—Sí.
—¡Ah, esto está mejor! —dijo Heavywether con alegría salvaje—. Y heredaría usted también una buena cantidad de dinero, ¿no es así?
—Realmente, sir Ernest —protestó el juez—, esas preguntas son improcedentes.
Habiendo lanzado ya la insinuación, sir Ernest se inclinó ante el juez y continuó:
—El martes, diecisiete de julio, visitó usted, según creo, con un invitado de Styles Court, el dispensario del Hospital de la Cruz Roja de Tadminster, ¿no es cierto?
—Sí.
—Cuando se quedó usted solo por unos segundos, ¿abrió usted el armario de los venenos y examinó una de las botellas?
—Pue… puede ser que sí.
—¿Debo entender que lo hizo usted?
—Sí.
Sir Ernest lanzó la siguiente pregunta directamente:
—¿Examinó usted una botella en particular?
—No, no lo creo.
—Tenga usted cuidado, míster Cavendish. Me refiero a una botella pequeña de hidrocloruro de estricnina.
—No… Estoy seguro que no.
—Entonces, ¿cómo explica usted que se hayan encontrado en la botella sus huellas dactilares?
El sistema empleado por sir Ernest para amedentrar a los testigos era especialmente eficaz con un temperamento nervioso.
—Me… me figuro que la habré cogido.
—¡Yo también me lo figuro! ¿Sustrajo usted algo del contenido de la botella?
—Desde luego que no.
—Entonces, ¿para qué la cogió usted?
—En otros tiempos he estudiado Medicina. Naturalmente, esas cosas me interesan.
—¡Ah! De modo que los venenos, «naturalmente», le interesan, ¿no es cierto? Sin embargo, esperó usted a encontrarse a solas para satisfacer su «interés».
—Eso fue pura casualidad. Si hubieran estado allí los demás hubiera hecho exactamente lo mismo.
—Sin embargo, ¿dio la casualidad de que los demás no estaban presentes?
—Sí, pero…
—De hecho, durante toda la tarde, usted estuvo a solas durante un par de minutos, y ¿dio la casualidad, estoy diciendo «la casualidad», de que en esos dos minutos usted se entregó a su «natural interés» por el hidrocloruro de estricnina?
—Bueno, yo… yo…
Con semblante expresivo y satisfecho, sir Ernest observó:
—No tengo nada más que preguntarle, míster Cavendish.
El interrogatorio había causado gran excitación en la sala. Las cabezas de muchas de las elegantes señoras presentes se hallaban muy juntas y sus cuchicheos se hicieron tan ruidosos que el juez amenazó indignado con desalojar la sala si no se hacía silencio inmediatamente.
No hubo mucho más que declarar. Los peritos en caligrafía fueron llamados para que opinasen sobre la firma de «Alfred Inglethorp» en el libro de registros de la farmacia. Declararon todos con unanimidad que no era la escritura de Inglethorp y dijeron que, según su punto de vista, podía ser la del acusado desfigurada. Interrogados por la parte contraria, admitieron que podía ser la del acusado hábilmente falsificada.
El discurso de sir Ernest al iniciar la defensa no fue largo, pero estaba respaldado por la fuerza de su enérgica personalidad. Nunca, dijo, en el transcurso de su larga experiencia, se había encontrado con una acusación de asesinato basada en pruebas tan poco convincentes. No sólo se trataba de pruebas de indicios, sino que la mayor parte de ellas no estaban ni siquiera probadas. Que los señores del Jurado recordaran toda la declaración oída y la examinaran imparcialmente. La estricnina había sido encontrada en un cajón del cuarto del acusado. El cajón no estaba cerrado, como había señalado él con anterioridad, y alegó que no podía probarse que hubiera sido el acusado el que había escondido allí el veneno. De hecho, se trataba de una tentativa ruin y malvada por parte de una tercera persona de hacer recaer el crimen sobre el acusado. La acusación había sido incapaz de mostrar la más insignificante prueba en apoyo de su pretensión de que no fue el acusado quien encargó la barba negra a casa Parkson. La discusión que se cruzó entre el acusado y su madrastra había sido abiertamente admitida, pero tanto esta discusión como sus apuros económicos habían sido exagerados groseramente.
Su docto amigo —sir Ernest inclinó la cabeza con descuido hacia míster Philips— había manifestado que, de ser inocente, el acusado habría explicado en la encuesta que él, y no míster Inglethorp, había disputado con la finada. Creía que los hechos habían sido tergiversados, pero lo que en realidad había ocurrido era lo siguiente: al volver el acusado a su casa el martes por la tarde, supo por fuente autorizada que se había producido una violenta disputa entre míster y mistress Inglethorp. El acusado no había sospechado ni remotamente que su voz hubiera sido confundida con la de míster Inglethorp. Como es natural, sacaría la conclusión de que su madrastra había reñido con dos personas la misma tarde.
La acusación había asegurado que el lunes 16 de julio el acusado había entrado en la farmacia del pueblo caracterizado como míster Inglethorp. El acusado, por el contrario, se hallaba en aquel momento en un apartado lugar llamado Marton’s Spinney, a donde había acudido citado por una nota anónima, escrita en términos de chantaje, y en la que se amenazaba con revelar a su esposa cierto asunto a menos que siguiera sus instrucciones. Por consiguiente, el acusado había acudido al lugar de la cita y, después de esperar en vano durante media hora, había regresado a su casa. Desgraciadamente, ni a la ida ni a la vuelta encontró a nadie que pudiera dar fe de su historia, pero por fortuna conservaba la nota que sería presentada como prueba.
En cuanto a la destrucción del testamento, el acusado había practicado anteriormente en el foro y sabía perfectamente que el testamento hecho en su favor el año anterior quedaba automáticamente anulado con el nuevo matrimonio de su madrastra. Presentaría pruebas que demostrarían quién fue la persona que realmente destruyó el testamento y era posible que con ello el proceso adquiriera un aspecto totalmente distinto.
Por último, quería llamar la atención del Jurado sobre el hecho de que existían pruebas contra otras personas, además de John Cavendish. Por ejemplo, las pruebas contra Lawrence Cavendish eran tan consistentes, por lo menos, como las que había contra su hermano.
Ahora llamaría al acusado.
El acusado se mantuvo en actitud digna en la tribuna de los testigos. Llevado con habilidad por sir Ernest, su declaración fue clara y verosímil. El anónimo fue presentado al Jurado para su examen. La prontitud con que admitió sus dificultades económicas y el desacuerdo con su madrastra dio valor a sus negativas.
Al final de su declaración se detuvo y dijo:
—Quisiera dejar bien sentado que desapruebo y rechazo enérgicamente las insinuaciones de sir Ernest con respecto a mi hermano. Estoy seguro de que mi hermano no tiene más participación en el crimen que yo mismo.
Sir Ernest se limitó a sonreír. Su aguda mirada observó que la protesta de John había causado una impresión muy favorable al Jurado.
Entonces empezó el interrogatorio de la parte contraria.
—Creo haber oído decir que ni remotamente le pasó a usted por la cabeza el que los testigos de las pesquisas hubieran podido confundir su voz con la de míster Inglethorp. ¿No le parece muy extraño?
—No lo crea. Me dijeron que mi madre había disputado con míster Inglethorp y no se me ocurrió que no fuera así.
—¿Ni siquiera cuando la sirvienta repitió algunos trozos de la conversación, que usted debió haber reconocido?
—No los reconocí.
—¡Su memoria debe ser muy floja!
—No, pero los dos estábamos enfadados y creo que dijimos más de lo que pretendíamos. No me fijé en las palabras exactas de mi madre.
El escéptico bufido de míster Philips fue un golpe maestro de habilidad. Luego pasó al tema del anónimo.
—Ha presentado usted esta nota muy oportunamente. Dígame, ¿no le resulta familiar la escritura?