Los dos detectives se alejaron a grandes pasos, Summerhaye con expresión de duda.
—Bueno, amigo —exclamó Poirot, antes de que yo pudiera pronunciar una sola palabra—, ¿qué cree usted? Mon Dieu! Pasé un mal rato en el interrogatorio. No creí que ese hombre tuviera la cabeza de chorlito y rehusara decir nada en absoluto. Decididamente, su conducta fue la de un imbécil.
—¡Hum! Hay otras explicaciones posibles, además de la imbecilidad —observé—. Porque si la teoría contra él es cierta, ¿cómo iba a defenderse, sino con el silencio?
—¡Vaya! Hay mil modos ingeniosos —exclamó Poirot—. Mire, si yo hubiera cometido ese asesinato, podía haber contado siete historias más verosímiles, mucho más convincentes, desde luego, que las frías negativas de míster Inglethorp.
Me reí, sin poderlo remediar.
—Querido Poirot, ¡estoy seguro de que es usted capaz de inventar setenta! Pero hablando en serio, a pesar de lo que les dijo a los detectives, es imposible que crea usted todavía en la inocencia de Alfred Inglethorp.
—¿Por qué voy a creer en ella menos ahora que antes? Nada ha cambiado.
—¡Son tan convincentes las pruebas!
—Sí, demasiado convincentes.
Entramos en Leastways Cottage y subimos las ya familiares escaleras.
—Sí, sí, demasiado convincentes —continuó Poirot, más bien para sí mismo—. Las pruebas, cuando son auténticas, son generalmente vagas e insuficientes. Tienen que ser examinadas, desmenuzadas. Pero aquí todo está preparado y a punto. No, amigo mío, esta declaración ha sido amañada muy hábilmente, tan hábilmente que su propio fin ha fallado. Porque mientras las pruebas contra él eran vagas e intangibles, era muy difícil refutarlas. Pero en su ansiedad, el criminal ha cerrado tanto la red que un simple corte dejará a Inglethorp en libertad.
Yo permanecí en silencio y, después de un minuto o dos, Poirot continuó:
—Vamos a considerar el asunto de este modo. Tenemos un hombre que se dispone a envenenar a su mujer. Ha vivido siempre de gorra, como vulgarmente se dice. Esta gente suele tener cierta inteligencia y es de suponer que Inglethorp no es completamente tonto. Pues bien, ¿qué es lo primero que hace? Va temerariamente a la farmacia del pueblo y compra estricnina, dando su propio nombre e inventando una historia absurda sobre un perro, historia cuya falsedad es muy fácil de comprobar. No utiliza el veneno aquella noche, no; espera a tener con su mujer una disputa violenta de la que todo el mundo tiene noticia y que, naturalmente, le hace sospechoso. No prepara su defensa, ni siquiera la más débil coartada, sabiendo que el que le vendió la estricnina se presentará a declarar los hechos. ¡Bah!, no me pida que crea que hay nadie tan idiota. Sólo actuaría así un lunático que quisiera suicidarse haciéndose ahorcar.
—Sin embargo, no veo… —empecé.
—Ni yo tampoco. Le digo a usted, amigo mío, que este caso me tiene desconcertado a mí, a mí, a Hércules Poirot.
—Pero si le cree usted tan inocente, ¿cómo explica el que haya comprado la estricnina?
—Muy sencillamente; no la compró.
—Pero si Mace le ha reconocido.
—Perdone que le contradiga: Mace vio un hombre con una barba negra, como míster Inglethorp, con gafas, como míster Inglethorp, y vestido con la misma ropa llamativa que míster Inglethorp. No pudo reconocer a un hombre a quién probablemente sólo ha visto a distancia; recordará usted que Mace sólo lleva en el pueblo quince días y que mistress Inglethorp solía comprar sus medicinas en Coots, en Tadminster.
—De modo que usted cree…
—Amigo mío, ¿recuerda usted los dos puntos en los que hice hincapié? Dejemos por el momento el primero, ¿cuál era el segundo?
—El importante hecho de que Alfred Inglethorp lleva trajes extraños, barba negra y gafas —cité.
—Exactamente. Ahora, suponga que alguien quisiera hacerse pasar por John o por Lawrence Cavendish, ¿cree usted que sería fácil?
—No —dije pensativo—. Claro que un actor…
Pero Poirot me cortó sin piedad.
—¿Y por que no sería fácil? Se lo voy a decir, amigo mío; porque los dos son hombres afeitados. Para caracterizarse como cualquiera de los dos a la luz del día se necesitaría ser un actor genial y cierto parecido inicial. Pero en el caso de Alfred Inglethorp es muy distinto. Su ropa, su barba, las gafas que esconden sus ojos, son los detalles sobresalientes de su persona. Pues bien, ¿cuál es el primer impulso del criminal? Alejar de sí las sospechas, ¿verdad? ¿Y cuál es el mejor medio de lograr esto? Haciéndolas recaer en cualquier otro. En este caso, había un hombre al alcance de su mano. Todo el mundo estaba predispuesto a creer en la culpabilidad de míster Inglethorp. Era seguro que se sospecharía de él. Pero para asegurarse aún más, hacía falta una prueba tangible, como la compra del veneno, y eso no era difícil con un hombre del aspecto de míster Inglethorp. Recuerde que el joven Mace nunca había hablado con él. ¿Cómo iba a sospechar que un hombre con su ropa, su barba y sus gafas no fuera él?
—Puede ser —dije, fascinado por la elocuencia de Poirot—. Pero si eso es cierto, ¿por qué no dijo dónde estaba a las seis de la tarde del lunes?
—Eso es, ¿por qué? —dijo Poirot, calmándose—. Si lo arrestaran, probablemente hablaría, pero yo no quiero que se llegue a ese extremo. Tengo que hacerle ver la gravedad de su posición. Naturalmente, hay algo deshonroso detrás de su silencio. Aunque no haya matado a su mujer, es un granuja y tiene algo que ocultar, completamente aparte del asesinato.
—¿Pero qué puede ser? —medité, ganado momentáneamente por los puntos de vista de Poirot, aunque conservando la débil convicción de que la explicación obvia era la acertada.
—¿No lo adivina? —preguntó Poirot, sonriendo.
—No. ¿Usted sí?
—Sí; se me ocurrió hace algún tiempo una pequeña idea y ha resultado correcta.
—No me lo había dicho —le reproché.
—Perdóneme, amigo mío, usted no era sympathique precisamente —se volvió a mirarme con seriedad—. Dígame, ¿comprende usted ahora que no debe ser arrestado?
—Quizá —dije ambiguamente, porque en realidad me tenía sin cuidado el destino de Alfred Inglethorp y pensaba que un buen susto no le haría daño.
Poirot, que me observaba atentamente, suspiró.
—Vamos, amigo mío —dijo cambiando de tema—, dejando aparte a míster Inglethorp, ¿qué opina usted de la investigación?
—Fue más o menos lo que esperaba.
—¿No hubo en ella nada que le pareciera extraño?
Mis pensamientos fueron hacia Mary Cavendish y dije, a la defensiva:
—¿En qué sentido?
—Por ejemplo, la declaración de Lawrence Cavendish.
Sentí que me quitaba un peso de encima.
—¡Ah, Lawrence! No lo creo. Siempre ha sido un chico nervioso.
—La insinuación de que su madre podía haberse envenenado por accidente con el tónico que tomaba, ¿no le parece extraña, hein?
—No. Por supuesto, los médicos ridiculizaron su teoría, pero era una sugestión muy propia de un profano.
—Es que míster Lawrence no es un profano. Usted mismo me ha dicho que había estudiado medicina y que obtuvo su título.
—Sí, es cierto. No me acordaba —me sobresalté—. Sí que es extraño.
Poirot asintió
—Desde el primer momento su conducta ha sido algo particular. De toda la gente de la casa, sólo él estaba preparado para reconocer los síntomas del envenenamiento por estricnina, y nos encontramos con que es el único que sostiene la teoría de la muerte natural. Si hubiera sido míster John, lo hubiera comprendido. No tiene conocimientos técnicos y carece de imaginación. Pero míster Lawrence tenía que saber que era ridícula la idea que lanzó en la pesquisa. Me da qué pensar todo eso, amigo mío.
—Es desconcertante —convine.