Выбрать главу

—Todo esto será del dominio público muy pronto, de modo que, si míster Cavendish no tiene nada que objetar…

—En absoluto —intervino John.

—No veo razón que impida contestar a su pregunta. Según el último testamento, fechado en agosto del pasado año, después de varios legados sin importancia a sirvientes, etcétera, deja toda su fortuna a su hijastro míster John Cavendish, al que quería mucho.

—Perdone la pregunta, míster Wells: ¿no era esta disposición muy injusta con respecto a su otro hijastro, Lawrence Cavendish?

—No, no lo creo así. Según los términos del testamento de su padre, en tanto que John heredaría la propiedad, Lawrence, a la muerte de su madrastra, entraría en posesión de una considerable suma. Mistress Inglethorp dejó su dinero a su hijastro mayor sabiendo que él tendría que conservar Styles. A mi modo de ver, fue un reparto muy justo y equitativo.

Poirot asintió, pensativo.

—Sí, ya veo. ¿Pero es cierto que, según la Ley inglesa, ese testamento quedaba automáticamente anulado al volver a casarse mistress Inglethorp?

Míster Wells hizo una señal de afirmación.

—Según iba a decir ahora, monsieur Poirot, ese documento no tiene actualmente ninguna validez.

Hein! —exclamó Poirot, preguntando después de reflexionar un momento—. ¿Conocía este hecho mistress Inglethorp?

—No lo sé. Seguramente…

—Lo sabía —dijo John inesperadamente—. Todavía ayer estuvimos discutiendo acerca de los testamentos anulados por el matrimonio.

—¡Ah! Otra pregunta, míster Wells. Dijo usted «su último testamento». ¿Es que mistress Inglethorp había hecho más testamentos con anterioridad?

—Por término medio, hacía un nuevo testamento por lo menos una vez al año —dijo míster Wells imperturbable—. Era dada a cambiar de opinión respecto a sus disposiciones testamentarias, beneficiando ahora a uno y luego a otro miembro de la familia.

—Supongamos —sugirió Poirot— que, sin saberlo usted, hubiera otorgado otro testamento en favor de alguien que no fuera de la familia, digamos, en favor de miss Howard, por ejemplo, ¿le sorprendería a usted?

—En absoluto.

—¡Ah!

Poirot parecía haber agotado sus preguntas. Me acerqué a él, mientras John y el abogado discutían sobre la conveniencia de revisar los papeles de mistress Inglethorp.

—¿Cree usted que mistress Inglethorp hizo un testamento dejando todo su dinero a miss Howard? —pregunté en voz baja, con cierta curiosidad.

Poirot sonrió.

—No.

—Entonces, ¿por qué lo preguntó usted?

—¡Silencio!

John Cavendish se había vuelto hacia Poirot para preguntarle:

—¿Viene con nosotros, monsieur Poirot? Vamos a revisar los papeles de mi madre. Míster Inglethorp está dispuesto a confiarnos esa tarea a míster Wells y a mí.

—Lo que simplifica mucho las cosas —murmuró el abogado—, ya que legalmente, por supuesto, estaba autorizado a…

No terminó la frase.

—Miraremos primero en el escritorio del boudoir —explicó John—, y después subiremos a su cuarto. Tenemos que revisar minuciosamente una caja de documentos de color morado donde guardaba sus papeles más importantes.

—Sí —dijo el abogado—, es muy posible que haya en la caja un testamento posterior al que yo tengo.

Hay un testamento posterior.

Fue Poirot quien habló.

John y el abogado miraron a Poirot, sobresaltados.

—¿Qué?

—Mejor dicho —siguió mi amigo, sin perder su calma—, lo había.

—¿Qué quiere usted decir con eso de lo había? ¿Dónde está ahora?

—Quemado.

—¿Quemado?

—Sí. Miren esto.

Mostró el fragmento chamuscado que había encontrado en el hogar de la chimenea del cuarto de mistress Inglethorp y se lo entregó al abogado, explicándole brevemente dónde y cuándo lo había encontrado.

—Puede ser que fuera un testamento antiguo.

—No lo creo. En realidad, estoy casi seguro de que fue redactado ayer tarde.

—¿Qué? ¡Imposible! —saltaron a una los dos hombres.

Poirot se dirigió a John.

—Si me permite usted que mande a buscar a su jardinero, se lo demostraré.

—Claro que sí, pero no veo…

Poirot alzó una mano.

—Haga lo que le digo. Después formulará cuantas preguntas desee.

—Muy bien.

Tocó un timbre y Dorcas se presentó sin tardar.

—Dorcas, ¿quiere decirle a Manning que venga, que tengo que hablarle?

—Sí, señor.

Dorcas se retiró.

Esperamos en un silencio lleno de tirantez. Sólo Poirot parecía estar completamente a sus anchas y quitó el polvo de una esquina olvidada de la librería.

Las pisadas en la arena de una botas claveteadas anunciaron la proximidad de Manning. John consultó a Poirot con la mirada y éste asintió con la cabeza.

—Entre, Manning, quiero hablarle —dijo John.

Manning entró despacio y titubeando a través de la puerta-ventana, quedándose tan cerca de ella como le fue posible. Tenía la gorra en la mano y le daba vueltas y más vueltas sin cesar. Se encorvaba mucho, aunque probablemente no era tan viejo como parecía, y sus ojos, vivos e inteligentes, contradecían sus palabras, lentas y cautelosas.

—Manning —dijo John—, este señor va a hacerle unas preguntas y yo quiero que usted le conteste.

—Sí, señor —musitó Manning.

Poirot se acercó a él con ligereza. La mirada de Manning resbaló sobre él con cierto desprecio.

—Estaba usted ayer tarde plantando un macizo de begonias en la parte sur de la casa, ¿no es así, Manning?

—Sí, señor; yo y William.

—Y mistress Inglethorp se acercó a la ventana y les llamó, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Dígame usted exactamente lo que ocurrió después de acaecer esto.

—No gran cosa, señor. Ella le dijo a William que cogiera la bicicleta y fuera al pueblo a buscar papel para un testamento, o algo por el estilo, no sé bien; se lo escribió.

—¿Y qué más?

—William fue, señor.

—¿Y qué ocurrió después?

—Continuamos con las begonias, señor.

—¿No les volvió a llamar mistress Inglethorp?

—Sí, señor; nos llamó a los dos, a William y a mí.

—¿Y luego?

—Nos hizo firmar al final de un papel muy largo, debajo de donde ella había firmado.

—¿Vio usted algo de lo que estaba escrito antes de la firma de ella? —preguntó Poirot vivamente.

—No, señor; había un trozo de secante encima de aquella parte.

—¿Y firmaron ustedes donde les dijo?

—Sí, señor, yo primero y después William.

—¿Qué hizo ella después con el documento?

—Lo metió dentro de un sobre largo y lo guardó en una especie de caja morada que había en el escritorio.

—¿Qué hora era cuando les llamó a ustedes por primera vez?

—A eso de las cuatro, creo yo, señor.

—¿No sería más temprano? ¿A las tres y media, por ejemplo?

—No, me parece que no, señor. Más bien un poco después de las cuatro, no antes.

—Gracias, Manning, está bien —dijo Poirot amablemente.

El jardinero consultó a su amo con la mirada, John asintió y Manning se retiró por la puerta-ventana, llevándose un dedo a la frente a guisa de saludo y murmurando entre dientes algo ininteligible.

Nos miramos unos a otros.

—¡Cielo santo! —murmuró John—. ¡Qué coincidencia más extraordinaria!

—¿Cómo coincidencia?

—Que mi madre hubiera hecho el testamento el mismo día de su muerte.

Wells se aclaró la garganta y observó fríamente:

—¿Está usted seguro de que es una coincidencia, Cavendish?

—¿Qué quiere decir?

—Su madre, según me ha dicho, tuvo una violenta disputa con… alguien, ayer tarde.

—¿Qué quiere decir? —volvió a exclamar John.