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Con repentina energía me cogió por un brazo y me arrastró hasta el vestíbulo, gritando en francés, en su excitación:

Mademoiselle Dorcas, mademoiselle Dorcas! Un moment s’il vous plait!

Dorcas, toda agitada por el alboroto, salió corriendo de la despensa.

—Mi buena Dorcas, tengo una idea, una pequeña idea. Si resulta acertada, ¡qué suerte más magnífica! Dígame, el lunes, no el martes, Dorcas, sino el lunes, el día anterior a la tragedia, ¿le ocurrió algo al timbre de mistress Inglethorp?

Dorcas pareció muy sorprendida.

—Sí, señor; ahora que usted lo dice, sí que le ocurrió algo. Aunque no comprendo cómo ha podido usted enterarse. Un ratón, o algo por el estilo, mordisqueó el alambre. Vino un hombre y lo arregló el martes por la mañana.

Con una prolongada exclamación de éxtasis, Poirot me condujo al saloncito de madame.

—Ya ve usted, no debemos buscar las pruebas en el exterior; la razón debe ser suficiente. Pero la carne es débil, y es consolador comprobar que se va por buen camino. ¡Ay, amigo mío, soy como un gigante renovado! ¡Corro! ¡Salto!

Y, efectivamente, corrió y saltó, y de una cabriola se plantó en el césped que se extendía delante de la ventana.

—¿Qué está haciendo su notable amigo? —preguntó una voz detrás de mí.

Me volví y encontré a Mary Cavendish.

Sonreímos los dos.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Realmente no puedo decírselo. Hizo una pregunta a Dorcas relacionada con un timbre y tan encantado quedó por la respuesta que se porta como usted está viendo.

Mary se rió.

—¡Qué ridículo! Está cruzando la verja. ¿Es que no vuelve hoy?

—No lo sé. Ya no trato de adivinar cuál será su siguiente locura.

—Hastings, está completamente loco, ¿verdad?

—Honradamente, no lo sé. A veces creo que está loco de atar y de pronto, cuando su locura llega al máximo, encuentro que hay método en ella.

—Comprendo.

A pesar de sus risas, Mary parecía pensativa aquella mañana, casi triste.

Se me ocurrió que quizá fuera una buena oportunidad de tratar con ella del asunto de Cynthia. Creo que empecé con mucho tacto, pero no había llegado muy lejos cuando me detuvo autoritariamente.

—Ya sé que es usted un excelente abogado, míster Hastings, pero en este caso está usted desperdiciando su talento. Cynthia no corre el menor peligro de encontrar animosidad por mi parte.

Empecé a decirle, tartamudeando lamentablemente, que no quería que pensara que… Pero de nuevo me interrumpió y sus palabras fueron tan inesperadas que Cynthia y sus problemas casi desaparecieron de mi imaginación.

—Míster Hastings —dijo—, ¿cree usted que mi marido y yo somos felices juntos?

Me quedé completamente sorprendido y murmuré que no era yo quién para pensar esas cosas.

—Bueno —dijo ella quedamente—; de todos modos le voy a decir por qué no somos felices.

No dije nada, porque comprendí que no había terminado.

Empezó a hablar lentamente, paseándose por la habitación, con la cabeza algo inclinada y balanceando suavemente al andar su figura esbelta y flexible. Se detuvo de pronto y me mimó.

—Usted no sabe nada acerca de mí, ¿verdad? —preguntó—. ¿No sabe de dónde vengo, lo que era antes de casarme con John; en fin, nada? Pues bien, se lo voy a decir. Haré de usted mi confesor. Usted es bueno, según creo… sí, estoy segura de que es usted bueno.

Yo no estaba muy satisfecho, que digamos. Recordé que Cynthia había empezado sus confidencias de un modo muy parecido. Además, un confesor debe ser de edad mediana, no es el papel adecuado para un hombre joven.

—Mi padre era inglés —dijo mistress Cavendish—, pero mi madre era rusa.

—¡Ah! —dije—. Ahora comprendo…

—¿Qué es lo que comprende?

—Algo que hay en usted, algo distinto, exótico.

—Creo que mi madre era muy hermosa. No sé, porque no la he conocido. Murió cuando yo era muy pequeña. Creo que hubo alguna tragedia en relación con su muerte, tomó por error una dosis de una medicina para dormir, o algo así. Como quiera que sea, mi padre se quedó con el corazón destrozado. Poco después entró en el Servicio Consular. Donde quiera que iba, yo le acompañaba. A los veintitrés años ya había recorrido yo casi todo el mundo. Era una vida maravillosa, me encantaba.

Sonrió levantando la cabeza. Parecía estar reviviendo aquel pasado feliz.

—Pero murió mi padre, dejándome en muy mala situación. Tuve que irme a vivir con unas tías ancianas al Yorkshire —se estremeció—. Comprenderá usted que era una vida odiosa para una chica educada como yo lo había sido. Casi me volvió loca aquella estrechez de horizontes, aquella espantosa monotonía —se detuvo un segundo y continuó, cambiando el tono—. Y entonces conocí a John Cavendish.

—Siga usted.

—Ya supondrá usted que, desde el punto de vista de mis tías, era un buen matrimonio para mí. Pero le aseguro que no fue eso lo que me decidió. No, era sencillamente un modo de escapar de la insoportable monotonía de mi vida.

No hice comentario alguno, y después de un momento continuó:

—No me interprete mal. He sido muy leal con él. Le dije, y era verdad, que me gustaba mucho, que esperaba que llegara a gustarme más, pero que no estaba lo que se dice «enamorada» de él. Me contestó que con eso ya se conformaba y… nos casamos.

Esperó largo rato, con el entrecejo un poco fruncido. Parecía estar revisando cuidadosamente aquellos días.

—Creo…, estoy segura, de que al principio me quería. Pero debíamos ser incompatibles. Casi inmediatamente nos distanciamos por completo. No es una idea agradable para mi orgullo, pero la verdad es que se cansó muy pronto de mí.

Debí hacer algún movimiento de protesta, porque continuó rápidamente:

—Sí, se cansó de mí. No es que esto tenga ahora ninguna importancia, cuando vamos a separarnos.

—¿Qué quiere usted decir?

Mary contestó quedamente:

—Quiero decir que me marcho de Styles.

—¿Es que no van a vivir ustedes aquí?

—John puede vivir aquí si quiere, pero yo no.

—¿Va usted a dejarle?

—Sí.

—¿Pero por qué?

Sobrevino una larga pausa y al fin dijo:

—Quizá… ¡porque quiero ser libre!

Comprendí lo que la palabra libertad significaba para una persona del temperamento de Mary Cavendish. Oyéndola hablar me pareció adivinar su auténtico ser, orgulloso, salvaje, tan inmune a la civilización como los tímidos pájaros de las montañas, y tuve como una visión de espacios abiertos, de tierras vírgenes, de sendas que nunca habían sido holladas. Un pequeño grito se escapó de sus labios.

—Usted no sabe, no puede saber cómo me he sentido encarcelada en este lugar tan odioso.

—Comprendo —dije—; pero no se precipite.

—¡Que no me precipite! —exclamó, burlándose de mi prudencia.

Y de pronto dije algo por lo que merecería me arrancaran la lengua:

—¿Sabe usted que el doctor Bauerstein ha sido detenido?

Su rostro se cubrió de una máscara de frialdad que borró de él toda expresión.

—John ha sido tan amable que me lo ha dicho esta mañana.

—¿Y qué opina usted? —pregunté débilmente.

—¿De qué?

—Del arresto.

—¿Qué quiere usted que opine? Al parecer, es un espía alemán, según le dijo el jardinero a John.

Su rostro y su voz permanecieron fríos e inexpresivos. ¿Le afectaría o no la noticia?

Se acercó a los floreros y los tocó con el dedo.

—Estas flores están marchitas. Tengo que poner otras. Por favor, míster Hastings, déjeme pasar… Gracias.

Me hice a un lado y salió sin apresurarse por la puerta-ventana, haciéndome un frío gesto de despedida.

No; era seguro que no le interesaba el doctor Bauerstein. Ninguna mujer podría representar su papel con aquella indiferencia helada.