—Sí, si se me antoja.
—¿Me desafías?
—No, pero te niego todo derecho a criticar mis actos. ¿No tienes tú amigos que yo desaprobaría?
John se echó atrás. El color desapareció de su rostro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con voz insegura.
—¡Ya lo ves! —dijo Mary tranquilamente—. Te das cuenta, ¿verdad?, de que tú no tienes derecho a escogerme a mí mis amigos.
John la miró suplicante. Parecía profundamente herido.
—¿Que no tengo derecho, Mary? ¿Que no tengo derecho? —dijo con voz vacilante. Extendió sus manos hacia ella—. ¡Mary!
Por un momento creí que Mary vacilaba. Su expresión se dulcificó, pero de pronto dio media vuelta y exclamó casi con fiereza:
—¡Ninguno!
Se marchaba ya, y John corrió tras ella y la cogió por un brazo.
—Mary —su voz era muy tranquila—, ¿estás enamorada de ese Bauerstein?
Mary titubeó y súbitamente su rostro adquirió una expresión extraña, vieja como el mundo y sin embargo eternamente joven. Las esfinges de Egipto podían haber sonreído así.
Se soltó suavemente y le habló por encima del hombro.
—Puede ser.
Y se marchó rápidamente, dejando a John en el claro del bosque, en pie, como petrificado.
Me acerqué procurando hacer ruido, rompiendo algunas ramas secas con los pies. John se volvió. Afortunadamente supuso que acababa de llegar al lugar de la escena.
—Hola, Hastings, ¿has dejado a salvo en su casa al hombrecillo? Es un tipo muy curioso. ¿Y es tan bueno realmente?
—Estaba considerado como uno de los mejores detectives de su época.
—Ah, entonces supongo que será bueno. Pero, ¡qué mundo éste tan asqueroso!
—¿Te parece asqueroso? —pregunté.
—¡Oh, Dios, así lo creo! Para empezar, está ese horrible asunto. Los hombres de Scotland Yard entrando y saliendo como Perico por su casa. Nunca sabe uno por dónde van a aparecer. Y esos escandalosos titulares de los periódicos. ¡Condenados periodistas! ¿Sabes que se había reunido una verdadera multitud en las puertas del parque esta mañana? Para estos aldeanos este asunto es como una Cámara de los Horrores de madame Tussaud gratuita. ¡Resulta insoportable!
—Anímate, John —dije, tratando de suavizar su ira—. Esto no va a durar eternamente.
—¿Tú crees que no? Durará lo suficiente para que ninguno de nosotros pueda volver a levantar la cabeza en mucho tiempo.
—No, no, no te pongas morboso.
—Hay como para volverse loco. Sentirse asediado por esos idiotas de cara de torta, por más que uno se esconda. Pero todavía hay cosas peores.
—¿Qué?
Bajó la voz.
—¿Has pensado, Hastings, en quién podría ser el asesino? Porque para mí es una pesadilla. A veces no puedo menos de pensar que debe haber sido un accidente. Porque… porque… ¿quién puede haberlo hecho? Ahora que Inglethorp está fuera del asunto, no queda nadie; es decir, sólo quedamos nosotros…
Realmente, ¡qué pesadilla para cualquiera! ¿Uno de nosotros? Claro, tenía que ser, a menos que…
Se me ocurrió una nueva idea. La estudie rápidamente. La luz se hacía en mi cerebro. La misteriosas andanzas de Poirot, sus insinuaciones, todo encajaba. ¡Que tonto había sido al no pensar antes en ella y qué alivio para todos nosotros!
—No, John —dije—, no ha sido ninguno de nosotros. Eso es imposible.
—Ya lo sé; pero entonces, ¿quién?
—¿No lo adivinas?
—No.
Miré a nuestro alrededor con precaución y dije en voz baja:
—El doctor Bauerstein.
—¡Imposible! ¿Qué interés iba a tener él en la muerte de mi madre?
—Eso no lo sé —confesé—; pero te diré una cosa: Poirot piensa lo mismo.
—¿Poirot? ¿Y cómo lo sabes?
Le conté cómo se había excitado Poirot al saber que el doctor Bauerstein había estado en Styles la noche fatal, y añadí:
—Dijo dos veces: «Esto lo cambia todo». Y he estado pensando sobre ello. Ya sabes que Inglethorp dijo que había dejado el café en el vestíbulo, y fue precisamente entonces cuando llegó Bauerstein. ¿No pudo el doctor echar algo en el café al pasar, cuando cruzó el vestíbulo? ¿No lo encuentras verosímil?
—¡Hum! —dijo John—. Hubiera sido muy arriesgado.
—Sí, pero es posible.
—Y además, ¿cómo iba a saber él que era el café de mi madre? No, chico, no creo que eso pueda tomarse en consideración.
Pero recordé otra cosa aún.
—Tienes razón. No fue así cómo lo hizo. Escucha.
Y le conté que Poirot había mandado analizar la muestra del chocolate.
John me interrumpió.
—¡Pero si Bauerstein ya lo había analizado!
—Claro, claro, precisamente. ¿No lo entiendes? Bauerstein lo había mandado analizar, eso es. Si es Bauerstein el asesino, nada más fácil para él que sustituir la muestra del chocolate de tu madre por otro normal y mandarlo analizar. Naturalmente, ¡no se encontró estricnina! Pero a nadie más que a Poirot se le ocurriría sospechar de Bauerstein y llevar al laboratorio otra muestra de chocolate —añadí con agradecimiento tardío.
—Sí, pero el chocolate no disimula el sabor amargo de la estricnina.
—Sólo lo sabemos porque él lo dijo. Y aún hay otras posibilidades. Está considerado como uno de los más célebres toxicólogos…
—¿Uno de los más célebres qué? Repítelo.
—Es una persona muy entendida en venenos —expliqué—. Bueno, mi idea es que quizá ha encontrado el modo de preparar estricnina insípida. O puede que ni siquiera fuera estricnina, sino alguna droga desconocida de la que nadie ha oído hablar y que produce los mismos efectos.
—¡Hum! Sí, eso puede ser —dijo John—. Pero escucha: ¿cómo pudo acercarse al chocolate? No estaría en el piso de abajo…
—No, no estaba —admití de mala gana.
Y de pronto una posibilidad espantosa pasó por mi imaginación. Deseé con toda mi alma que a John no se le hubiera ocurrido también. Le miré de reojo. Fruncía el ceño, perplejo, y respiré aliviado, porque el terrible pensamiento que había pasado por mi imaginación era éste: el doctor Bauerstein podía tener un cómplice.
Pero no podía ser cierto. Una mujer tan hermosa como Mary Cavendish no podía ser una asesina. Sin embargo, había habido envenenadoras muy hermosas.
Y súbitamente recordé la conversación que habíamos sostenido el día de mi llegada, a la hora del té, y el brillo de sus ojos al decir que el veneno era un arma femenina. ¡Qué agitada estaba en la noche de aquel martes fatal! ¿Habría descubierto mistress Inglethorp algo entre ella y Bauerstein y la amenazaría con decírselo a su marido? ¿Se habría cometido el crimen para evitar la denuncia?
Recordé aquella conversación tan enigmática entre Poirot y miss Howard. ¿Sería eso lo que querían decir, la monstruosa posibilidad que Emily se esforzara en no creer?
Sí, todo parecía encajar. No era extraño que miss Howard hubiera querido ocultar el asunto. Entonces comprendí aquella frase suya que no terminó: «La misma Emily…». E interiormente estuve de acuerdo con ella. ¿No hubiera preferido mistress Inglethorp que su muerte quedara impune antes de ver deshonrado el nombre de los Cavendish?
—Hay otra cosa aún —dijo John de pronto, y el inesperado sonido de su voz me sobresaltó, sintiéndome culpable—. Algo que me hace dudar de que lo que dices pueda ser cierto.
—¿Qué pasa? —pregunté, dando gracias a Dios al ver que había abandonado el tema referente a cómo podía haber sido introducido el veneno en el chocolate.
—El que el doctor Bauerstein haya solicitado la autopsia… No tenía por qué haberlo hecho. El pobre Wilkins hubiera estado muy contento de dejarlo como ataque al corazón.
—Sí —dije pensativo—. Pero no sabemos. Puede que haya pensado que era más seguro a la larga. Podía haber habladurías más tarde. Entonces el Ministerio del Interior podía ordenar la exhumación. Todo habría salido a la luz y él se hubiera encontrado en una situación difícil, porque nadie hubiera creído que un hombre de sus conocimientos se equivocara en lo del ataque al corazón.