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—Sí, es posible —admitió John; y añadió—. Sin embargo, que me desuellen si veo qué motivo puede haber tenido.

Me eché a temblar de nuevo.

—Mira —dije—. Puedo estar completamente equivocado. Y recuerda que todo esto es confidencial.

—Ah, por supuesto, ni que decir tiene.

Mientras hablábamos habíamos llegado a la puerta pequeña del jardín. Oímos voces cercanas, porque estaban sirviendo el té bajo el sicómoro, como en el día de mi llegada.

Cynthia había vuelto del hospital y acerqué mi silla a la suya, transmitiéndole el deseo de Poirot de visitar el dispensario.

—Desde luego. Me encantará su visita. Que vaya a tomar el té conmigo una tarde. Tengo que ponerme de acuerdo con él. ¡Es un hombrecillo tan agradable! Pero es cómico. El otro día me hizo quitar el broche que llevaba en la blusa y ponérmelo otra vez, porque al parecer no quedaba derecho.

Me reí.

—Sí, es una verdadera manía.

—¿Verdad que sí?

Estuvimos callados durante un par de minutos, y entonces, mirando en la dirección de Mary Cavendish y bajando la voz, Cynthia dijo:

—Míster Hastings.

—Dígame, Cynthia.

—Quiero hablar con usted, después del té.

El modo como miró a Mary me dio que pensar. Supuse que entre las dos no había gran simpatía. Por primera vez se me ocurrió preguntarme cuál sería el futuro de la muchacha. Mistress Inglethorp no había dejado ninguna disposición con respecto a ella, pero supuse que John y Mary insistirían para que se quedara a vivir con ellos, al menos hasta el fin de semana. John, indudablemente, le tenía gran afecto y sentiría que se marchara.

John que había entrado en la casa, apareció de nuevo. Su rostro, generalmente afable, presentaba una desacostumbrada expresión de ira.

—¡Malditos detectives! ¡Pero qué andarán buscando! Han estado en todas las habitaciones de la casa, poniéndolo todos patas arriba. ¡Es realmente horrible! Me figuro que se aprovecharon de que todos estábamos fuera. La próxima vez que vea a Japp me las va a pagar.

—¡Pandilla de fisgones! —gruñó miss Howard.

Lawrence opinó que tenían que aparentar que hacían algo. Mary Cavendish no dijo una palabra.

Después del té invité a Cynthia a dar una vuelta y, sin prisa, nos dirigimos juntos al bosque.

—¿De qué se trata? —pregunté tan pronto como estuvimos a salvo de miradas curiosas, protegidos por la cortina de árboles.

Con un suspiro, Cynthia se quitó el sombrero y se tumbó en el suelo. La luz del sol, atravesando los árboles, convertía su cabello rojizo en oro palpitante.

—Míster Hastings, usted ha sido siempre tan bueno y sabe usted tanto…

Caí entonces en la cuenta de que Cynthia era realmente una muchacha encantadora. Mucho más encantadora que Mary, que nunca decía cosas así.

—Siga usted —la animé, viendo que titubeaba.

—Quiero pedirle consejo. ¿Qué voy a hacer?

—¿Qué va usted a hacer de qué?

—¡Ya lo está usted viendo! La tía Emily siempre me había dicho que se acordaría de mi futuro. Supongo que se olvidó, o quizá no pensó que iba a morir tan pronto. De todos modos, no se acordó de mí. Y no sé qué hacer. ¿Cree usted que debo marcharme inmediatamente?

—¡Por Dios, claro que no! Estoy seguro de que no quieren separarse de usted.

Cynthia titubeó un momento, arrancando la hierba con sus pequeñas manos. Al fin dijo:

—Mistress Cavendish quiere que me vaya. Me odia.

—¿Qué la odia? —exclamé, atónito.

Cynthia asintió.

—Sí. No sé por qué, pero no puede resistirme; ni él tampoco.

—Eso sí que no —dije con calor—. Al contrario, John le tiene a usted mucho cariño.

—¡Ah, sí, John! Me refería a Lawrence. Naturalmente, no es que me importe el que Lawrence me odie o no. Pero es horrible cuando nadie la quiere a una, ¿verdad?

—¡Pero si la quieren, mi querida Cynthia! —dije sinceramente—. Estoy seguro de que se equivoca usted. Mire, están John y miss Howard.

Cynthia asintió, sombría.

—Sí, supongo que John me quiere, y Evie, con todas sus brusquedades, es incapaz de matar una mosca. Pero Lawrence nunca me habla si puede evitarlo, y Mary tiene que hacer un esfuerzo para tratarme con educación. Quiere que se quede Evie, se lo ha pedido, pero no me quiere a mí, y yo… yo… no sé lo que voy a hacer.

Súbitamente, la pobre chiquilla se echó a llorar.

No sé lo que se apoderó de mí. Quizá fue que estaba muy bella, sentada allí, con el sol reflejándose en su cabeza; quizá el alivio que representaba el encontrarse con alguien completamente desconectado de la tragedia; o simplemente sincera compasión hacia su juventud y abandono. El caso es que me incliné hacia ella y cogiendo su manita le dije con voz torpe:

—Cásase conmigo, Cynthia.

Sin proponérmelo, había encontrado un remedio maravilloso para sus lágrimas. Se enderezó inmediatamente, retiró su mano de la cara y dijo con alguna aspereza:

—¡No sea usted tonto!

Me enfadé un poco.

—No soy tonto. Le estoy pidiendo que me conceda el honor de ser mi mujer.

Con gran sorpresa por mi parte Cynthia se echó a reír y me llamó «querido payaso».

—Es muy amable por su parte —dijo—; pero usted bien sabe que no desea casarse conmigo.

—Sí, quiero. Tengo…

—No importa lo que tenga usted. Usted no quiere realmente casarse conmigo… y yo tampoco.

—En ese caso, no hay más que hablar —dije ofendido—. Pero no veo en ello motivo de risa. No hay nada de cómico en una proposición matrimonial.

—Claro que no —dijo Cynthia—. Puede que alguien le acepte la próxima vez. Adiós, me ha animado usted mucho.

Y desapareció entre los árboles con una última explosión de regocijo.

Pensando en la entrevista, la encontré profundamente desagradable.

Se me ocurrió de pronto que haría bien en bajar al pueblo y ver a Bauerstein. Alguien tenía que vigilarlo. Al mismo tiempo, sería prudente calmar las sospechas que sobre él pesaban. Recordé la confianza que había depositado Poirot en mi diplomacia. Por consiguiente, me dirigí a la bonita casita donde sabía se alojaba. En la ventana había un cartel con el letrero «Departamentos». Golpeé en la puerta.

Una mujer vieja salió a abrir.

—Buenas tardes —dije amablemente—. ¿Está el doctor Bauerstein?

Se me quedó mirando.

—¿Pero ¿no lo sabe?

—¿Si no sé qué?

—Lo que ha pasado.

—¿Qué le ha pasado?

—Se lo han llevado.

—¿Que se lo han llevado? ¿Se ha muerto?

—No; se lo ha llevado la «poli».

—La Policía —corregí con dificultad—. ¿Quiere usted decir que lo han detenido?

—Sí eso es; y…

No esperé oír más, sino que crucé el pueblo corriendo en busca de Poirot.

CAPÍTULO X

EL ARRESTO

CON gran disgusto por mi parte, Poirot no estaba en su casa y el anciano belga que contestó a mi llamada me informó que creía que había ido a Londres.

Me quedé sin habla. ¿Qué se le había perdido a Poirot en Londres? ¿Se había decidido de pronto o tendría ya esa idea cuando se despidió de mí horas antes?

Tomé el camino de Styles algo molesto. Sin Poirot no sabía cómo actuar. ¿Habría previsto el arresto? ¿No habría sido obra suya? No pude contestar a estas preguntas. Pero, entretanto, ¿qué hacer? ¿Anunciaría a todos en Styles el arresto? Aunque no quería confesármelo a mí mismo, no podía apartar de mi imaginación el recuerdo de Mary Cavendish. ¿No sería un choque terrible para ella? Por de pronto rechacé cualquier sospecha que pudiera haber tenido de su culpabilidad. No podía estar complicada, o acaso hubiera oído yo alguna insinuación al respecto.