—¿Hay alguien que pueda atestiguar lo que usted dice?
—Tiene usted mi palabra —dijo Inglethorp altivamente.
El fiscal no se molestó en contestar.
—Hay dos testigos dispuestos a jurar que le han oído discutir con mistress Inglethorp.
—Esos testigos se equivocan.
Yo estaba desconcertado. El hombre hablaba con tal seguridad que empecé a dudar. Miré a Poirot. Su rostro tenía una expresión de regocijo cuya razón no pude comprender. ¿Estaría convencido, después de todo, de la culpabilidad de Alfred Inglethorp?
—Míster Inglethorp —apuntó el fiscal—, ha oído usted repetir aquí las últimas palabras de su esposa. ¿Puede usted explicarlas de algún modo?
—Claro que puedo.
—¿De verdad?
—Es muy sencillo. El cuarto estaba medio a oscuras, y el doctor Bauerstein es más o menos de mi estatura y también lleva barba. En la semioscuridad y enferma como estaba, mi pobre esposa lo confundió conmigo.
—¡Ah! —murmuró Poirot entre dientes—. ¡Es una idea!
—¿Cree usted que es cierto? —susurré.
—No digo eso. Pero es una suposición muy ingeniosa.
—Usted interpreta las últimas palabras de mi esposa como una acusación —continuaba Inglethorp—, pero eran, por el contrario, una llamada.
El fiscal reflexionó un momento y dijo:
—Creo, míster Inglethorp, que usted mismo sirvió el café y se lo llevó a su esposa aquella noche.
—Efectivamente, lo serví, pero no se lo llevé. Pensaba hacerlo, pero me dijeron que me esperaba un amigo en la puerta y dejé la taza en la mesa del vestíbulo. Cuando volví, minutos más tarde, no estaba allí.
Me pareció que esta manifestación, cierta o no, no mejoraba mucho las cosas para Inglethorp. De todos modos, había tenido tiempo sobrado para echar el veneno en el café.
En aquel momento, Poirot me dio con el codo suavemente, señalándome dos hombres sentados cerca de la puerta. Uno de ellos era menudo, moreno, con expresión astuta y cara de hurón; el otro era alto y rubio.
Le pregunté a Poirot con la mirada y él acercó los labios a mi oído.
—¿Sabe usted quién es ese hombre menudo?
Moví la cabeza negativamente.
—Es James Japp, detective inspector de Scotland Yard. El otro también es de Scotland Yard. Las cosas van deprisa, amigo.
Miré a los dos hombres detenidamente. Nada en ellos recordaba al policía. Nunca hubiera creído que fueran personajes oficiales.
Todavía seguía mirándolos cuando me sobresalté al oír el veredicto:
—Asesinato cometido por persona o personas desconocidas.
CAPÍTULO VII
POIROT PAGA SUS DEUDAS
AL salir del hotel, Poirot me llevó aparte, presionándome suavemente en el brazo. Comprendí su propósito. Estaba esperando a los hombres de Scotland Yard.
Minutos más tarde aparecieron y Poirot se adelantó y abordó al más bajo de los dos.
—No sé si me recordará usted, inspector Japp.
—¡Pero si es monsieur Poirot! —exclamó el inspector. Se volvió hacia el otro hombre—. ¿No me ha oído usted hablar de monsieur Poirot? Trabajamos juntos en mil novecientos cuatro en el caso del falsificador Abercombie, ¿recuerda?, que fue cazado en Bruselas. ¡Ah, qué días aquellos, señor! ¿Y el «barón» Altara? ¡Menudo bribón! Había escapado de las garras de la Policía de media Europa, pero al fin lo cogimos en Amberes, gracias a monsieur Poirot.
Mientras se entregaba a sus recuerdos, me acerqué y fui presentado al detective inspector Japp, quien, a su vez, nos presentó a su compañero, el superintendente Summerhaye.
—No necesito preguntarles lo que están haciendo ustedes aquí, señores —indicó Poirot.
Japp guiñó un ojo con inteligencia.
—Desde luego que no. Me parece un caso bastante claro.
Pero Poirot contestó gravemente:
—No lo veo yo tan claro.
—¡Vamos! —dijo Summerhaye, abriendo los labios por primera vez—. Está tan claro como la luz del día. El hombre ha sido cogido con las manos en la masa, como quien dice. Lo que me choca es que haya sido tan estúpido.
Pero Japp miró a Poirot con atención.
—No se excite, Summerhaye —observó jocosamente—. Monsieur Poirot y yo nos conocemos de antiguo y creo en su juicio más que en el de ningún otro. O estoy completamente equivocado o algo oculta. ¿No es así, señor?
Poirot sonrió.
—Sí, he sacado ciertas conclusiones.
Summerhaye continuaba en su escepticismo, pero Japp siguió sonsacando a Poirot.
—El caso es —dijo— que hasta ahora nosotros sólo hemos visto el caso desde fuera. En casos como éste, en que el asesinato sale a la luz, por decirlo así, después del interrogatorio. Scotland Yard está en situación de inferioridad. Depende mucho de estar en el lugar en el primer momento, y ahí es donde monsieur Poirot nos lleva ventaja. Ni siquiera hubiéramos estado todavía aquí de no ser por cierto doctor que nos dio el soplo por medio del fiscal. Pero usted ha estado aquí desde el principio y puede haber encontrado algunas pistas. Según lo que hemos oído en las pesquisas, es tan seguro como que ahora es de día que Inglethorp asesinó a su esposa, y si alguien que no fuera usted insinuara lo contrario, me reiría en sus barbas. Me extrañó mucho que el jurado no dictara veredicto de culpabilidad contra él sin más dilación. Creo que lo hubieran hecho a no ser por el fiscal, que parecía estar refrenándolos.
—Sin embargo, puede que usted tenga una orden de arresto en su bolsillo —insinuó Poirot.
Sobre el expresivo semblante de Japp cayó como una cortina de reserva oficial.
—Puede ser que sí y puede ser que no —replicó fríamente.
Poirot le miró pensativo.
—Deseo vivamente, señores, que no sea detenido.
—Eso parece —observó Summerhaye sarcásticamente.
Japp contemplaba a Poirot con cómica perplejidad.
—¿No puede ir un poco más lejos, monsieur Poirot? Viniendo de usted, cualquier afirmación es buena. Usted ha estado en el lugar del hecho y Scotland Yard no quiere cometer errores.
Poirot asintió con gravedad.
—Eso es exactamente lo que yo creo. Bien, lo que les digo es esto: utilicen su orden de arresto, detengan a míster Inglethorp, pero no obtendrán con ello ninguna gloria. La causa contra él se vendría abajo en un abrir y cerrar de ojos, se lo aseguro.
E hizo sonar sus dedos expresivamente.
El rostro de Japp se tornó más grave, aunque Summerhaye lanzó un bufido de incredulidad.
En cuanto a mí, me quedé mudo de asombro. La única explicación era que Poirot se había vuelto loco.
Japp había sacado un pañuelo y se lo pasaba suavemente por la frente.
—No me atrevo, monsieur Poirot. Yo creo en su palabra, pero hay otros que me preguntarían que diablos estoy haciendo. ¿No puede adelantarme nada más?
Poirot reflexionó un momento.
—Lo haré —dijo al fin—. La verdad es que preferiría no hablar, seguir por ahora trabajando en la sombra. Pero las circunstancias me obligan. Lo que usted dice es muy justo; la palabra de un policía belga retirado no es suficiente. Y hay que evitar que Alfred Inglethorp sea arrestado. Lo he jurado, como mi amigo Hastings, aquí presente, sabe muy bien. Mire, querido Japp, ¿va usted ahora a Styles?
—Dentro de una media hora. Tenemos que ver primero al fiscal y al médico.
—Muy bien. Recójame al pasar; es la última casa del pueblo; iré con usted. En Styles, míster Inglethorp le dará a usted pruebas, o, si él se niega, lo que es muy probable, se las daré yo, que le convencerán de que la acusación contra él no puede sostenerse. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Japp cordialmente—, y en nombre de Scotland Yard le doy las gracias, aunque le confieso que, por el momento, no veo la menor posibilidad de encontrar un fallo en las pruebas presentadas. Claro que usted ha sido siempre maravilloso. Hasta luego entonces, monsieur Poirot.