Выбрать главу

Entramos en el pequeño saloncito y Poirot cerró la puerta.

—Bueno, monsieur Poirot —dijo miss Howard con impaciencia—. ¿Qué ocurre? Suéltelo pronto. Estoy ocupada.

—¿Recuerda usted, señorita, que una ocasión le pedí que me ayudara?

—Lo recuerdo —asintió miss Howard— y le contesté que le ayudaría con gusto… a colgar a Alfred Inglethorp.

—¡Ah! —Poirot estudió su rostro con seriedad—. Miss Howard, voy a hacerle una pregunta. Le ruego que me conteste sinceramente.

—¡Nunca digo mentiras! —replicó miss Howard.

—Es ésta. ¿Todavía cree usted que mistress Inglethorp fue envenenada por su marido?

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó ella desabrida—. No crea usted que sus preciosas explicaciones me convencen lo más mínimo. Admito que no fue él quien compró la estricnina en la farmacia, pero ¿eso qué importa? Creo que utilizó papel de matar moscas, como le he dicho desde el primer momento.

—Eso es arsénico, no estricnina —aclaró Poirot suavemente.

—¿Qué importa? El arsénico quitaría de en medio a la pobre Emily tan eficazmente como la estricnina. Si estoy convencida de que lo hizo, no me importa un bledo cómo lo hizo.

—Exactamente, si usted está convencida de que lo hizo… —dijo Poirot con calma—. Le haré la pregunta de otra forma. ¿Ha creído usted alguna vez, en lo más recóndito de su corazón, que mistress Inglethorp fue envenenada por su esposo?

—¡Cielo Santo! —exclamó miss Howard—. ¿No he dicho siempre que la mataría en su propio lecho? ¿No lo he odiado siempre como al mismísimo diablo?

—Exactamente —dijo Poirot—. Esto confirma por completo mi pequeña idea.

—¿Qué pequeña idea?

—Miss Howard. ¿Recuerda usted una conversación que se celebró aquí el día de la llegada de mi amigo? Me la ha repetido y hay una frase de usted que me impresionó mucho. ¿Recuerda que usted afirmó que si se asesinaba estaría usted segura de conocer por instinto al criminal, aunque no pudiera comprobarlo?

—Sí, recuerdo haberlo dicho. Y es cierto. Supongo que usted creerá que es una tontería…

—De ningún modo.

—¿Y sin embargo no hace usted caso de lo que mi instinto me dice en contra de míster Inglethorp?

—No —repuso Poirot concisamente—; porque su instinto no está contra míster Inglethorp.

—¿Qué?

—No. Usted desea creer que él ha cometido el crimen. Usted lo cree capaz de cometerlo. Pero su instinto le dice que no lo cometió. Le dice… ¿Continuó?

Ella le miraba con los ojos abiertos, fascinada, y con la mano hizo un movimiento afirmativo.

—¿Le explico por qué se ha puesto usted tan apasionadamente en contra de míster Inglethorp? Porque usted, trata de creer lo que quiere creer, porque está usted esforzándose en callar y ahogar su instinto, que apunta hacia otra persona.

—¡No, no, no! —miss Howard dio un grito salvaje, levantando los brazos—. ¡No lo diga! ¡No lo diga! ¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! ¡No sé cómo ha podido entrar en mi cabeza esa idea tan disparatada, tan horrible!

—¿Tengo razón o no?

—Sí, sí. Debe de ser usted un brujo para haberlo adivinado. Pero no puede ser cierto, es demasiado monstruoso, es imposible. Tiene que ser Alfred Inglethorp.

Poirot movió la cabeza con gravedad.

—No me pregunte —continuó miss Howard—, porque no se lo diré. Ni aun a mí misma quiero admitírmelo. He debido estar loca para pensar semejante cosa.

Poirot asintió, como si estuviese satisfecho.

—No le preguntaré nada. Me basta con saber que es como yo había pensado. Y… también a mí me dice algo mi instinto: nos dirigimos juntos hacia una meta común.

—No me pida que le ayude, porque no lo haré. No moveré un dedo para… para… —balbució.

—Me ayudará usted, mal que le pese. No le pido nada, pero será usted mi aliado. Usted no sería capaz de ayudar por sí misma, pero hará lo único que le pido.

—¿Y qué es lo que me pide usted?

—¡Vigilar!

Evelyn Howard inclinó la cabeza y se tapó la cara con las manos.

—Sí, no puedo dejar de hacerlo. Siempre estoy vigilando, con la esperanza de comprobar que me he equivocado.

—Si nos equivocamos, tanto mejor —dijo Poirot—. Nadie se alegrará más que yo. Pero ¿y si tenemos razón? Si tenemos razón, miss Howard, ¿en qué lado se pondría usted?

—No sé, no sé…

—Vamos, hable.

—Podríamos callarlo…

—No, no podríamos.

—La pobre Emily… —se interrumpió.

—Miss Howard —acusó Poirot gravemente—, su actitud es indigna de usted.

De pronto, miss Howard separó las manos de su rostro.

—Sí —dijo recobrando su calma—. La que hablaba antes no era Evelyn Howard —levantó la cabeza con orgullo—. Evelyn Howard aparece ahora y está al lado de la justicia, ¡cueste lo que cueste! ¡Lo haría!

Y con estas palabras salió decidida de la habitación.

—Ahí va un aliado valioso —dijo Poirot, siguiéndola con la vista—. Esa mujer, Hastings, tiene cabeza y corazón.

No respondí.

—El instinto es algo maravilloso —musitó Poirot—. No podemos negar su existencia, aunque no pueda ser explicado.

—Parece ser que usted y miss Howard saben de lo que hablan —observé fríamente—. Quizá no se da usted cuenta de que yo sigo en las nubes.

—¿De verdad? ¿Es cierto, amigo mío?

—Sí. ¿Quiere usted explicarme?

Poirot me observó atentamente durante unos instantes. Al fin, con gran sorpresa por mi parte, movió la cabeza negativamente.

—No, amigo mío.

—¡Pero, vamos! ¿Por qué no?

—No deben compartir un secreto más de dos personas.

—Me parece muy injusto que me oculte los hechos.

—No estoy ocultando hechos. Todos los hechos que conozco los conoce usted. Puede usted sacar sus propias conclusiones. Ahora es cuestión de ideas.

—De todos modos sería interesante conocerlas.

Poirot me miró muy serio y movió la cabeza de nuevo.

—No —dijo tristemente—, usted no tiene instinto.

—Era inteligencia lo que usted pedía hace un momento —indiqué.

—Con frecuencia van los dos juntos —dijo Poirot con voz misteriosa.

La observación me pareció tan fuera de lugar que ni siquiera me tomó la molestia de replicar. Pero decidí que, si hacía algún descubrimiento importante o interesante, lo cual era seguro, me lo guardaría para mí y sorprendería a Poirot con el resultado final.

CAPÍTULO XI

EL DOCTOR BAUERSTEIN

NO había tenido la oportunidad todavía de transmitirle a Lawrence el mensaje de Poirot. Pero, un poco más tarde, paseándome por el césped y alimentando aún un resentimiento contra mi amigo por su conducta arbitraria, vi a Lawrence en el campo de croquet. Golpeaba a la ventura dos pelotas muy viejas con un mazo más viejo todavía.

Me pareció una buena oportunidad para entregarle el mensaje. De otro modo, el mismo Poirot me hubiera relevado de ello. Era cierto que no se alcanzaba su propósito muy claramente, pero me hacía ilusiones de averiguarlo por la contestación de Lawrence y por unas cuantas preguntas hábiles que yo le hiciera. Le abordé, por tanto.

—Te estaba buscando —mentí.

—¿Sí?

—Sí. Tengo un mensaje para ti… de Poirot.

—¿De veras?

—Me dijo que esperara a estar a solas contigo.

Y al decir esto bajé la voz significativamente, vigilándole con astucia con el rabillo del ojo. Siempre he sido muy hábil para eso que llaman, según creo, «crear atmósfera».

—¿Y qué?

La expresión de su rostro, moreno y melancólico, no cambió. ¿Tendría idea de lo que iba a decirle?