Poirot no compareció a la mañana siguiente y los policías de Scotland Yard tampoco dieron señales de vida.
Pero a la hora del almuerzo se nos presentó una nueva prueba, aunque negativa. Habíamos tratado en vano de seguir la pista de la cuarta carta que mistress Inglethorp había escrito la víspera de su muerte. Al no obtener resultado abandonamos el asunto, con la esperanza de que algún día se aclararía todo. Y esto fue exactamente lo que ocurrió. En el segundo reparto se recibió una comunicación de una firma francesa de editores musicales acusando recibo de un cheque de mistress Inglethorp y lamentando no haberle podido conseguir unas series de canciones folklóricas rusas. De este modo perdimos la última esperanza de resolver el misterio por medio de la correspondencia de mistress Inglethorp en la tarde final.
Poco después del té bajé al pueblo a contarle a Poirot las últimas noticias, pero, con gran contrariedad por mi parte, me encontré con que, una vez más, estaba fuera.
—¿Ha vuelto a ir a Londres?
—¡Oh, no, monsieur! Sólo ha ido en tren a Tadminster. A ver el dispensario de una señorita, según dijo.
—¡Estúpido! —exclamé—. Si le dije que el miércoles era el único día que no estaba allí. Bueno, ¿quiere usted decirle que vaya a vernos mañana por la mañana?
—Desde luego, monsieur.
Pero al día siguiente no hubo señales de Poirot. Empecé a enfadarme. Realmente estaba tratándonos desdeñosamente.
Después de almorzar, Lawrence me llevó aparte y me preguntó si iba a ver a Poirot.
—No, no lo creo. Puede venir aquí, si quiere vernos.
—¡Ah!
Lawrence pareció quedarse indeciso. Estaba tan nervioso y excitado que despertó mi curiosidad.
—¿Qué pasa? —pregunté—. Puedo ir, si hay un motivo especial.
—No tiene mucha importancia, pero… bueno, si vas a verle, dile que —su voz se convirtió en un susurro— creo que he encontrado la taza de café perdida… que tanto me recomendó.
Casi había olvidado el misterioso mensaje de Poirot y de nuevo se despertó mi curiosidad.
Lawrence no parecía dispuesto a decir nada más, de modo que decidí agachar la cabeza e ir a buscar a Poirot.
Me recibieron con una sonrisa. Poirot estaba arriba. ¿Quería subir? Por consiguiente, subí.
Poirot estaba sentado junto a la mesa, con la cabeza escondida entre las manos. Al verme entrar dio un salto.
—¿Qué ocurre? —pregunté solícitamente—. Espero que no estará usted enfermo.
—No, no estoy enfermo. Pero estoy pensando en algo muy importante.
—¿Está usted dudando entre coger al criminal o soltarle? —pregunté humorísticamente.
Pero, con gran sorpresa por mi parte, Poirot asintió gravemente.
—«Hablar o no hablar», como dijo su gran Shakespeare, «ésa es la cuestión».
No me molesté en corregir la cita.
—¿Habla usted en serio, Poirot?
—Completamente en serio. Porque una cosa completamente seria pesa en la balanza.
—¿Qué cosa?
—La felicidad de una mujer, mon ami —dijo gravemente.
No supe qué contestar.
—Ha llegado el momento —dijo Poirot pensativo— y no sé qué hacer. Arriesgo demasiado en este juego. Nadie que no fuera Hércules Poirot lo intentaría.
Y se golpeó el pecho orgullosamente.
Después de esperar unos minutos para no estropear el efecto de sus últimas palabras, le transmití el mensaje de Lawrence.
—¡Aja! —exclamó—. ¿De modo que ha encontrado la taza de café? Tiene más inteligencia de lo que parece ese monsieur Lawrence de cara larga.
Yo mismo no tenía una idea muy elevada de la inteligencia de Lawrence, pero me abstuve de contradecirle, censurándole, en cambio, suavemente por haber olvidado mis instrucciones respecto a los días libres de Cynthia.
—Es cierto. Tengo una cabeza de chorlito. Sin embargo, la otra señorita fue de lo más amable. Sintió mucho el verme tan desilusionado y me enseñó todo aquello con la mejor voluntad.
—¡Ah, bueno! Entonces no importa, y otro día cualquiera va usted a tomar el té con Cynthia.
Le conté lo de la carta que habíamos recibido.
—Lo siento —dijo—. Siempre había tenido esperanzas en esa carta. Pero no podía ser. Este asunto tiene que desenredarse desde dentro —se dio unos golpecitos en la frente—. Son estas pequeñas células grises las que tienen que hacer el trabajo.
De pronto me preguntó:
—¿Es usted entendió en huellas dactilares, amigo mío?
—No —dije, muy sorprendido—. A lo único que llega mi ciencia es a saber que no hay dos huellas dactilares iguales.
—Exactamente.
Abrió un pequeño cajón y sacó unas fotografías, que puso sobre la mesa.
—Les he puesto los números uno, dos, y tres. ¿Puede describírmelas?
Estudié las fotografías atentamente.
—Ya veo que están muy ampliadas. Me parece que las de la fotografía número uno pertenecen a un hombre; son del pulgar y el índice. La del número dos son de mujer, son mucho más pequeñas y completamente distintas. Las del número tres… —me detuve un momento— parecen un montón de huellas, todas mezcladas, pero, desde luego, están las del número uno.
—¿Sobre las otras?
—Sí.
—¿Las reconoce sin ningún género de duda?
—Desde luego, son idénticas.
Poirot asintió, cogió con cuidado las fotografías y las guardó de nuevo en el cajón.
—Supongo —dije— que, como de costumbre, no va usted a explicarme nada.
—Al contrario. Las del número uno son las huellas dactilares de monsieur Lawrence. Las del número dos, de mademoiselle Cynthia. No tiene importancia. Las tomé solamente para comparar con las otras. El número tres es más complicado.
—¿Sí?
—Como usted ve, están sumamente ampliadas. No sé si habrá usted notado esa especie de mancha que atraviesa toda la fotografía. No le voy a describir a usted los aparatos especiales, polvos, etcétera, que he utilizado. Es un procedimiento muy conocido de la Policía, con el cual puede usted obtener una fotografía de las huellas dactilares en muy poco tiempo. Bueno, amigo, ya ha visto usted las huellas; ahora sólo me falta decirle en qué objeto han sido encontradas.
—Continúe; estoy interesadísimo.
—Eh bien! La foto número tres representa, sumamente ampliada, la superficie de una botella muy pequeña que hay en lo alto del armario de los venenos del dispensario del Hospital de la Cruz Roja de Tadminster, o que suena algo así como el cuento de la casa que hizo Jack[*].
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Pero cómo es que estaban en la botella las huellas de Lawrence Cavendish? No se acercó al armario de los venenos el día que estuvimos allí.
—Sí, se acercó.
—¡Imposible! Estuvimos nosotros siempre juntos todo el tiempo.
Poirot meneó la cabeza negativamente.
—No, amigo mío; hubo un momento en que no estuvieron ustedes juntos. Hubo un momento en el que no pudieron haber estado juntos, o no hubieran ustedes llamado a monsieur Lawrence para que se reuniera con ustedes en el balcón.
—Lo había olvidado —admití—; pero fue sólo un momento.
—Lo suficiente.
—¿Suficiente para qué?
La sonrisa de Poirot se hizo muy misteriosa.
—Suficiente para que un señor que ha estudiado Medicina pudiera satisfacer a placer su natural curiosidad.
Nuestras miradas se encontraron. La expresión de Poirot era vaga y apacible. Se puso en pie y tarareó una cancioncilla. Yo le observaba con desconfianza.
—Poirot —dije—. ¿Qué había en la botellita?
Poirot miró a través de la ventana.
—Hidrocloruro de estricnina —dijo por encima de su hombro.
Y continuó tarareando.
—¡Dios mío! —dije quedamente.
No me sorprendió su respuesta. La esperaba.