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Había cierto temblor en su voz a la vez que se había puesto muy pálido.

—Como consecuencia de aquella pelea, su madre, súbitamente y a toda prisa, hace un nuevo testamento. Nunca sabremos el contenido de ese testamento. A nadie habló de sus disposiciones. Sin duda, esta mañana me hubiera consultado a mí el asunto, pero no tuvo oportunidad. El testamento desaparece y ella se lleva el secreto a su tumba. Cavendish, me temo que esto no es una coincidencia. Monsieur Poirot, estoy seguro de que está usted de acuerdo conmigo en que estos hechos sugieren muchas cosas.

—De todos modos —interrumpió John—, estamos muy agradecidos a monsieur Poirot por haber aclarado este punto. De no ser por él, nunca hubiéramos tenido noticia del testamento. ¿Puede decirme, monsieur, qué fue lo que le indujo a sospechar su existencia?

Poirot contestó sonriendo:

—Un viejo sobre garabateado y un macizo de begonias recién plantado.

Supongo que John hubiera seguido preguntando, pero se oyó el ronroneo del motor de un coche y todos nos acercamos a la ventana, a tiempo de ver un automóvil que pasaba rápidamente.

—¡Evie! —exclamó John—. Perdóneme, Wells.

Salió corriendo al vestíbulo.

Poirot me miró instintivamente.

—Miss Howard —expliqué.

—Ah, me alegro de que haya venido. Esa mujer tiene cabeza y corazón, Hastings, aunque Dios no le haya dado belleza.

Seguí el ejemplo de John y salí al vestíbulo, donde miss Howard luchaba por desembarazarse del montón de velos que envolvían su cabeza. Cuando fijó en mí sus ojos, un doloroso sentimiento de culpabilidad me hirió. Esa mujer me había advertido encarecidamente del peligro y, por desgracia, yo no había tenido en cuenta su advertencia. ¡Qué pronto y qué despectivamente la había alejado de mi imaginación! Me sentí avergonzado al ver comprobados sus temores de modo tan trágico. Miss Howard conocía bien a Alfred Inglethorp. Me pregunté si la tragedia hubiera ocurrido de hallarse ella en Styles. ¿Habría temido el asesino su mirada vigilante?

Me sentí aliviado cuando me estrechó la mano con aquel apretón doloroso que yo recordaba muy bien. Me miró tristemente, pero sin reprocharme nada. Comprendí por lo rojo de sus párpados que había llorado amargamente, pero su actitud era tan áspera como de costumbre.

—Salí al recibir el telegrama. He tenido guardia de noche. Alquilé un coche. El modo más rápido de llegar aquí.

—¿Has comido algo, Evie?

—No.

—Lo suponía. Ven, todavía no han retirado el desayuno y pueden hacerte té nuevo —se volvió hacia mí—. Cuídate de ella, Hastings, ¿quieres? Wells me está esperando. Ah, aquí está monsieur Poirot. Está ayudándonos en este asunto, Evie.

Miss Howard estrechó la mano de Poirot, pero miró a John con suspicacia por encima de su hombro.

—¿Qué quiere decir eso de «ayudándonos»?

—Está ayudándonos en la investigación.

—Nada de investigación. ¿Está ya en la cárcel?

—¿En la cárcel? ¿Quién?

—¿Quién? Alfred Inglethorp, por supuesto.

—Querida Evie, ten cuidado. Lawrence opina que mi madre ha muerto de un ataque al corazón.

—¡El tonto de Lawrence! —replicó miss Howard—. Está claro que Alfred Inglethorp asesinó a la pobre Emily, como siempre lo pronostiqué.

—Querida Evie, no grites tanto. Por mucho que pensemos o sospechemos, es mejor hablar lo menos posible por el momento. La indagatoria no se celebrará hasta el viernes.

—¡Rábanos cocidos! —el resoplido de miss Howard fue realmente magnífico—. Habéis perdido todos la cabeza. Para entonces el hombre estará fuera del país. Si tiene algún sentido, no se va a quedar aquí esperando a que lo cuelguen.

John Cavendish la miró con desesperación.

—Ya sé lo que pasa —le afeó ella—. Habéis estado escuchando a los médicos. ¿Qué saben ellos? Nada, o lo bastante para hacerlos peligrosos. Lo sé bien; mi padre era médico. Ese Wilkins es el tonto más redomado que me encontré en mi vida. ¡Ataque al corazón! ¡Qué se va a esperar que diga ése! Cualquiera que no esté loco vería enseguida que su marido la ha envenenado. Siempre he dicho que acabaría asesinándola en su propia cama. ¡Alma mía! Ya lo ha hecho. Y todo lo que se os ocurre decir es que si ataque al corazón, que si la indagatoria… Debías estar avergonzado, John Cavendish.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó John, sin poder reprimir una débil sonrisa—. Déjalo ya, Evie, no puedo arrastrarlo al puesto de policía agarrado por el pescuezo como si fuera un perro.

—Bueno, tienes que hacer algo. Descubrir cómo lo hizo. Es un tipo muy astuto. Juraría que usó papeles de matar moscas. Pregunta a la cocinera si le falta alguno.

Comprendí que albergar bajo el mismo techo a miss Howard y a Alfred Inglethorp y mantener la paz entre ellos iba a ser tarea de romanos y no envidié a John. Pude ver por la expresión de su rostro que se daba cuenta de lo difícil de la situación. Por de pronto, trató de salvarse con la retirada y salió del cuarto precipitadamente.

Dorcas trajo el té recién hecho. Cuando se marchó, Poirot se acercó desde la ventana donde había permanecido todo el tiempo y se sentó, mirando a miss Howard.

—Señorita —dijo gravemente—, quisiera hacerle una pregunta.

—Adelante —dijo ésta, mirándole con cierta animosidad.

—Quisiera poder contar con su ayuda.

—Le ayudaré con gusto a colgar a Alfred —replicó, ceñuda—. Aunque la horca es demasiado buena para él. Debería ser arrastrado y descuartizado, como en los buenos tiempos.

—Entonces, estamos de acuerdo —dijo Poirot—, porque yo también quiero colgar al criminal.

—¿A Alfred Inglethorp?

—A él o a quien sea.

—No puede ser otro. La pobre Emily no fue asesinada hasta que él vino. No digo que no estuviera rodeada de tiburones, lo estaba. Pero lo único que hacían era vigilar su pulso. Su vida no estaba en peligro. Pero viene míster Alfred Inglethorp y en dos meses, ¡pumba!

—Créame, miss Howard —dijo Poirot muy seriamente—: si míster Inglethorp es el hombre que buscamos, no se me escapará. Palabra de honor que haré que lo cuelguen en lo más alto.

—Eso es otra cosa —dijo miss Howard con más entusiasmo.

—Pero tengo que pedirle que confíe en mí. Su ayuda puede serme muy útil. Y le diré por qué: porque de todos los de la casa, sus ojos son los únicos que han llorado.

Miss Howard pestañeó y su voz brusca sonó algo distinta.

—Si lo que quiere usted decir es que la quería, sí, es cierto, la quería. ¿Sabe usted? Emily era una vieja egoísta a su modo. Era muy generosa, pero siempre quería su recompensa. Nunca dejaba a las personas olvidar lo que había hecho por ellas, y por eso no se hizo querer. No creo que se diera cuenta de esto, o echara de menos el cariño; al menos, así lo espero. Mi posición era muy distinta. Supe ocupar mi puesto desde el primer momento. «Le cuesto a usted tantas libras al año. Muy bien pero ni un penique más ni un par de guantes, ni una entrada al teatro». Ella no lo comprendió. Algunas veces se ofendía mucho. Decía que yo era estúpidamente orgullosa. No era eso. Era algo que no puedo explicar. De todos modos, pude mantener mi propia estimación. Y por eso, estando fuera de la pandilla, fui la única que pudo permitirse el lujo de quererla. Yo la custodiaba, la guardaba de todos ellos. Y entonces aparece un granuja con mucha labia y, ¡hala!, todos mis años de devoción perdidos.

Poirot asintió, comprensivo.

—Comprendo, mademoiselle, comprendo todo lo que usted siente. Es completamente natural. Usted cree que somos muy fríos, que nos falta fuego y energía; pero créame, no es así.

En ese momento John asomó la cabeza y nos invitó a subir al cuarto de mistress Inglethorp, ya que él y míster Wells habían terminado de revisar el escritorio del boudoir.