Sus primeras obras, sin embargo, no recogían aún estas impresiones. A los veinticinco años publicó Los placeres y los días, una colección de escritos de aprendizaje que cosechó un sonoro fracaso. De 1.500 ejemplares, sólo se vendieron 329 en 22 años, de acuerdo con la singularmente precisa contabilidad que aporta Ghislain de Diesbach, uno de sus más recientes biógrafos. Aunque este resultado fuera poco alentador, la tozudez casi visionaria con que Proust se enfrentaba a la escritura le animó a seguir, y su siguiente publicación fue una traducción de La Biblia de Amiens, del inglés John Ruskin, un autor cuya visión estética tuvo una gran influencia en la formación de Proust como escritor. La Biblia de Amiens resultaba ser uno de los libros menos brillantes y más confusos de Ruskin, por lo que la traducción de Proust tampoco alcanzó gran repercusión. Sin embargo conviene anotar siquiera sea brevemente cuál era la idea del arte de Ruskin, por la huella que imprimiría en nuestro autor. Según Ruskin, desde la Edad Media se había producido un divorcio entre el arte y el pueblo, porque el arte había caído en manos de una casta de sacerdotes que lo habían desnaturalizado y especulaban con él en su propio provecho. Su intención, para regenerar el arte, pasaba por reconciliar, decía, la visión interna de cada hombre con la visión externa y el arte con la vida. Para ello recorrió Europa, señalando todos los ejemplos de la antigua belleza olvidada (singularmente, sus catedrales), denunciando el envaramiento de la tradición artística reciente y propugnando la necesidad de mirar la belleza con los propios ojos y no con las convenciones y prejuicios en boga. En pos de Ruskin, que murió demente y, dicho sea de paso, no demasiado respetado, Proust visitó catedrales e incluso, hazaña excepcional para él, viajó a Venecia, uno de los casos más conspicuos de esa belleza que había que volver a mirar con ojos inocentes, según Ruskin. También tradujo otra de las obras del escritor inglés, Sésamo y lirios (una traducción que igualmente pasó desapercibida), y aunque posteriormente se apartaría un tanto de sus tesis, el influjo que éstas tuvieron en el futuro novelista resulta innegable.
Proust superó la treintena sin haber conseguido nada que mereciese demasiado la pena, en opinión de sus contemporáneos y en la suya propia: “Hoy cumplo 30 años y aún no he hecho nada”, escribía el 10 de julio de 1901. Pero de ahí en adelante, lentamente, y a partir de otros esbozos e intentos, se fue gestando la que sería su gran obra, En busca del tiempo perdido. Refiere Philip Kolb, recopilador de sus cartas (que escribió en número ingente, y en número ingente se conservan), que ese esfuerzo de acumulación se mantuvo hasta la primavera de 1908, cuando Proust tuvo la iluminación que le permitiría desencadenar (éste podría ser el verbo apropiado) su obra. Fue entonces cuando se le ocurrió arrancar desde sus recuerdos de infancia y cuando entrevió a la vez el final de su libro, en cuya función está concebida toda la obra: la escena en la que merced a la memoria involuntaria se produce la resurrección del tiempo que parecía extraviado para siempre. Desde ese momento, desde esa iluminación, el libro brotó turbulentamente, y Proust escribió sin tregua, como si se liberase al fin del freno que lo había retenido el mundo prodigioso que había construido meticulosamente en su mente y en su corazón durante los años anteriores.
La publicación de En busca del tiempo perdido fue muy dificultosa en sus comienzos. El manuscrito de la primera parte, que terminaría titulándose Por el camino de Swann, fue rechazado por varias editoriales, entre ellas la editorial en que a la sazón trabajaba André Gide como lector (Gide siempre lamentaría haber aconsejado el rechazo). Al final Proust la publicó a sus expensas, en noviembre de 1913, cuando ya contaba 42 años. La reacción de la crítica fue tibia, y no le resultó fácil publicar la segunda parte, A la sombra de las muchachas en flor. Pero este segundo volumen, aparecido finalmente en 1919, le supuso el Premio Goncourt, y desde ahí la fama y el interés de los editores, que se pelearon por publicar el resto de la colosal obra (cuatro tomos y más de 3.000 apretadas páginas, sin contar otras tantas de notas y variantes, en la edición clásica de la Pléiade). Para su desdicha, Proust pudo disfrutar poco de la gloria y no llegó a ver todo su proyecto publicado, aunque llegase sustancialmente a concluirlo. Murió en 1922, del asma nerviosa que le había aquejado durante toda su vida. Fue el resultado lógico de los remedios absurdos que empleaba contra ella, el enclaustramiento en una atmósfera viciada por unas repugnantes inhalaciones y una dieta que al final constaba casi exclusivamente de café. Según Jacques Riviére, y puede valerle de epitafio, “murió con la misma inexperiencia que le permitió escribir su obra”.
Hay una frase de Remy de Gourmont que afirma: “No se escribe bien sino sobre aquello que no se ha vivido”. Dice Josep Pla, en las páginas que dedica a Proust en El cuaderno gris, que al escucharla, Proust exclamó que eso era toda su obra. Por otra parte, Proust escribió un opúsculo titulado Contra Sainte-Beuve, en el que criticaba la teoría de que la obra de un escritor pueda ser interpretada a través de su vida. Sin embargo, la aparentemente anodina vida de Proust ha despertado siempre un profundo interés, ha provocado multitud de voluminosas y hasta meritorias biografías, e incluso en estas palabras ejerce su extraño magnetismo como puede desprenderse de la longitud a que se extiende lo que no debería ser más que una breve noticia biográfica. El hecho es que muchos han indagado en la vida de Proust las claves de su obra, y que incluso se ha rastreado (y en algunos casos se ha podido encontrar) a la persona real, conocida de Proust, que inspira cada uno de los personajes de su novela. Es paradigmático el caso del barón de Charlus, trasunto literario del aristócrata, escritor y terrible esteta trasnochado Robert de Montesquiou, y en opinión de muchos (en la mía también), el más impresionante personaje construido por Proust. Pero a menudo este ejercicio se ha llevado demasiado lejos, y en algo debemos valorar las protestas del propio Proust, que se rebelaba contra el hecho de que se le identificara con el Narrador que en primera persona nos relata la historia. Hay quien afirma que en el libro (al hablar de Proust es casi inevitable centrarse en uno, o sea, en el principal) hay una confusión de cosas vividas por mucha gente, no sólo por Proust, y desde luego no le falta justeza a la afirmación. También es obvio que se trata de una ficción literaria, donde los elementos provenientes de la realidad han sido objeto de un tratamiento artístico que vuelve muy arriesgado cualquier ejercicio que tome el texto como documento de carácter notarial.