—Así es. Me encontré con el coche en la puerta del parque y corrí a la casa.
—¿Quiere decirnos exactamente lo que ocurrió después?
—Entré en el cuarto de mistress Inglethorp. En aquel momento sufría unas convulsiones tetánicas características. Se volvió hacia mí y dijo entrecortadamente: «¡Alfred! ¡Alfred!».
—¿Puede habérsele administrado la estricnina con el café que le llevó su marido después de cenar?
—Es posible, pero la estricnina es una droga de acción bastante rápida. Los síntomas aparecen una hora o dos después de ser ingerida. Su acción se retarda bajo ciertas condiciones, que no aparecen en este caso. Supongo que mistress Inglethorp tomó el café a eso de las ocho y los síntomas no se manifestaron hasta las primeras horas de la madrugada, lo que indica que la droga fue tomada mucho después de las ocho.
—Mistress Inglethorp tenía la costumbre de tomar una taza de chocolate durante la noche. ¿Pudo administrársele la estricnina con él?
—No, yo mismo cogí un poco del chocolate que quedaba en el cazo y lo hice analizar. No contenía estricnina.
Oí a Poirot reír entre dientes.
—¿Cómo lo supo usted? —le pregunté, en un susurro.
—Escuche.
—En realidad —continuó el doctor—, me hubiera sorprendido enormemente encontrar estricnina.
—¿Por qué?
—Sencillamente, porque la estricnina tiene un sabor muy amargo. Puede notarse en una solución de uno en setenta mil y sólo puede disimularse con alguna sustancia de sabor muy fuerte. El chocolate no reúne esa condición.
Un miembro del jurado quiso saber si la misma objeción era aplicable al café.
—No. El café tiene un sabor amargo que, posiblemente, anularía el de la estricnina.
—Entonces, ¿considera usted más probable que la droga fuera administrada con el café, pero que por alguna razón desconocida, su acción se retrasó?
—Sí; pero como la taza quedó tan finamente desmenuzada, no hay posibilidad de analizar su contenido.
Con esto terminó la declaración del doctor Bauerstein. El doctor Wilkins la corroboró en todas sus partes. Interrogado sobre la posibilidad de suicidio, la rechazo terminantemente. La muerta, dijo, tenía débil el corazón, pero por lo demás disfrutaba de perfecta salud y era de naturaleza alegre y equilibrada. Nunca hubiera pensado en quitarse la vida.
A continuación llamaron a Lawrence Cavendish. Su declaración no tuvo importancia, limitándose a repetir la de su hermano. En el momento en que se retiraba, se detuvo y dijo, titubeando:
—¿Puedo exponer una idea?
—Naturalmente, míster Cavendish. Estamos aquí para averiguar la verdad de este asunto y cualquier indicación que pueda ayudarnos a conseguirlo será bien recibida.
—Es sólo una idea mía —explicó Lawrence—. Puedo estar equivocado, por supuesto, pero a mí me parece que la muerte de mi madre puede ser explicada por medios naturales.
—¿Cómo se la explica usted, míster Cavendish?
—Mi madre, desde algún tiempo antes de su muerte había estado tomando un tónico que contenía estricnina.
—¡Ah! —dijo el fiscal.
Uno del jurado levantó la vista, interesado.
—Creo —continuó Lawrence— que ha habido casos en los que el efecto acumulativo de una droga, tomada durante algún tiempo, ha terminado por producir la muerte. ¿Y no puede ser también que haya tomado por equivocación una dosis exagerada de la medicina?
—Es la primera vez que oímos decir que la muerta tomara antes estricnina. Se lo agradecemos mucho, míster Cavendish.
El doctor Wilkins fue llamado de nuevo y ridiculizó la idea.
—Lo que sugiere míster Cavendish es completamente imposible. Cualquier médico le diría a usted lo mismo. La estricnina es, en cierto sentido, un veneno acumulativo, pero es completamente imposible que la muerte sobreviniera tan súbitamente. Tenía que haber habido un largo período de síntomas crónicos, que hubieran llamado inmediatamente mi atención. Todo esto es absurdo.
—¿Y la segunda suposición? ¿No ha podido mistress Inglethorp tomar equivocadamente una dosis excesiva?
—Ni tres ni cuatro dosis hubieran producido la muerte. Mistress Inglethorp siempre tenía preparada una gran cantidad de medicina, porque era cliente de Coots, los farmacéuticos de Tadminster. Hubiera tenido que tomar casi todo el frasco para explicar la cantidad de estricnina encontrada en la autopsia.
—Entonces, ¿cree usted que debemos desechar la idea de que el tónico haya podido ser de algún modo la causa de la muerte?
—Desde luego. La suposición es ridícula.
El mismo miembro del jurado que había interrumpido antes sugirió que el farmacéutico que había preparado la medicina podía haber cometido un error.
—Eso, por supuesto, siempre es posible —replicó el doctor.
Pero Dorcas, que fue llamada a continuación, disipó también esta posibilidad. La medicina no había sido preparada recientemente. Al contrario, mistress Inglethorp había tomado la última dosis el día de su muerte.
De ese modo, la idea del tónico fue abandonada finalmente y el fiscal siguió con su tarea. Dorcas declaró cómo había sido despertada por la violenta llamada de la campanilla de la señora y cómo a continuación levantó a toda la casa, pasando el fiscal después al tema de la disputa de la noche anterior.
La declaración de Dorcas en este punto fue en sustancia la misma que Poirot y yo habíamos oído ya; de modo que no la repito.
El testigo siguiente fue Mary Cavendish. Se mantuvo muy firme y habló en voz baja, clara y completamente tranquila. Contestando a la pregunta del fiscal, dijo que su reloj despertador había sonado a los 4.30, como de costumbre, y que estaba vistiéndose cuando la sobresaltó el ruido de la caída de algo pesado, no pudiendo deducir qué cuerpo podía haberlo originado.
—Debió ser la mesa que está junto a la cama —comentó el fiscal.
—Abrí la puerta —continuó Mary— y escuché. A los pocos minutos la campanilla sonó violentamente. Dorcas vino corriendo y despertó a mi marido y todos juntos fuimos al cuarto de mi madre política, pero estaba cerrado…
El fiscal la interrumpió:
—Creo que no necesitamos molestarla a usted más en ese punto. Sabemos todo lo que tenemos que saber acerca de los hechos subsiguientes. Pero le agradecería mucho nos contara lo que oyó de la disputa del día anterior.
—¿Yo?
En su voz había cierta insolencia. Se arregló con la mano el volante de encaje de su cuello, volviendo un poco la cabeza cuando lo hacía. Y un pensamiento cruzó rápidamente por mi imaginación: «¡Está ganando tiempo!».
—Sí, ya sé que estaba usted sentada leyendo en el banco junto a la ventana del boudoir —continuó el fiscal lentamente—. ¿No es así?
La noticia era nueva para mí y, mirando a Poirot de reojo, me hizo suponer que también lo resultaba para él.
Hubo una pausa muy breve, sólo un momento de duda, antes de que ella contestara.
—Sí, así es.
—Y la ventana del boudoir estaba abierta, ¿no es cierto?
Palideció ligeramente al contestar.
—Sí.
—Entonces tiene que haber oído la conversación sostenida en el boudoir, especialmente si hablaban alto, con cólera. Realmente, desde donde estaba usted tenía que oírse mejor aún que desde el vestíbulo.
—Posiblemente.
—¿Quiere repetirnos lo que oyó de la disputa?
—La verdad es que no recuerdo haber oído nada.
—¿Quiere usted decir que no oyó las voces?
—¡Oh, sí, oí voces! Pero no oí lo que decían —sus mejillas se colorearon ligeramente—. No tengo la costumbre de escuchar conversaciones privadas.
El coroner insistió.
—¿Y no recuerda usted nada en absoluto? ¿Nada, mistress Cavendish? ¿Ni siquiera una palabra o una frase perdida que le indicaran que se trataba de una conversación privada?