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—¡Mire, Poirot! —dije.

Poirot se inclinó sobre la ventana.

Tiens! —dijo—. Es míster Mace, el de la farmacia. Viene hacia aquí.

El joven se detuvo delante de Leastway Cottage y, después de una corta vacilación, golpeó vigorosamente la puerta.

—¡Un momentito! —gritó Poirot, asomándose—. ¡Ya voy!

Haciéndome señas de que le siguiera, se precipitó escaleras abajo y abrió la puerta. El doctor Mace empezó a hablar en el acto.

—Monsieur Poirot, siento molestarle, pero he oído decir que acaban de llegar ustedes de la Casa.

—En efecto.

El joven se humedeció los labios resecos. Su rostro mostraba una extraña agitación.

—Todo el pueblo habla de la muerte tan repentina de mistress Inglethorp. Dice… —bajó la voz cautelosamente—. Dicen que fue vilmente envenenada.

Poirot permaneció impasible.

—Sólo los médicos pueden decirlo, míster Mace.

—Sí, claro, naturalmente.

El joven titubeaba, pero su tensión nerviosa se hizo excesiva. Agarró a Poirot por un brazo y su voz se convirtió en un susurro:

—Dígame sólo una cosa, monsieur Poirot, no fue… no fue con estricnina, ¿verdad?

No pude oír bien lo que Poirot respondió, pero creería que se reservó su opinión. El joven se marchó y Poirot se quedó mirando, mientras cerraba la puerta.

—Sí —dijo con voz grave—. Tiene algo que declarar en la indagatoria.

Subimos de nuevo lentamente. Iba a empezar a hablar, pero Poirot me detuvo con un gesto de la mano.

—Ahora no, ahora no, amigo mío. Tengo que reflexionar. Tengo la mente en desorden y eso no está bien. He de concentrarme.

Durante cosa de diez minutos permaneció en el más absoluto silencio, completamente inmóvil, a no ser por ciertos movimientos expresivos de las cejas, y sus ojos iban tornándose cada vez más verdes. Al fin, suspiró profundamente.

—Ya está. Pasó el mal momento. Ahora todo está ordenado y clasificado. No debemos consentir nunca que reine la confusión. No es que el caso esté claro todavía, no. ¡Es de los más complicados! ¡Me desconcierta a mí, a mí, a Hércules Poirot! Hay dos hechos de gran importancia.

—¿Cuáles son?

—El primero, el tiempo que hizo ayer. Esto es muy importante.

—¡Pero si hizo un día maravilloso! —interrumpí—. ¡Usted me está tomando el pelo!

—En absoluto. El termómetro marcaba ayer cerca de veintisiete grados a la sombra. No lo olvide, amigo mío. ¡Ahí está la clave del enigma!

—¿Y el otro detalle? —pregunté.

—El que míster Inglethorp usa trajes muy extraños, tiene barba negra y lleva gafas.

—Poirot, no puedo creer que esté hablando en serio.

—Completamente en serio, amigo mío.

—¡Pero esto es pueril!

—No, es trascendental.

—Y suponiendo que el jurado pronuncie contra Alfred Inglethorp un veredicto de asesinato premeditado, ¿dónde irán a parar sus teorías?

—No se alteraría porque doce estúpidos cometan un error. Pero no ocurrirá eso. En primer lugar, porque un jurado campesino no desea tomar decisiones de gran responsabilidad y míster Inglethorp ocupa prácticamente la posición del señor del lugar. Además —añadió plácidamente—, yo no lo permitiré.

—¿Usted no lo permitirá?

—No.

Miré al extraordinario hombrecillo, entre irritado y divertido. Estaba completamente seguro de sí mismo. Como si leyera en mis pensamientos, insistió dulcemente:

—Sí, sí, amigo mío, haré lo que le digo.

Se levantó y puso una mano sobre mi hombro. Su fisonomía había sufrido un cambio completo. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

—Ya ve usted, me acuerdo de la pobre mistress Inglethorp, que está muerta. No es que fuera muy querida, no; pero ha sido muy buena con nosotros los belgas y estoy en deuda con ella.

Traté de interrumpirle, pero Poirot continuó con dignidad:

—Déjeme que le diga una cosa, Hastings. La pobre mistress Inglethorp nunca me perdonaría si yo permitiera que su marido fuera detenido ahora, cuando una palabra mía puede salvarlo.

CAPÍTULO VI

LA INDAGATORIA

EN el tiempo que medió hasta la celebración de la pesquisa, Poirot desplegó una actividad inagotable. Por dos veces se encerró con míster Wells. Dio también largos paseos por el campo. Me dolió el que no me hiciera sus confidencias, tanto más cuanto que no podía sospechar en absoluto qué era lo que se traía entre manos.

Se me ocurrió que quizá hubiera estado haciendo indagaciones en la granja de Raikes. De modo que, cuando el miércoles por la tarde me acerqué a Leastways Cottage y no lo encontré, anduve por los campos cercanos a la granja, con la esperanza de tropezarme con él. Pero no había el menor rastro de Poirot y no me decidí a ir directamente a casa de Raikes. Abandonando la búsqueda, me alejaba del lugar cuando me encontré con un viejo campesino que me miró con descaro, astutamente.

—Es usted de la Casa, ¿verdad? —preguntó.

—Sí. Estoy buscando a un amigo mío y pensé que podía haber venido en esta dirección.

—¿Un tipo pequeño, que mueve mucho las manos al hablar? ¿Uno de los belgas que están en el pueblo?

—Sí —dije con ansiedad—. ¿Es que ha estado aquí?

—Oh, sí, ¡claro que ha estado aquí! Y más de una vez. ¿Es amigo suyo? Ustedes los señores de la Casa son una buena pandilla.

Y siguió mirándome, cada vez con expresión más zumbona.

—¿Es que los señores de la Casa vienen aquí con frecuencia? —pregunté con tanta indiferencia como me fue posible.

Me guiñó un ojo con astucia.

Uno ¡vaya si viene! Sin nombrar a nadie. ¡Y que es un señor muy generoso! ¡Oh, gracias, señor! Sí, estoy seguro.

Continué mi camino en un estado de excitación. ¡De modo que Evelyn Howard tenía razón! Experimenté una fuerte sensación de desagrado al pensar en la generosidad de Alfred Inglethorp con el dinero de otra mujer. ¿Estaría aquella picaresca cara agitanada en el fondo del crimen, o sería el dinero el móvil? Probablemente, una mezcla de ambas cosas.

Había un punto que parecía obsesionar a Poirot. Por una o dos veces me indicó que Dorcas debía de haberse equivocado al fijar la hora de la disputa. Repetidamente insinuó a la sirvienta que eran las cuatro y media, y no las cuatro, cuando oyó las voces.

La pesquisa tuvo lugar el viernes, en el hotel del pueblo. Poirot y yo nos sentamos juntos, no habiendo sido llamados para prestar declaración.

Concluyeron los preliminares reconociendo el jurado el cadáver, que fue identificado como John Cavendish.

Al ser interrogado, John describió cómo se había despertado en las primeras horas de la madrugada y las circunstancias de la muerte de su madre.

A continuación tuvo efecto el testimonio médico. Se hizo un silencio absoluto y todos los ojos se fijaron en el famoso especialista de Londres, conocido como una de las mayores autoridades del día en materia de toxicología.

En breves palabras, resumió el resultado de la autopsia. Despojada su declaración de los tecnicismos y de la fraseología médica, estableció que mistress Inglethorp había sido envenenada con estricnina. A juzgar por la cantidad encontrada, debía haber tomado no menos de tres cuartos de un grano[*] de estricnina, pero probablemente un grano o algo más todavía.

—¿Cabe la posibilidad de que haya tomado el veneno por accidente? —preguntó el fiscal.

—Lo considero muy improbable. La estricnina no se emplea en usos domésticos, como otros venenos, y se vende con restricciones.

—¿No encontró usted nada en su examen que le indique cómo fue administrado el veneno?

—No.

—Creo que llegó usted a Styles antes que el doctor Wilkins, ¿verdad?