Subiendo las escaleras, John volvió la vista hacia el comedor y dijo en tono confidenciaclass="underline"
—Oigan, ¿qué va a pasar cuando esos dos se encuentren?
Moví la cabeza con desesperación.
—Le he dicho a Mary que haga todo lo posible por mantenerlos separados.
—¿Lo conseguirá?
—Sólo Dios lo sabe. Claro que el propio Inglethorp no estará precisamente ansioso de encontrarse con ella.
—Tiene usted las llaves, ¿verdad, Poirot? —pregunté cuando llegamos a la puerta del cuarto cerrado.
Cogiendo las llaves que Poirot le ofreció, John abrió la puerta y todos entramos. El abogado fue directamente al escritorio y John le siguió.
—Mi madre guardaba la mayor parte de sus papeles importantes en esta caja, creo.
Poirot sacó el pequeño manojo de llaves.
—Permítame. La cerré esta mañana, por precaución.
—Pues ahora no está cerrada.
—¡Imposible!
—Mire.
Y John levantó la tapa mientras hablaba.
—Mille tonnerres! —gritó Poirot, confundido—. ¡Y yo que tenía las llaves en el bolsillo! —se precipitó sobre la caja. De pronto, se puso rígido—. En voilà une affaire! ¡La cerradura ha sido forzada!
—¿Qué?
Poirot dejó la caja en su sitio.
—¿Pero quién la ha forzado? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¡Si la puerta estaba cerrada!
Todas estas exclamaciones salieron de nosotros desconectadamente.
Poirot contestó categóricamente, casi de un modo maquinaclass="underline"
—¿Quién? Ahí está el problema. ¿Por qué? ¡Ah, si lo supiera! ¿Cuándo? Después que yo estuve aquí, hace una hora. En cuanto a que la puerta estuviera cerrada, la cerradura es muy corriente. Probablemente, cualquiera de las llaves de las puertas que dan al pasillo podría abrirla.
Nos miramos unos a otros, estúpidamente. Poirot se había acercado a la chimenea, donde mecánicamente se puso a ordenar los diversos objetos colocados en la repisa. Estaba aparentemente tranquilo, pero sus manos temblaban.
—Escuchen; lo que pasó es esto —dijo al fin—. Algo había en esa caja, alguna prueba, quizá de poca importancia en sí misma; pero que bastaba para relacionar al asesino con el crimen. Era vital para él destruirla antes de que fuera descubierta y comprendió su significado. Por eso corrió el riesgo, el enorme riego de entrar aquí. Como la caja estaba cerrada, tuvo que forzarla, denunciando así su presencia. Para que se haya arriesgado de este modo, tenía que ser algo sumamente importante.
—¿Pero qué era?
—¡Ah! —gritó Poirot con gesto airado—. ¡Eso no lo sé! Sin duda un documento, posiblemente el trozo de papel que Dorcas vio en su mano ayer por la tarde —su ira estalló libremente—. Y yo, ¡estúpido de mí!, sin sospecharlo. ¡Me he portado como un imbécil! No debí haber dejado aquí la caja, de ninguna manera. Debí habérmela llevado conmigo. ¡Burro y más que burro! Y ahora no está. Lo habrán destruido. ¿O quizá no? Habiendo una posibilidad, no debemos dejar piedra sobre piedra.
Se precipitó fuera del cuarto como un verdadero loco y yo le seguí, tan pronto como volví en mí. Pero cuando llegué a la escalera, ya no se le veía.
Mary Cavendish estaba en el lugar en que la escalera se bifurcaba, mirando con los ojos muy abiertos hacia el vestíbulo, por donde Poirot había desaparecido.
—¿Qué le ha ocurrido a su extraordinario amigo, míster Hastings? Pasó por mi lado corriendo como un caballo desbocado.
—Hay algo que le preocupa sobremanera —repliqué débilmente. En realidad, no sabía cuánto quería Poirot que yo dijera. Al ver en la boca expresiva de mistress Cavendish una sonrisa pálida, traté de desviar la conversación diciendo—. ¿Todavía no se han encontrado?
—¿Quiénes?
—Míster Inglethorp y miss Howard.
Me miró de un modo desconcertante.
—¿Cree usted realmente que sería un desastre tan grande si se encontrasen?
—¿Usted no?
—No —sonreía a su modo tranquilo—. Me gustaría presenciar un buen arrebato de cólera. Purificaría la atmósfera. Hasta ahora, todos pensamos mucho y decimos muy poco.
—John no piensa así —observé—. Quiere evitar a toda costa que se encuentren.
—¡Ah, John!
Algo en el tono de su voz me excitó, y estallé:
—¡John es un chico estupendo!
Me observó con curiosidad durante un minuto o dos y al fin dijo, con gran sorpresa por mi parte:
—Es usted leal con su amigo. Por eso me gusta usted.
—¿No es usted amiga mía también?
—Yo soy muy mala amiga.
—¿Por qué dice eso?
—Porque es cierto. Soy encantadora con mis amigos un día y al siguiente los olvido por completo.
No sé lo me empujó a ello, pero estaba irritado e hice una observación tonta y del peor gusto:
—Con el doctor Bauerstein, no obstante, es usted siempre encantadora.
Inmediatamente me arrepentí de mis palabras. Su rostro se endureció. Tuve la impresión de que una cortina de acero ocultaba su verdadera personalidad. Sin una palabra, giró sobre sus talones y se fue rápidamente escaleras arriba, mientras yo me quedaba como un idiota, mirándola boquiabierto.
Me sacó de mis pensamientos un horrible alboroto en el piso de abajo. Poirot hablaba a gritos con los criados, dándoles toda clase de explicaciones. Me irritó pensar que mi diplomacia había sido inútil. Poirot parecía querer convertir toda la casa en confidente suyo, procedimiento que juzgué improcedente. Una vez más lamenté el que mi amigo fuera tan inclinado a perder la cabeza en momentos de excitación. Bajé rápidamente las escaleras. Al verme, Poirot se calmó casi inmediatamente. Me lo llevé aparte.
—Pero amigo mío —dije—, ¿le parece prudente lo que hace? ¿No querrá usted que toda la casa se entere del hecho? Está usted haciendo el juego al criminal.
—¿Lo cree usted así, Hastings?
—Estoy seguro.
—Bueno, bueno, amigo mío; me guiaré por usted.
—Bien. Aunque, por desgracia, es un poco tarde.
—Cierto.
Parecía tan cabizbajo y avergonzado que lamenté lo dicho, aunque seguía pensando que mi reprimenda había sido justa y sensata.
—Bien, vámonos, mon ami —dijo al fin.
—¿Ya ha terminado aquí?
—Por el momento, sí. ¿Me acompaña hasta el pueblo?
—Con mucho gusto.
Cogió su maletín y salimos por la puerta-ventana del salón. Cynthia entraba en aquel momento y Poirot se hizo a un lado para dejarla pasar.
—Perdone un momento, mademoiselle.
—Dígame.
La muchacha se volvió, interrogante.
—¿Ha preparado usted alguna vez las medicinas de mistress Inglethorp?
Un tinte rosa coloreó sus mejillas y contestó forzadamente:
—No.
—¿Únicamente los polvos?
El rubor de Cynthia se acentuó al contestar:
—¡Ah, sí! Una vez le llevé unos polvos para dormir.
—¿Estos?
Poirot mostró la caja de polvos vacía.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Puede decirme en qué consistían? ¿Sulfonal? ¿Veronal?
—No, eran polvos de bromuro.
—¡Ah! Gracias, mademoiselle; buenos días.
Mientras nos alejábamos a buen paso, le miré más de una vez. Ya antes había observado con frecuencia que, cuando algo le excitaba, sus ojos se volvían verdes como los de los gatos. Entonces estaban brillantes como esmeraldas.
—Amigo mío —saltó por fin—, tengo una pequeña idea; es una idea muy extraña y quizá completamente imposible; pero encaja.
Me encogí de hombros. Pensé para mí que Poirot era demasiado aficionado a esas ideas fantásticas. En el presente caso, la verdad era sencilla y patente.
—De modo que ésa era la explicación de la etiqueta en blanco de la caja —observé—. Muy sencillo, como usted dijo. Me extraña realmente que no se me haya ocurrido a mí.
Poirot parecía no escucharme.
—Han hecho otro descubrimiento, là-bas —observó, señalando con el dedo en la dirección de Styles—. Míster Wells me lo dijo cuando subíamos.