Entonces Poirot repito la pregunta que había hecho a Dorcas:
—¿Ha tenido alguna vez su señora un traje verde?
—No, señor.
—¿Ni una capa, ni una mantilla, ni un… cómo dicen ustedes…, ni un abrigo de deporte?
—Verde, no, señor.
—¿Ni ninguna otra persona de la casa?
Annie reflexionó.
—No, señor.
—¿Está usted segura?
—Completamente segura.
—¡Bien! Eso es todo. Muchas gracias.
Con una risa nerviosa, Annie salió del cuarto. Mi excitación, refrenada hasta entonces, estalló.
—¡Poirot! —grité—. ¡Le felicito! ¡Qué gran descubrimiento!
—¿A que llama usted un gran descubrimiento?
—¡A qué va a ser! A que era el chocolate, y no el café, el que estaba realmente envenenado. ¡Esto lo explica todo! Naturalmente, no hizo efecto hasta la mañana, porque el chocolate fue tomado a mitad de la noche.
—¿De modo que usted cree que el chocolate, fíjese bien en lo que digo, el chocolate, contenía estricnina?
—¡Claro! ¿Qué podía ser, si no, la sal de la bandeja?
—Podía haber sido sal —replicó Poirot plácidamente.
Me encogí de hombros. Si se ponía así, era inútil hablar con él. Se me ocurrió la idea, y no por primera vez, de que mi pobre Poirot estaba envejecido. Pensé que era una suerte que se hubiera asociado con alguien de mente más rápida.
Poirot me observaba con ojos chispeantes.
—¿No está usted satisfecho de mí, mon ami?
—Mi querido Poirot —dije con indiferencia—, no soy yo quién para dirigirle a usted. Usted tiene derecho a su propia teoría, como yo lo tengo a la mía.
—Admirable pensamiento —observó Poirot, levantándose con ligereza—. Ya he terminado con este cuarto. A propósito, ¿de quién es ese pequeño escritorio de la esquina?
—De míster Inglethorp.
—¡Ah! —hizo una tentativa de abrir la cubierta enrollable—. Está cerrado. Pero puede ser que la abra alguna de las llaves de mistress Inglethorp.
Ensayó con varias, retorciéndolas y haciéndolas girar con mano práctica, hasta que finalmente lanzó una exclamación de júbilo.
—Voilà! No es la llave de aquí, pero puede abrir el gabinete en caso de apuro.
Levantó el cierre enrollable y echó una rápida ojeada a los papeles, ordenados cuidadosamente. Con gran sorpresa por mi parte, no los examinó, sino que se limitó a observar, mientras cerraba de nuevo el mueble:
—Decididamente, este míster Inglethorp es un hombre de método.
Un «hombre de método», desde el punto de vista de Poirot, era la mayor alabanza que podía hacerse de un individuo.
Me di cuenta de que mi amigo no era el de antes cuando siguió divagando deshilvanadamente.
—No había sellos en este escritorio, pero podía haberlos habido, ¿verdad, mon ami? ¡Podía haberlos habido! No —sus ojos recorrieron la habitación—, este boudoir no tiene nada más que decirnos. No nos dio gran cosa. Sólo esto.
Sacó de su bolsillo un sobre arrugado y me lo tiró. Era un sobre vulgar, viejo y de aspecto sucio, y en él, al parecer sin propósito definido, se veían unas cuantas palabras garabateadas. Incluso a continuación un facsímil del sobre[*].
CAPÍTULO V
NO FUE CON ESTRICNINA, ¿VERDAD?
¿DÓNDE lo ha encontrado usted? —pregunté a Poirot con viva curiosidad.
—En el cesto de los papeles. ¿Reconoce usted la letra?
—Sí, es de mistress Inglethorp. Pero ¿qué significa?
Poirot se encogió de hombros.
—No sé, pero sugiere muchas cosas.
Una idea disparatada cruzó por mi mente como un relámpago. ¿Sería posible que mistress Inglethorp tuviera perturbadas sus facultades mentales? ¿Tendría una absurda manía de posesión? Y siendo así, ¿no se habría suicidado?
Estaba a punto de expresar a Poirot estas teorías, pero sus palabras me distrajeron.
—Vamos a examinar las tazas de café —dijo.
—Pero, ¡querido Poirot! ¿Qué importancia tiene eso ahora que sabemos lo del chocolate?
—Oh, là, là! El pobre chocolate —exclamó Poirot ligeramente.
Y se rió muy divertido, levantando los brazos al cielo, con cómica desesperación, actitud que me pareció del peor gusto.
—De todos modos —dije acentuando mi frialdad—, desde el momento en que fue la propia mistress Inglethorp la que subió su café, no sé qué es lo que espera usted encontrar en él, como no sea un paquete de estricnina en la bandeja.
Poirot se serenó inmediatamente.
—¡Vamos, vamos, amigo mío! —dijo, cogiéndome del brazo—. Ne vous fachez pas! Permítame que me interese en mis tazas de café y yo respetaré su chocolate. ¿De acuerdo?
Parecía tan sumamente divertido, que no tuve más remedio que reírme y fuimos juntos al salón, donde seguían las tazas de café y la bandeja, tal como antes las habíamos dejado.
Poirot me hizo reconstruir la escena de la noche anterior, escuchándome con mucha atención y comprobando la posición de las diversas tazas.
—De modo que mistress Cavendish estaba junto a la bandeja y sirvió el café. Eso es. Entonces se acercó a la ventana, donde estaban usted y mademoiselle Cynthia. Aquí están las tres tazas. Y la taza de la repisa de la chimenea, a medio tomar, será la de míster Lawrence Cavendish. ¿Y la de la bandeja?
—Es la de John Cavendish. Le vi dejarla allí.
—Bien. Una, dos, tres, cuatro, cinco…; pero… ¿dónde está la de míster Inglethorp?
—Él no toma café.
—Entonces todo está en regla. Un momento, amigo mío.
Con infinito cuidado tomó un granito o dos de los posos de cada taza, sellándolos en tubos de ensayo separados, después de probar uno tras otro. Su fisonomía sufrió una transformación extraña, adquiriendo una expresión mitad de desconcierto, mitad de alivio.
—¡Bien! —dijo finalmente—. Es evidente. Tenía una idea, pero está claro que era equivocada. Sí, completamente equivocada. Sin embargo, es extraño. Pero no importa.
Con un encogimiento de hombros característico desechó la idea que le importunaba, cualquiera que fuera. Pude haberle dicho que aquella obsesión suya por el café estaba destinada desde el principio a terminar en un callejón sin salida, pero me mordí la lengua. Aunque envejecido, Poirot había sido un gran hombre en sus tiempos.
—El desayuno está listo —dijo John Cavendish, que venía del vestíbulo—. ¿Desayunará usted con nosotros, monsieur Poirot?
Poirot asintió. Observé a John. Había recuperado casi por completo su ser habitual. La impresión de los sucesos de la noche anterior le habían afectado temporalmente, pero su equilibrio se había restablecido. Era un hombre de muy pobre imaginación, en vivo contraste con su hermano, que quizá tenía demasiada.
Desde las primeras horas de la mañana, John había estado muy atareado enviando telegramas, uno de los primeros para Evelyn Howard, escribiendo las reseñas para los periódicos y dedicándose en general a todos los melancólicos deberes que una muerte trae consigo.
—¿Cómo van las cosas? —dijo—. ¿Ha descubierto usted si mi madre ha muerto de muerte natural o si… debemos estar preparados para lo peor?
—Creo, míster Cavendish —dijo Poirot gravemente—, que no debe usted abrigar falsas esperanzas. ¿Qué opinan los restantes miembros de la familia?
—Mi hermano Lawrence está convencido de que toda esta excitación no está justificada. Dice que todo indica que mi madre murió de un ataque al corazón.
—¿Ah, sí? Muy interesante, muy interesante —murmuró Poirot suavemente—. ¿Y mistress Cavendish?
El rostro de John se ensombreció.
—No tengo la menor idea de cuál es la opinión de mi mujer respecto a este asunto.