De pronto detuvo el coche y miró su reloj.
—No sé si tendremos tiempo de recoger a Cynthia. No, ya habrá salido del hospital.
—¿Tu mujer?
—No, es una protegida de mi madre, hija de una compañera de colegio que se casó con un bribón. Fracasó rotundamente y la niña quedó huérfana y sin un céntimo. Mi madre la recogió y lleva casi dos años con nosotros. Trabaja en el hospital de la Cruz Roja de Tadminster, a siete millas de aquí.
Mientras pronunciaba las últimas palabras, nos deteníamos frente a la casa, antigua y hermosa. Una señora vestida con gruesa falda de tweed y que se inclinaba sobre un macizo de flores, se levantó al vernos.
—¿Qué hay, Evie? Éste es nuestro heroico herido. Míster Hastings, miss Howard.
Y así hizo las presentaciones mi amigo John.
Miss Howard me estrechó la mano calurosamente, casi me hizo daño. En su cara, quemada por el sol, resaltaban los ojos, profundamente azules. Era una mujer de unos cuarenta años y de agradable aspecto, con voz profunda, algo masculina, y cuerpo fuerte y anguloso. Enseguida noté que su conversación era cortada, al estilo telegráfico.
—Los hierbajos se propagan como el fuego. Imposible librarse de ellos. Tendré que reclutarle a usted. Tenga cuidado.
—Le aseguro que me encantará ser útil en algo —respondí.
—No diga eso. Se arrepentiría.
—No seas cínica, Evie —dijo John riendo—. ¿Dónde tomamos el té, dentro o fuera?
—Fuera. Demasiado buen tiempo para encerrarse en casa
—Pues ven, ya has trabajado bastante en el jardín. El labrador se ha ganado su jornal. Anda, ven a refrescarte.
—Bueno —dijo miss Howard, quitándose los guantes de jardinero—. De acuerdo contigo.
Nos condujo al lugar donde estaba dispuesto el té bajo la sombra de un gran sicómoro.
Una figura femenina se levantó de una de las sillas de mimbre y avanzó unos pasos para recibirnos.
—Mi mujer, Hastings —dijo John.
Nunca olvidaré el primer encuentro con Mary Cavendish. Se han grabado en mi memoria en forma indeleble su alta y esbelta silueta recortándose contra la fuerte luz, el fuego dormido que se adivinaba en ella, aunque sólo encontrase expresión en sus maravillosos ojos dorados, su quietud, que insinuaba la existencia de un espíritu indomable dentro de un cuerpo exquisitamente cultivado.
Me recibió con unas palabras de agradable bienvenida, pronunciadas con voz baja y clara, y me dejé caer en una silla de mimbre, feliz por haber aceptado la invitación de John. Mistress Cavendish me sirvió el té y sus tranquilas observaciones fortalecieron mi primera impresión: era una mujer extraordinariamente atractiva. Animado por la viva atención que me demostraba mi anfitriona, descubrí con voz humorística ciertos incidentes de la casa de convalecencia, y puedo ufanarme de haberla divertido grandemente. Desde luego, John es muy buen chico, pero su conversación no tiene nada de brillante.
En aquel momento llegó a nosotros, a través de una ventana abierta, una voz que yo recordaba muy bien:
—Quedamos, Alfred, en que escribirás a la princesa después del té. Yo escribiré a lady Tadminster para el segundo día. ¿O esperaremos a ver lo que dice la princesa? En caso de que se niegue, lady Tadminster podía presidir el primer día, y mistress Crosbie el segundo. Y la duquesa la fiesta de la escuela.
Se oyó una voz masculina y contestar a mistress Inglethorp.
—Tienes razón. Después del té. Estás en todo.
La puerta-ventana se abrió un poco más y por ella salió al césped una hermosa señora de cabellos blancos, con facciones algo dominantes. La seguía un hombre en actitud obsequiosa.
Mistress Inglethorp me recibió efusivamente.
—Míster Hastings. ¡Qué alegría volverle a ver después de tantos años! Querido Alfred, míster Hastings; mi marido.
Mire con cierta curiosidad al «querido Alfred». Desde luego, parecía extranjero. No me extrañó que a John le disgustara su barba: era una de las más largas y negras que había visto en mi vida. Llevaba anteojos con montura de oro y su rostro tenía una impasibilidad extraña. Me pareció que su puesto estaba en las tablas teatrales, pero en la vida real resultaba completamente fuera de lugar. Su voz era profunda y untuosa. Me dio la mano rígidamente, diciendo:
—Encantado, míster Hastings —y volviéndose a su esposa—. Querida Emily, ese cojín está un poco húmedo.
Ella sonrió cariñosamente a su marido, que le cambió el cojín con grandes demostraciones de afecto. Extraño apasionamiento en una señora inteligente como ella.
Con la llegada de Inglethorp, una especie de hostilidad velada se adueñó de la reunión. Sobre todo miss Howard no se molestó en ocultar sus sentimientos. Sin embargo, mistress Inglethorp no parecía darse cuenta de ello. Su volubilidad no había perdido nada con el transcurso de los años y habló incansablemente, sobre todo de la tómbola que estaba organizando y que tendría lugar muy pronto. De vez en cuando se dirigía a su marido para preguntarle algo relacionado con horarios y fechas. Él no abandonó su actitud vigilante y atenta. Desde el primer momento me disgustó sobremanera; y me ufano de juzgar certeramente a primera vista.
Poco después, mistress Inglethorp se volvió a Evelyn Howard para darle instrucciones sobre unas cartas y su marido se dirigió a mí con su bien timbrada voz:
—¿Es usted militar de carrera, míster Hastings?
—No, antes de la guerra estaba en la Compañía de seguros Lloyd’s.
—¿Y volverá usted allí cuando termine la guerra?
—Puede ser. Aunque quizá empiece algo nuevo.
Mary Cavendish se inclinó.
—Si le fuera posible seguir sus inclinaciones, ¿qué profesión escogería usted?
—Depende de ciertas cosas.
—¿No tiene usted una afición secreta? —preguntó—. ¿No se siente atraído por nada? Casi todos lo estamos, con frecuencia por algo absurdo.
—Se reiría usted de mí si se lo dijera.
Mary Cavendish sonrió.
—Quizá.
—Siempre he sentido la secreta ambición de ser detective.
—¿Un auténtico detective de Scotland Yard, o un Sherlock Holmes?
—Sherlock Holmes, por supuesto. Pero hablando en serio, es algo que me atrae enormemente. Conocí en Bélgica a un detective muy famoso, que me entusiasmó por completo. Era maravilloso. Decía siempre que el trabajo de un buen detective es únicamente cuestión de método. Mi sistema está basado en el suyo, aunque, por supuesto, lo he mejorado mucho. Era un hombre muy divertido, un dandi, pero maravillosamente hábil.
—Me gustan las buenas historias policíacas —observó miss Howard—. Sin embargo, son un montón de tonterías muchas veces. El criminal, descubierto en el último capítulo. Todo el mundo equivocado. En el crimen real se sabe enseguida.
—Gran número de crímenes han quedado sin aclarar —repliqué.
—No quiero decir la Policía, sino la gente que está dentro del crimen. La familia. Ellos no se engañan. Lo saben todo.
—¿Entonces usted cree —dije, muy divertido—, que si se viera mezclada en un crimen, digamos un asesinato, descubriría usted inmediatamente al asesino?
—Por supuesto no podría probarlo a los abogados. Pero yo creo que lo sabría. Si se me acercaba el asesino, lo notaría en el aire.
—Podría ser «la» asesina —sugerí.
—Podría. Pero el asesinato es algo violento. Más a menudo es asociado con la idea del hombre.
—Salvo en caso de veneno —la voz de mistress Cavendish me sobresaltó—. El doctor Bauerstein decía ayer que es muy probable que haya habido innumerables envenenamientos por completo insospechados, debido a la ignorancia de los métodos cuando se trata de venenos poco comunes.