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La respuesta fue un poco seca. John rompió el violento silencio diciendo con cierto esfuerzo:

—¿Le he dicho que ya ha vuelto míster Inglethorp?

Poirot asintió con la cabeza.

—Es una situación muy molesta para todos nosotros. Naturalmente, tenemos que tratarlo como de costumbre; pero, ¡diablo!, le revuelve a uno el estómago el tener que sentarse a la mesa con un posible asesino.

Poirot asintió comprensivamente.

—Lo comprendo perfectamente. Es una situación muy difícil para usted, míster Cavendish. Me gustaría hacerle una pregunta. La razón por la que míster Inglethorp no volvió anoche fue, según creo, que había olvidado el llavín, ¿verdad?

—Sí.

—Supongo que estará usted completamente seguro de que realmente se le olvidó el llavín, que no se lo había llevado.

—No tengo idea. No se me ocurrió mirar. Siempre lo guardamos en el mismo sitio del vestíbulo. Iré a ver si está allí ahora.

Poirot levantó una mano, sonriendo débilmente.

—No, no, míster Cavendish; es demasiado tarde ya. Estoy seguro de que lo encontraría allí. Si míster Inglethorp se lo llevó anoche, ha tenido tiempo sobrado de volverlo a su sitio.

—Pero ¿usted cree que…?

—No creo nada. Si alguien por casualidad hubiera mirado antes de su regreso y hubiera visto allí el llavín, sería un punto a su favor. Eso es todo.

John se quedó perplejo.

—No se preocupe —dijo Poirot suavemente—. Le aseguro que no debe preocuparse por ello. Ya que es usted tan amable, vamos a tomar el desayuno.

Todo el mundo se había reunido en el comedor. En aquellas circunstancias no constituíamos, naturalmente, una asamblea muy alegre. La reacción después de una conmoción es siempre penosa y todos nos resentíamos de sus efectos. Claro que por decoro y buena educación nos conducíamos más o menos como de costumbre. Pero no pude menos de preguntarme si ese comportamiento requería un gran esfuerzo. Nadie tenía los ojos rojos ni en los rostros había esas señales que deja el dolor. Me di cuenta de que estaba en lo cierto al pensar que Dorcas era la persona más afectada por la tragedia.

Miré a Alfred Inglethorp, que representaba el papel de viudo atribulado con una hipocresía que me pareció del peor gusto. Me pregunté si sabría que sospechábamos de él. Es seguro que no podía ignorar el hecho, por mucho que lo disimuláramos. ¿No sentiría miedo interiormente o confiaría en que su crimen quedaría impune? Era imposible que la atmósfera, cargada de sospechas, no le advirtiera de que era ya un hombre marcado gravemente.

Pero ¿sospecharía todo el mundo de él? ¿Y mistress Cavendish? La observé sentada a la cabecera de la mesa, graciosa, serena, enigmática. Estaba muy hermosa con su ligero vestido gris y aquellos volantes de las muñecas que caían sobre sus manos. Sin embargo, cuando se sirvió, su rostro tenía la inescrutabilidad del de una esfinge. Apenas abrió los labios, pero la gran fuerza de su personalidad nos dominaba a todos.

¿Y la pequeña Cynthia? ¿Sospecharía ella? Me pareció muy cansada y enferma. Su actitud era muy lánguida y pesada. Le pregunté si se sentía mal y me contestó sin ambages:

—Sí, tengo un brutal dolor de cabeza.

—¿Otra taza de café, mademoiselle? —preguntó Poirot solícitamente—. La animará mucho. No hay nada como el café para el dolor de cabeza.

Se levantó a coger su taza.

—Sin azúcar —dijo Cynthia, viéndole coger los terrones.

—¿Sin azúcar? Sacrificios de guerra, ¿verdad?

—No, nunca tomo azúcar con el café.

Sacré! —murmuró Poirot entre dientes al devolverle la taza llena.

Sólo yo le oí y, levantando hacia él la vista, vi que se esforzaba en reprimir su excitación y que sus ojos eran verdes como los de un gato. Había visto u oído algo que le había afectado extraordinariamente, pero ¿qué sería? No suelo tenerme por torpe, pero debo confesar que nada fuera de lo corriente había llamado mi atención.

Momentos más tarde, la puerta se abrió y apareció Dorcas.

—Míster Wells quiere verle, señor —le dijo a John.

Recordé que Wells era el nombre del abogado a quien mistress Inglethorp había escrito la noche anterior.

John se levantó inmediatamente.

—Páselo a mi estudio —luego se volvió hacia nosotros—. Es el abogado de mi madre. Es también —terminó en voz baja— el coroner… Ya me entienden. Si quieren acompañarme…

Asentimos y salimos con él de la habitación. John iba delante de nosotros y aproveché la oportunidad para murmurar al oído de Poirot:

—¿Es que va a haber interrogatorio?

Poirot asintió distraídamente. Parecía tan absorto en sus pensamientos que mi curiosidad se despertó.

—¿Qué ocurre? No está usted escuchando lo que le digo.

—Es cierto amigo. Estoy preocupado.

—¿Por qué?

—Porque mademoiselle Cynthia no toma azúcar con el café.

—¿Cómo? ¡No hablará usted en serio!

—Claro que hablo en serio. Hay algo aquí que no entiendo. Mi instinto no se equivocó.

—¿Qué instinto?

—El instinto que me llevó a examinar esas tazas de café. ¡Chis! A callar ahora.

Seguimos a John a su estudio y se cerró la puerta tras de nosotros.

Míster Wells era un hombre agradable, de mediana edad. Con ojos penetrantes y la boca característica de los abogados. John nos presentó y explicó la razón de nuestra presencia por nuestra inmediata intervención en el asunto.

—Comprenderá usted, Wells —añadió—, que todo esto es estrictamente confidencial. Todavía confiamos en que no haga falta ninguna clase de investigación.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Wells políticamente—. Me hubiera gustado ahorrarles a ustedes el disgusto y la publicidad de una pesquisa; pero, naturalmente, es inevitable, faltando el certificado médico.

—Sí, ya me lo figuro.

—Es inteligente, ese Bauerstein. Una autoridad en toxicología, según parece.

—Desde luego —dijo John con cierta sequedad. Después añadió, dudando—. ¿Tendremos que presentarnos como testigos…, quiero decir, todos nosotros?

—Usted, naturalmente, y… hum, míster Inglethorp también, desde luego.

Siguió una breve pausa, antes de que el abogado continuara, con su tono apaciguador:

—Cualquiera otro testimonio será simplemente confirmatorio, pura cuestión de fórmula.

—Ya.

Una ligera expresión de alivio cruzó por el rostro de John. Me sorprendió, porque no aprecié motivo para ello.

—Si no tiene usted nada que oponer —prosiguió Wells—, he pensado en el viernes. Así tendremos tiempo suficiente para el informe médico. ¿La autopsia se practicará esta noche?

—Sí.

—Entonces, ¿le conviene a usted el viernes?

—Desde luego.

—No necesito decirle, querido Cavendish, lo apenado que estoy con este trágico asunto.

—¿No puede usted ayudarnos a resolverlo, monsieur? —intervino Poirot, hablando por primera vez desde que habíamos entrado en el estudio.

—¿Yo?

—Sí. Hemos oído decir que mistress Inglethorp le escribió anoche. Debe de haber recibido usted la carta esta mañana.

—Sí, pero no contiene ninguna información de interés. Es sencillamente una nota pidiéndome que viniera a verla esta mañana, pues quería mi consejo en un asunto de gran importancia.

—¿No le insinúa de qué se trataba?

—No, por desgracia.

—Es una lástima —dijo Poirot.

Nos quedamos en silencio. Poirot se perdió en sus pensamientos durante unos cuantos minutos. Finalmente, se volvió de nuevo al abogado.

—Míster Wells, me gustaría preguntarle una cosa, si no es contrario a su ética profesional. En caso de que mistress Inglethorp muriera, ¿quién heredaría su dinero?

El abogado dudó un momento y luego replicó: