Выбрать главу

—Luego tomemos a mistress Cavendish —continuó Poirot—. Ésa es otra que no dice todo lo que sabe. ¿Cómo interpreta usted su actitud?

—No la entiendo. Parece inconcebible que esté escudando a Alfred Inglethorp. Sin embargo, ésa es la impresión que da.

Poirot asintió, pensativo.

—Sí; es muy extraño. Lo seguro es que oyó de la «conversación privada» mucho más de lo que está dispuesta a admitir.

—Sin embargo, es la última persona a quien uno acusaría de humillarse fisgoneando.

—Exacto. Su declaración me demostró una cosa. Me equivoqué. Tenía razón Dorcas. La disputa tuvo lugar más temprano, a eso de las cuatro, como ella dijo.

Le miré con curiosidad. Nunca había comprendido su insistencia en ese punto.

—Sí, salieron hoy a relucir muchas cosas extrañas —continuó Poirot—. ¿Qué hacía el doctor Bauerstein levantado a aquella hora de la mañana? Me asombra que nadie haya comentado el hecho.

—Padece de insomnio, creo — dije ambiguamente.

—Ésa es una explicación muy buena o muy mala —observó Poirot—. Lo abarca todo y no explica nada. No apartaré mi vista de nuestro eminente doctor Bauerstein.

—¿Más fallos en la investigación? —pregunté con voz satírica.

—Amigo mío —replicó Poirot gravemente—, cuando vea usted que la gente no dice la verdad, ¡cuidado! Pues bien, en la sesión de hoy, a menos que esté completamente equivocado, sólo una persona, lo más dos, dijeron la verdad sin reservas ni subterfugios.

—Vamos, Poirot. Dejemos a Lawrence y a mistress Cavendish, pero John y miss Howard, ¿no decían la verdad?

—¿Los dos, amigo mío? Uno de ellos, se lo concedo, ¡pero los dos!

Sus palabras me produjeron una impresión desagradable. La declaración de miss Howard, con tener poca importancia, había sido hecha tan sincera, tan hondamente, que nunca se me hubiera ocurrido dudar de su veracidad. Sin embargo, sentía gran respeto por la sagacidad de Poirot, excepto en las ocasiones en que se comportaba como lo que yo calificaba en mi interior de «cabeza de chorlito».

—¿De verdad lo cree usted así? —pregunté—. Miss Howard me ha parecido siempre tan íntegra. Casi en un grado molesto.

Poirot me miró con una curiosa expresión que no supe interpretar. Pareció como si fuera a hablar, pero luego se detuvo.

—En miss Murdoch —continué— no hay nada falso.

—No; pero es extraño que no haya oído nada, durmiendo en la habitación de al lado; mientras que mistress Cavendish, en la otra ala del edificio, oyó claramente la caída de la mesa.

—Bueno, es joven y tiene el sueño profundo.

—Desde luego. Debe ser una buena dormilona.

No me gustó el tono de su voz, pero en aquel momento oímos golpear la puerta vigorosamente y, mirando por la ventana, vimos a los detectives que nos esperaban.

Poirot cogió su sombrero, se retorció furiosamente su bigote, y, sacudiendo de la manga una imaginaria mota le polvo, me hizo señas de que le precediera escaleras abajo. Allí nos unimos a los detectives y nos pusimos en marcha hacia Styles.

Creo que la aparición de los hombres de Scotland Yard fue un gran golpe, sobre todo para John. Nada como la presencia de dos detectives podía haberle hecho ver la verdad tan claramente.

Durante el camino, Poirot había conferenciado en voz baja con Japp y fue éste el que solicitó que todos los habitantes de la casa, con excepción de los criados, acudieran al salón. Me di cuenta de lo que esto significaba: Poirot iba a cumplir su promesa.

En mi interior no me sentía optimista. Poirot podía tener excelentes razones para creer en la inocencia de Inglethorp, pero un hombre del tipo de Summerhaye exigiría pruebas tangibles que era muy poco probable pudiera presentarse.

Poco después entramos todos en el salón, cuya puerta cerró Japp. Poirot, cortésmente, acercó sillas a todos. Los hombres de Scotland Yard eran el blanco de todas las miradas. Me parece que fue entonces cuando por primera vez nos dimos cuenta de que todo aquello no era una pesadilla, sino una realidad palpable. Habíamos leído cosas parecidas, pero ahora éramos nosotros los actores del drama. Al día siguiente, los periódicos de toda Inglaterra publicarían a los cuatro vientos la noticia con llamativos titulares:

MISTERIOSA TRAGEDIA EN ESSEX

MILLONARIA ENVENENADA

Vendrían fotografías de Styles, instantáneas de «la familia abandonando el lugar de la tragedia». El fotógrafo del pueblo no había estado ocioso. Todo lo que habíamos leído cientos de veces, esas cosas que pasan a otra gente, no a uno mismo. Y ahora, en esta casa, se había cometido un asesinato. Frente a nosotros estaban «dos detectives encargados del caso». La conocida fraseología pasó rápidamente por mi imaginación, hasta el momento en que Poirot inició la sesión.

Creo que todos se sorprendieron un poco al ver que él, y no uno de los policías, tomaba la iniciativa.

—Señoras y caballeros —dijo Poirot, inclinándose como si fuera un personaje que se dispone a dar una conferencia—. Les he hecho venir aquí a todos por cierto motivo. Este motivo se refiere a míster Inglethorp.

Inglethorp estaba sentado un poco apartado de los demás. Creo que inconscientemente todos habían retirado algo su silla de la suya, y se sobresaltó ligeramente cuando Poirot anunció su nombre.

—Míster Inglethorp —dijo Poirot, dirigiéndose a él directamente—, una sombra negra se ha cernido sobre esta casa, la sombra de un asesinato.

Inglethorp movió la cabeza tristemente.

—¡Mí pobre esposa! —murmuró—. ¡Pobre Emily! Es horrible.

—Creo, señor —dijo Poirot categóricamente—, que no se da usted perfecta cuenta de lo horrible que puede ser… para usted.

Y como míster Inglethorp parecía no comprender, añadió Poirot:

—Míster Inglethorp, está usted en un peligro muy grande.

Los dos detectives se agitaron inquietos. La advertencia oficiaclass="underline" «todo lo que usted diga será utilizado como prueba contra usted», pugnaba por salir de los labios de Summerhaye. Poirot continuó:

—¿Entiende usted ahora, señor?

—No. ¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir —dijo Poirot lentamente— que se sospecha de usted como asesino de su esposa.

Todos nos quedamos sin aliento, en suspenso, ante este lenguaje tan claro.

—¡Cielo santo! —gritó Inglethorp, poniéndose en pie de un salto—. ¡Qué idea más espantosa! ¡Yo… envenenar a mi idolatrada Emily!

Poirot observó atentamente.

—No creo —dijo— que se dé usted perfecta cuenta de lo desgraciada que ha sido su declaración en la pesquisa. Míster Inglethorp, sabiendo lo que acabo de decirle, ¿insiste usted en callar dónde estuvo a las seis de la tarde del pasado lunes?

Con un quejido, Alfred Inglethorp se derrumbó en su asiento y escondió la cara entre las manos.

Poirot se acercó a él y permaneció a su lado.

—¡Hable! —grito en tono amenazador.

Haciendo un esfuerzo, Inglethorp levantó el rostro y lentamente, vacilando, negó con la cabeza.

—¿No quiere usted hablar?

—No. No creo que nadie sea tan monstruo como para acusarme de lo que usted dice.

Poirot hizo un gesto, como si hubiera decidido.

Soit! —dijo—. Hablaré yo por usted.

Alfred Inglethorp volvió a levantarse de un salto.

—¿Usted? ¿Cómo va usted a hablar? Usted no sabe… —se interrumpió bruscamente.

Poirot se volvió hacia nosotros.

—Señoras y caballeros. ¡Voy a hablar! ¡Escuchen! Yo, Hércules Poirot, afirmo que el hombre que entró en la farmacia y compró estricnina a las seis de la tarde del lunes no era míster Inglethorp, porque a las seis de aquel día míster Inglethorp acompañaba a mistress Raikes a su casa desde una granja vecina. Puedo presentar por lo menos cinco testigos que jurarán haberlos visto juntos, a las seis o inmediatamente después, y, como ustedes saben, Abbey Farm, la casa de mistress Raikes, está por lo menos a dos millas y media del pueblo. La coartada no admite objeción.