—¡Por Dios, Mary, qué conversación tan horrible! —exclamó mistress Inglethorp—. Me estáis espeluznando. ¡Aquí viene Cynthia!
Una muchacha con uniforme de enfermera cruzó rápidamente el césped.
—Cynthia, llegas tarde hoy. Éste es míster Hastings. Miss Murdoch.
Cynthia Murdoch era una joven de aspecto lozano, llena de vida y de vigor. Se quitó su gorrito y admiré las grandes ondas sueltas de su cabellera rojiza y la brevedad y blancura de la mano que adelantó para coger su taza de té. Con ojos y pestañas negros hubiera sido una belleza.
Se tumbó en el suelo, al lado de John, y me sonrió cuando le acerqué un plato de emparedados.
—Siéntese aquí en la hierba. Se está mucho mejor.
Obedecí prontamente.
—Trabaja usted en Tadminster, ¿verdad?
Cynthia asintió.
—Sí, por mis pecados.
—¿Se portan mal con usted sus jefes? —pregunté sonriendo.
—¡Me gustaría verlo! —exclamó Cynthia con dignidad.
—Tengo una prima en un hospital, que les tiene pánico a las enfermeras diplomadas.
—No me extraña. No tiene usted idea de cómo son. Pero yo no soy enfermera, gracias a Dios. Trabajo en el dispensario.
—¿A cuánta gente envenena usted?
Cynthia sonrió también.
—¡A cientos! —dijo.
—Cynthia —llamó mistress Inglethorp—, ¿puedes escribirme unas cartas?
—Desde luego, tía Emily.
Se levantó de un salto y algo en su actitud me recordó que su posición en la casa era subalterna y que mistress Inglethorp, aun siendo tan bondadosa, no le permitía olvidarlo.
Mi anfitriona se volvió hacia mí.
—John le enseñará su cuarto. La comida es a las siete y media. Hemos suprimido la cena, por el momento. Lady Tadminster, la esposa de nuestro diputado, hija del difunto lord Abbotsbury, hace lo mismo. Está de acuerdo conmigo en que somos las personas de nuestra posición las que tenemos que dar ejemplo de austeridad. Aquí seguimos un régimen de guerra; nada se desperdicia, hasta los trozos de papel se recogen y se mandan en sacos.
Expresé mi aprobación y John me condujo a la casa. Subimos la ancha escalera que, bifurcándose a derecha e izquierda, conducía a las dos alas del edificio. Mi cuarto estaba en el ala izquierda y tenía vistas sobre el parque.
John me dejó y unos minutos más tarde lo vi desde mi ventana paseando sosegadamente por la hierba, cogido del brazo de Cynthia Murdoch. Oí la voz de mistress Inglethorp llamando a Cynthia con impaciencia y la muchacha corrió en dirección a la casa. Al mismo tiempo, un hombre surgió de la sombra de un árbol y tomó lentamente la misma dirección. Representaba unos cuarenta años, era muy moreno y su rostro, pulcramente afeitado, tenía una expresión melancólica. Parecía dominado por una emoción violenta. Al pasar miró casualmente hacia mi ventana y lo reconocí, aunque había cambiado mucho en los últimos quince años. Era el hermano menor de John, Lawrence Cavendish. Me pregunté cuál podría ser el motivo de la extraña expresión que sorprendí en su rostro.
Después me olvidé de él y me hundí en mis propios asuntos.
La tarde se deslizó agradablemente y por la noche soñé con la enigmática Mary Cavendish.
La mañana amaneció clara y llena de sol y presentí que mi estancia en Styles me iba a ser extraordinariamente grata.
No vi a mistress Cavendish hasta la hora del almuerzo. Entonces me invitó a dar un paseo con ella y pasamos una tarde deliciosa, vagando por los bosques y regresando a casa alrededor de las cinco.
Al entrar en el amplio vestíbulo, John nos hizo seña de que le siguiéramos al salón de fumar. Por la expresión de su rostro comprendí enseguida que algo desagradable había ocurrido. Le seguimos y cerró la puerta detrás de nosotros.
—Escucha, Mary; hay un jaleo horrible. Evie ha disputado con Alfred Inglethorp y se marcha.
—¿Que se marcha Evie?
John asintió sombrío.
—Sí, fue a ver a mamá y… ¡Aquí viene ella!
Miss Howard apretaba los labios con obstinación y llevaba una pequeña maleta. Parecía excitada y decidida, ligeramente a la defensiva.
—¡Al menos —estalló— se las canté claras!
—Querida Evie —exclamó mistress Cavendish—, no puedo creer que te marches.
Miss Howard asintió, ceñuda.
—Pues es la verdad. Siento haber dicho a Emily algunas cosas que no perdonará ni olvidará fácilmente. No me importa si mis palabras no han hecho mucho efecto. Probablemente no conseguiré nada. Le dije: «Eres vieja, Emily, y las tonterías de los viejos son las peores. Es veinte años más joven que tú y tú te engañas respecto al motivo de su matrimonio: Dinero. No le des demasiado. La mujer del granjero Raikes es joven y guapa. Pregunta a tu querido Alfred cuánto tiempo pasa en su casa». Emily se enfadó mucho. ¡Natural! Y yo continué: «Te lo advierto, si te gusta como si no te gusta: ese hombre te matará mientras duermes, en un decir “¡Jesús!”. Es un mal bicho. Puedes decirme lo que quieras, pero recuerda que te he avisado. ¡Es un mal bicho!».
—¿Y qué dijo ella?
Miss Howard hizo una mueca muy expresiva.
—«Mi queridísimo Alfred, mi pobrecito Alfred, calumnias viles, mentiras ruines, horrible mujer, acusar a mi querido esposo…». Cuanto antes deje esta casa, mejor. De modo que me marcho.
—Pero ¿ahora mismo?
—En este mismo momento.
Durante unos instantes nos quedamos contemplándola. Finalmente, John Cavendish, viendo que sus argumentos no tenían éxito, fue a consultar el horario de trenes. Su mujer le siguió, murmurando que sería mejor convencer a mistress Inglethorp de que recapacitara.
Al quedarnos solos, la expresión de miss Howard se transformó. Se inclinó hacia mí ansiosamente.
—Míster Hastings, usted es una buena persona. ¿Puedo confiar en usted?
Me sobresalté ligeramente. Posó su mano en mi brazo y su voz se convirtió en un susurro.
—Cuide de ella, míster Hastings. ¡Mi pobre Emily! Son una manada de tiburones, todos ellos. Bien sé lo que me digo. Todos están a la cuarta pregunta y la acosan con peticiones de dinero. La he protegido todo lo que he podido. Ahora que les dejo el campo libre, se impondrán.
—Naturalmente, miss Howard —dije—. Haré todo lo que esté en mi mano; pero tranquilícese, está usted muy nerviosa.
Me interrumpió, amenazándome con el índice.
—Joven, créame. He vivido más que usted. Sólo le pido que tenga los ojos bien abiertos. Verá luego si tengo o no razón.
El ruido del motor del coche nos llegó a través de la ventana abierta y miss Howard se levantó, encaminándose hacia la puerta. John llamó desde fuera. Con la mano en la portezuela del coche, Evie me miró por encima del hombro y me hizo una seña.
—Y sobre todo, míster Hastings, vigile a ese demonio, al marido.
No hubo tiempo para hablar más. Miss Howard desapareció entre un coro de protestas y adioses. Los Inglethorp no se presentaron para la despedida.
Mientras el coche desaparecía, mistress Cavendish se separó súbitamente del grupo y avanzó hacia el césped, saliendo al encuentro de un hombre alto, con barba, que evidentemente venía de la casa. Sus mejillas se colorearon al darle la mano.
—¿Quién es ése? —pregunté con viveza, porque instintivamente me disgustó aquel hombre.
—Es el doctor Bauerstein —contestó John brevemente.
—¿Y quién es el doctor Bauerstein?
—Está en el pueblo haciendo una cura de reposo, después de haber sufrido un grave desequilibrio nervioso. Es un especialista de Londres, hombre muy inteligente; uno de los mejores especialistas toxicólogos, según creo.
—Y es muy amigo de Mary —apuntó Cynthia, incorregible.
John Cavendish frunció el ceño y cambió de tema.
—Vamos a dar un paseo, Hastings. Todo este asunto ha sido muy desagradable. Siempre ha tenido la lengua muy suelta, pero no hay en toda Inglaterra amiga más fiel que Evelyn Howard.
Tomó el camino que cruzaba el bosque y nos dirigimos hacia el pueblo.