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Los periódicos, naturalmente, traían amplia información de la tragedia. Deslumbrantes titulares, biografías intercaladas de cada miembro de la familia, insinuaciones sutiles y el conocido estribillo «la Policía tiene una pista». No se nos escatimó nada. Era un período de tranquilidad. La guerra estaba momentáneamente en un punto muerto y los periódicos se agarraban con avidez a este crimen del gran mundo. El «Misterioso caso de Styles» era el tópico del día.

Naturalmente, esto resultaba irritante para los Cavendish. Los periodistas asediaban constantemente la casa y, aunque se les negó terminantemente la entrada, continuaban paseándose por el pueblo y los campos próximos a Styles con la máquina fotográfica preparada para coger desprevenido a algún miembro de la familia. Vivíamos en un torbellino de publicidad. Los hombres de Scotland Yard iban y venían, examinándolo todo, haciendo preguntas con ojos de lince, pero refrenando la lengua. No sabíamos qué fin perseguían. ¿Tenían alguna pista o quedaría todo como un crimen más sin aclarar?

Después del desayuno, Dorcas se me acercó con mucho misterio y me preguntó, casi en voz baja, si podía hablar unas palabras conmigo.

—Desde luego. ¿De qué se trata, Dorcas?

—Bien, señor, no es más que esto. ¿Va usted a ver hoy al caballero belga?

Yo asentí.

—Bien, señor. ¿Recuerda usted aquella pregunta tan rara que me hizo sobre si la señora o alguien de la casa tenía un traje verde?

—Sí, sí. ¿Es que ha encontrado usted uno?

Mi interés se había despertado.

—No, eso no, señor. Pero después he recordado lo que los señoritos —John y Lawrence eran todavía «los señoritos» para Dorcas— llaman «el arca de los disfraces». Está en el desván, señor. Es un gran cofre lleno de ropas viejas, trajes de carnaval y cosas por el estilo. Y se me ocurrió de pronto que podía ser que hubiera allí un traje verde. De modo que si quiere usted decírselo al caballero belga…

—Se lo diré, Dorcas —prometí.

—Muchas gracias, señor. Es un caballero muy agradable, señor. Y muy distinto de los dos detectives de Londres que andan por ahí espiando y haciendo preguntas. Por regla general no me gustan los extranjeros. Pero por lo que dicen los periódicos, esos valientes belgas no son como los demás extranjeros, y, desde luego, él es un caballero que habla con mucha educación.

¡Querida Dorcas! Allí, de pie, con el honrado rostro levantado hacia mí, era el prototipo de la criada antigua, especie que está desapareciendo tan rápidamente…

Me pareció que sería mejor bajar al pueblo inmediatamente para ver a Poirot, pero me lo encontré a mitad del camino en dirección a la casa y le di el mensaje de Dorcas.

—¡Ah!, la buena de Dorcas. Miraremos el arca, aunque… Pero no importa, la examinaremos de todos modos.

Entramos en la casa por una de las puertas-ventana. No había nadie en el vestíbulo y subimos directamente al desván.

En efecto, allí estaba el cofre, un elegante mueble antiguo, tachonado de clavos de bronce y lleno hasta desbordar de ropas de todas clases imaginables.

Poirot lo amontonó todo en el suelo, sin ninguna ceremonia. Había una o dos prendas verdes de diferentes tonalidades; pero Poirot meneó la cabeza al verlas. Parecía rebuscar con apatía, como si no esperara gran cosa de su trabajo. De pronto profirió una exclamación.

—¿Qué pasa?

—¡Mire!

El arca estaba casi vacía y allí, en el fondo, había una magnífica barba negra.

Ochó! —exclamó Poirot—. Ochó! —cogió la barba y le dio muchas vueltas, examinándola atentamente—. Nueva —observó—. Sí, completamente nueva.

Después de titubear un momento, volvió a colocarla en el cofre, amontonó encima, como estaban antes, todas las demás cosas y bajó rápidamente la escalera. Se fue directamente al office, donde encontramos a Dorcas, muy atareada limpiando la plata.

Poirot le dio los buenos días con áulica cortesía y continuó:

—Hemos estado mirando ese cofre, Dorcas. Le estoy muy agradecido por haberlo mencionado. Verdaderamente tienen ustedes allí una buena colección de cosas. ¿Y usan todo eso con frecuencia?

—Bueno, señor, no con mucha frecuencia en estos tiempos, aunque de tarde en tarde tenemos lo que los señoritos llaman una «noche de disfraces». Y algunas veces es muy divertido, señor. El señorito Lawrence ¡es maravilloso, de lo más cómico! No se me olvidará la noche en que bajó vestido como el Sha de Persia o algo así, dijo él, una especie de rey oriental. Llevaba un gran cuchillo de papel en la mano y me dijo: «¡Mucho cuidado, Dorcas, tiene usted que ser muy respetuosa! ¡Con esta cimitarra le cortaré la cabeza si me disgusta!». Miss Cynthia era lo que llaman un apache o algo por el estilo; me pareció que era como un bandido a la francesa. ¡Había que verla! Parece mentira que una señorita tan guapa como ella se hubiera convertido en semejante bandolero. Nadie la hubiera reconocido.

—Deben de haber resultado muy divertidas todas esas fiestas —dijo Poirot en tono afable—; ¿y míster Lawrence se pondría esa hermosa barba negra que hay en el cofre del desván cuando se vistió de Sha de Persia?

—Llevaba la barba, señor —replicó Dorcas sonriendo—. Bien que me acuerdo, porque me cogió dos madejas de la lana negra de mi labor para hacerla. Y le aseguro que de lejos parecía natural. No sabía que hubiera una barba arriba. Han debido traerla hace poco. Sé que había una peluca roja, pero ninguna otra cosa de pelo. Generalmente se tiznaban con corchos quemados, aunque es muy sucio y muy difícil de quitar. Miss Cynthia se disfrazó una vez de negro y ¡qué trabajo le costó!

—De modo que Dorcas no sabe nada de la barba negra —musitó Poirot pensativo cuando volvíamos de nuevo vestíbulo.

—¿Cree usted que esa es la barba? —susurré con ansiedad.

Poirot asintió.

—Sí, eso creo. ¿No ha notado usted que ha sido recortada?

—No.

—Pues sí. Tenía la forma exacta de la de Inglethorp y encontré algunos cabellos recortados. Hastings, este asunto es muy oscuro.

—¿Quién la pondría en el cofre?

—Alguien muy inteligente —observó Poirot seriamente—. ¿Se da usted cuenta de que ha escogido el único lugar en toda la casa donde su presencia no hubiera llamado la atención? Sí, es muy inteligente. Pero nosotros tenemos que ser más inteligentes que él. Tenemos que ser tan inteligentes como para pasar a su ojos por tontos.

Yo asentí.

—Amigo mío, puede usted ayudarme mucho, pero mucho, en todo ello.

Me complació mucho el cumplido. Hubo momentos en los que creí que Poirot no me apreciaba en mi verdadero valor.

—Sí —continuó, mirándome pensativo—. Usted será de valor incalculable.

Esto era muy agradable de oír, pero las siguientes palabras de Poirot no lo fueron tanto.

—Tengo que tener un aliado en la casa —dijo pensativo.

—Me tiene usted a mí —protesté.

—Cierto, pero usted no es suficiente.

Esto me dolió y no lo oculté. Poirot se apresuró a explicarse.

—No ha comprendido usted lo que quiero decir. Todo el mundo sabe que trabaja usted conmigo. Necesito a alguien que no se relacione con nosotros en ningún momento.

—¡Ah, ya! ¿Qué le parece John?

—No, creo que John no.

—Puede que el pobre John no sea muy brillante —dije, pensativo.

—Ahí viene miss Howard —dijo Poirot de pronto—. Es la persona más indicada. Pero me ha puesto en su lista negra desde que demostré la inocencia de míster Inglethorp. De todos modos, puede intentarse.

Con una inclinación de cabeza secamente cortés miss Howard accedió a la petición que le hizo Poirot de unos minutos de conversación.