—El mensaje es éste —bajé aún más la voz—: «Encuentre la taza de café perdida y podrá dormir en paz».
—¿Qué significa eso?
Lawrence me miraba con una estupefacción que no era fingida.
—¿Es que tú no lo sabes?
—En absoluto. ¿Lo sabes tú?
Me vi forzado a negar con la cabeza.
—¿Qué taza de café?
—No lo sé.
—Sería mejor que preguntara a Dorcas o alguna de las criadas, si quiere saber algo de tazas de café. Es cosa de mujeres, no mía. No sé nada de tazas de café, como no sea que tenemos unas que nunca usamos y que son una verdadera maravilla. Porcelana antigua de Worcester. ¿Eres entendido en porcelana, Hastings?
Hice con la cabeza un movimiento negativo.
—No sabes lo que te pierdes. Es un placer incomparable tener en la mano una pieza perfecta de porcelana antigua; hasta el mirarlo lo es.
—Bueno, ¿qué le digo a Poirot?
—Dile que no sé de qué me habla. Es un jeroglífico para mi persona.
—Muy bien.
Me dirigí hacia la casa cuando me llamó de pronto.
—Es decir, ¿cuál era el final del mensaje? ¿Quieres repetírmelo?
—«Encuentre la taza de café perdida y podrá dormir en paz». ¿Estás seguro de que no sabes lo que quiere decir? —pregunté con ansiedad, deseoso a mi vez de comprender algo.
Movió la cabeza, negando.
—No —dijo en un susurro—. ¡Ojalá lo supiera!
En aquel momento sonó el batintín y nos dirigimos juntos a la casa. John había invitado a Poirot a almorzar y mi amigo el detective estaba ya sentado a la mesa desde momentos antes.
Por acuerdo tácito, se habían excluido las alusiones a la tragedia. Hablamos de la guerra y de otros temas generales. Pero después de que Dorcas sirvió el queso y las galletas y abandonó el comedor, Poirot, de pronto, se inclinó hacia mistress Cavendish.
—Perdóneme, señora, por traerle a la memoria recuerdos desagradables, pero tengo una pequeña idea —las «pequeñas ideas» de Poirot habían llegado a ser una broma para todos—. Me gustaría hacerle un par de preguntas.
—¿A mí? Desde luego.
—Es usted muy amable, madame. Lo que quiero preguntarle es esto: ¿Dijo usted que la puerta de comunicación entre el cuarto de mistress Inglethorp y el de mademoiselle Cynthia estaba cerrada?
—Claro que estaba cerrada —replicó Mary Cavendish—. Ya lo he dicho en el interrogatorio.
Parecía perpleja.
—Quiero decir —explicó Poirot— si está usted segura de que tenía el cerrojo echado, que no estaba solamente cerrada.
—¡Ah! Ya veo lo que quiere usted decir. No, no lo sé. Quise decir únicamente que estaba cerrada, que no pude abrirla. Pero creo que todas las puertas han sido encontradas con el cerrojo echado por dentro.
—De todos modos, en lo que a usted se refiere, la puerta podía estar simplemente cerrada con llave.
—Sí, sí.
—¿Y no se fijó usted por casualidad, madame, cuando entró en el cuarto de mistress Inglethorp, si la puerta tenía echado el cerrojo?
—Creo… creo que sí.
—Pero ¿usted no lo vio?
—No, yo… no miré.
—Yo sí miré —interrumpió Lawrence súbitamente—. Me di cuenta por casualidad de que estaba corrido.
—¡Ah! Eso lo explica.
Y Poirot quedó cabizbajo.
No pude menos de regocijarme de que, por una vez, una de sus «pequeñas ideas» no hubiera conducido a nada práctico.
Después de almorzar, Poirot me rogó le acompañara a su casa. Acepté fríamente.
—Está usted enfadado, ¿verdad? —preguntó con ansiedad mientras cruzábamos el parque.
—Yo no —dije fríamente.
—¡Ah, bueno! Eso me quita un gran peso de encima.
No era ésa precisamente mi intención. Esperaba haberle hecho notar mi actitud resentida. De todos modos, el fervor con que me habló puso fin a mi justificado disgusto y me ablandé.
—Le he dado a Lawrence su mensaje —dije.
—¿Y qué le contestó? Se desconcertó por completo, ¿no es verdad?
—Sí. Estoy completamente seguro de que no tiene idea de lo que usted quería decir.
Esperaba que Poirot se hubiera desilusionado con mi informe; pero, con gran sorpresa por mi parte, replicó que eso era lo que había supuesto y que estaba muy contento. Mi orgullo me impidió formular más preguntas.
Poirot cambió de conversación.
—¿Cómo es que mademoiselle Cynthia no almorzó hoy con nosotros?
—Está en el Hospital. Ha vuelto hoy al trabajo.
—Ah, es una señorita muy inteligente. Y también muy bonita. Se parece a algunos cuadros que he visto en Italia. Me gustaría mucho ver su dispensario. ¿Cree usted que me lo permitiría?
—Estoy seguro de que le encantará hacerle los honores. Es un lugar muy interesante.
—¿Va allí todos los días?
—Tiene los miércoles libres y los sábados viene a almorzar a casa. Son sus únicas horas libres. Trabaja con intensidad.
—Lo tendré presente. Las mujeres están haciendo una gran labor en nuestros días, y mademoiselle Cynthia es inteligente de veras. ¡Ya lo creo que esa pequeña tiene buena cabeza!
—Sí. Creo que ha pasado un examen bastante duro.
—No lo dudo. Después de todo, es un trabajo de mucha responsabilidad. ¿Tendrán allí venenos muy activos?
—Sí, nos los enseñó. Están guardados en un armarito. Creo que tienen que ir con mucho cuidado con ellos. Antes de dejar la habitación siempre cierran con llave dicho armarito.
—Naturalmente. Y ese armarito ¿está cerca de la ventana?
—No. Está precisamente en el lado opuesto de la habitación. ¿Por qué?
—Por nada, por saber. ¿Entra usted conmigo, querido Hastings?
Estábamos ya ante el chalet.
—No. Creo que me vuelvo. Daré un paseo por los bosques.
Los bosques que circundaban Styles eran muy hermosos. Después del paseo por el parque resultaba agradable vagar perezosamente por los frescos claros de la arboleda. Apenas se movía una hoja. Hasta el trinar de los pájaros sonaba tenue y como amortiguado. Anduve un pequeño trecho y después me tumbé bajo una vieja haya. Mis pensamientos hacia la Humanidad eran amables y caritativos. Hasta perdoné a Poirot sus absurdos secretos. Me sentía en paz con el mundo. Bostecé.
Me puse a pensar en el crimen y me pareció irreal y como muy lejos de mí.
Bostecé de nuevo.
Probablemente, pensaba, todo aquello no había ocurrido en realidad. Tenía que ser todo una pesadilla. La verdad era que Lawrence había asesinado a Alfred Inglethorp con un mazo de croquet. Pero era absurdo que John armara por ello semejante escándalo y que anduviera gritando: «¡Te digo que no lo consentiré!».
Me desperté sobresaltado.
Inmediatamente me di cuenta de que me encontraba en un trance muy apurado, pues a unos metros de distancia estaban John y Mary Cavendish, de pie uno frente al otro, y era evidente que disputaban. También era evidente que no habían advertido mi presencia, ya que, antes de que pudiera moverme o hablar, John repetía las palabras que me habían despertado:
—¡Te digo, Mary, que no lo consentiré!
Oí la voz de Mary, fría y clara al contestar:
—¿Tienes tú algún derecho a criticar mis actos?
—Todo el pueblo hablará. Mi madre enterrada el sábado y tú correteando por ahí sin controlar el tiempo, con ese tipo antipático.
—¡Ah, vamos! —Mary se encogió de hombros—. Lo único que te importa es el comadreo.
—No es sólo eso. Y estoy harto de verle por aquí. Además, es un judío polaco.
—Unas gotas de sangre judía no perjudican. Influyen favorablemente sobre la… —le miró— la imperturbable estupidez del inglés medio.
Había fuego en sus ojos y hielo en su voz. No me extrañó que John enrojeciera vivamente.
—¡Mary!
—¿Qué?
El tono de su voz no había cambiado. La súplica murió en los labios de John.
—¿Quieres decir que seguirás viendo a Bauerstein contra mi expreso deseo?