de En busca del tiempo perdido, disminuyó e incluso descuidó considerablemente sus relaciones. Ya tenía su botín.