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Mistress Cavendish pareció reflexionar. Aparentemente, seguía tan serena como siempre.

—Sí; recuerdo que mistress Inglethorp dijo algo, no sé exactamente qué, acerca de causar escándalo entre marido y mujer.

—¡Ah! —el fiscal se recostó satisfecho—. Eso concuerda con lo que Dorcas oyó. Pero perdóneme, señora Cavendish. ¿No se marchó usted de allí, a pesar de darse cuenta de que era una conversación personal? ¿Permaneció donde estaba?

Sorprendí un fulgor momentáneo en los ojos dorados de Mary Cavendish. Comprendí que de buena gana hubiera hecho pedazos al abogaducho, pero contestó tranquilamente:

—No. Estaba a gusto allí. Me absorbí en la lectura.

—¿Y eso es todo lo que puede decimos?

—Todo.

Se dio por terminado el interrogatorio de Mary Cavendish, aunque dudo que el fiscal quedara completamente satisfecho. Creo que sospechó que la testigo podía haber hablado más.

Amy Hill, dependiente de comercio, fue llamada a continuación y declaró haber vendido a William un impreso para testamento en la tarde del 17.

William Earl y Manning la sucedieron y declararon haber firmado un documento como testigos. Manning fijó la hora en las 4.30 aproximadamente; William opinó que debía ser un poco antes.

A continuación se presentó Cynthia Murdoch. Poco tenía que decir. No había sabido nada de la tragedia hasta que mistress Cavendish la había despertado.

—¿No oyó usted la caída de la mesa?

—No; estaba profundamente dormida.

El fiscal sonrió.

—El sueño del justo —observó—. Gracias, miss Murdoch; eso es todo.

—¡Miss Howard!

Miss Howard mostró la carta que le había escrito mistress Inglethorp en la tarde del 17. Poirot y yo, por supuesto, ya la habíamos visto. No añadió nada nuevo a lo que sabíamos de la tragedia. A continuación reproduzco el contenido de la carta:

17 de julio. Styles Court. Essex.

Querida Evelyn:

¿Quieres que hagamos las paces? Me ha costado trabajo olvidar lo que dijiste de mi querido esposo, pero soy una vieja que te tiene mucho afecto.

Con todo cariño,

Emily Inglethorp.

La carta fue entregada al jurado, que la examinó con toda atención.

—Me parece que no nos ayuda gran cosa —dijo el fiscal, suspirando—. No menciona en ella los acontecimientos de la tarde.

—Para mí, está claro como la luz del día —dijo miss Howard brevemente—. Esta carta demuestra que mi pobre amiga acababa de darse cuenta de cómo había hecho el ridículo.

—No hay nada por el estilo en la carta —señaló el fiscal.

—No, porque Emily nunca reconocería haber obrado mal. Pero yo la conocía. Quería que volviera. Claro que no iba a reconocer que yo había tenido razón. Andaba con rodeos. Como la mayoría de la gente. Yo no soy así.

Míster Wells sonrió débilmente, y lo mismo hicieron algunos miembros del jurado. Miss Howard debía ser una figura muy conocida.

—De todos modos, toda esta payasada es perder el tiempo —continuó mistress, mirando al jurado de arriba abajo, con desprecio—. ¡Hablar, hablar, hablar! Cuando todos sabemos perfectamente…

El fiscal la interrumpió, angustiado:

—Gracias, miss Howard; eso es todo.

Me figuro que suspiraría aliviado al ver que miss Howard obedecía.

Entonces llegó la sensación del día. El fiscal llamó a Albert Mace, el ayudante de la farmacia.

Era nuestro excitado joven de rostro pálido. Contestando a las preguntas del fiscal, explicó que era farmacéutico graduado y que trabajaba en esa farmacia desde hacía poco tiempo, por haber sido llamado a filas el ayudante anterior.

Concluidos los preliminares, el fiscal no perdió tiempo.

—Míster Mace, ¿ha vendido usted últimamente estricnina a alguna persona desautorizada?

—Sí, señor.

—¿Cuándo fue eso?

—El lunes pasado, por la noche.

—¿El lunes? ¿No fue el martes?

—No, señor; fue el lunes dieciséis.

—¿Quiere hacer el favor de decirme a quién se la vendió?

Se hubiera podido oír el vuelo de una mosca.

—Sí, señor. Se la vendí a míster Inglethorp.

Todas las miradas se volvieron simultáneamente al lugar donde se sentaba Alfred Inglethorp inexpresivo e impasible.

—¿Está usted seguro de lo que dice? —preguntó el fiscal.

—Completamente seguro, señor.

—¿Tiene usted la costumbre de despachar estricnina así a la ligera?

El desventurado joven desfallecía a ojos vistas ante el ceño del fiscal.

—No, señor. ¡Claro que no! Pero tratándose de míster Inglethorp, de la Casa, creí que no había peligro. Dijo que era para envenenar un perro.

Comprendí su actitud. Era muy humano tratar de ayudar a «la Casa», especialmente si de ahí podía resultar que dejaran de ser clientes de Coots para serlo del establecimiento local.

—¿No es costumbre que todo el que compre un veneno firme en un libro?

—Sí, señor, y míster Inglethorp firmó.

—¿Tiene usted aquí el libro?

—Sí, señor.

El libro fue mostrado, y con unas palabras de severa censura del fiscal despidió al desdichado míster Mace.

Entonces, en medio del silencio más absoluto, fue llamado míster Inglethorp. Me pregunté si se daría cuenta de cómo iba apretándose la soga alrededor de su cuello.

El fiscal fue derecho al asunto.

—En la tarde del último lunes, ¿compró estricnina con el propósito de envenenar un perro?

Inglethorp replicó con perfecta calma:

—No, no lo hice. No hay ningún perro en Styles, con excepción de un perro pastor que disfruta de excelente salud.

—¿Niega usted haber comprado estricnina a Albert Mace el pasado lunes?

—Lo niego.

—¿También niega usted eso?

El fiscal le entregó el registro en el que figuraba su firma.

—Naturalmente que lo niego. Esta escritura es completamente diferente de la mía. Se lo demostraré inmediatamente; vea…

Sacó de su bolsillo un sobre viejo y escribió en él su nombre, entregándoselo luego al jurado. La escritura era, efectivamente, distinta por completo.

—Entonces, ¿cómo explica usted la declaración de míster Mace?

Alfred Inglethorp replicó, imperturbable:

—Míster Mace debe haberse equivocado.

El fiscal dudó un momento y dijo:

—Míster Inglethorp, por pura fórmula, le importaría decirnos dónde estaba la tarde del lunes dieciséis de julio?

—Realmente… no recuerdo.

—Eso es absurdo, míster Inglethorp —dijo el fiscal severamente—. Piense usted mejor.

Inglethorp movió la cabeza negativamente.

—No puedo recordarlo. Tengo una idea de que estaba paseando.

—¿En qué dirección?

—Es que no puedo recordarlo.

La expresión del fiscal se hizo más severa.

—¿Estaba usted con alguien?

—No.

—¿Se encontró a alguien en su paseo?

—No.

—Es una pena —dijo el fiscal secamente—. ¿Debo entender que se niega a declarar dónde estaba en el momento en que míster Mace asegura haberle visto en la tienda comprando estricnina?

—Si quiere usted interpretarlo de ese modo…

—¡Tenga cuidado, míster Inglethorp!

Poirot se removía, nervioso.

Sacré! —murmuró—. ¿Es que ese imbécil quiere que lo detengan?

Indudablemente, Inglethorp estaba causando muy mala impresión. Sus fútiles negativas no convencían a un niño. Sin embargo, el fiscal pasó rápidamente al siguiente punto y Poirot respiró, aliviado.

—¿Tuvo usted una discusión con su esposa el martes por la tarde?

—Perdón —interrumpió Alfred Inglethorp—, le han informado mal. Yo no he disputado con mi querida esposa. Toda esa historia es absolutamente falsa. Estuve fuera de casa toda la tarde.