—No, que yo sepa.
—¿No opina usted que tiene un notable parecido con la suya propia, disimulada con gran cuidado?
—No, no lo creo.
—¡Le digo a usted que es su propia letra!
—No.
—Le digo que, en su ansiedad por mostrar una coartada, concibió usted la idea de fingir una cita increíble y que usted mismo escribió esta nota para apoyar su afirmación.
—No.
—¿No es cierto que, en la hora que usted declara haber estado esperando en un lugar solitario poco frecuentado estaba usted realmente en la farmacia de Stanley Saint Mary, comprando estricnina a nombre de Alfred Inglethorp?
—No; es mentira.
—Le digo a usted que, llevando uno de los trajes de míster Inglethorp y una barba negra recortada de modo que se pareciera a la suya, usted estaba allí y firmó en el registro con toda tranquilidad y con el nombre de él.
—Eso es completamente incierto.
—Entonces dejaré que el Jurado considere el parecido de la escritura de la nota, del registro y de la suya propia —dijo míster Philips, y se sentó con el aire del hombre que ha cumplido con su deber, pero que se siente horrorizado por tener que oír semejante perjurio.
Después de esto, como se había hecho tarde, la vista de la causa se suspendió hasta el siguiente lunes.
Observé que Poirot parecía completamente descorazonado. Fruncía el ceño.
—¿Qué ocurre, Poirot? —pregunté.
—¡Ay, amigo mío, esto va mal, muy mal!
Sin poderlo remediar, mi corazón dio un vuelco de alegría. Era evidente que había una posibilidad de que John fuera absuelto.
Cuando llegamos a la casa, mi amigo rechazó con un gesto el ofrecimiento de té que le hizo Mary.
—No, gracias, señora. Voy a subir a mi cuarto.
Subí tras él. Todavía frunciendo el ceño se acercó al escritorio y cogió una pequeña baraja. Después acercó una silla a la mesa y, con gran pasmo por mi parte, empezó con todo solemnidad a construir casas con las cartas.
Involuntariamente me quedé con la boca abierta, y él me dijo de pronto:
—No, amigo mío, no estoy en mi segunda infancia. Quiero calmar mis nervios. Nada más que eso. Este ejercicio requiere precisión con los dedos. Con la precisión de los dedos viene la precisión de la mente. ¡Y nunca la he necesitado como ahora!
—¿Pero qué ocurre? —pregunté.
De un manotazo Poirot deshizo el edificio construido con tanto cuidado.
—Lo que ocurre es esto, amigo mío. Que puedo construir con las cartas casas de siete pisos, pero no puedo —manotazo a la mesa— encontrar —nuevo manotazo— el último eslabón que le hablé a usted.
Guardé silencio, no sabiendo qué contestar, y Poirot empezó de nuevo lentamente a construir edificios con las cartas, hablando entrecortadamente mientras lo hacía:
—Se hace… ¡así! Colocando… una carta… sobre la otra… con precisión… matemática.
Bajo su mano, la construcción de cartas crecía piso a piso. Poirot no tuvo ni un fallo, ni un titubeo. Era casi como un conjuro mágico.
—¡Qué firme tiene usted la mano! —observé—. Creo que sólo una vez le he visto temblar.
—Estaría furioso, sin duda alguna —dijo Poirot plácidamente.
—¡Ah, sí, endiabladamente furioso! ¿No lo recuerda? Fue cuando descubrió usted que había sido forzada la cerradura de la caja de documentos de mistress Inglethorp. Se quedó usted en pie junto a la repisa de la chimenea, jugando con las cosas, como acostumbra, y sus manos temblaban como hojas. Creo que…
Pero me callé repentinamente. Porque Poirot, lanzando un grito ronco e inarticulado, redujo a la nada la obra maestra construida con la baraja y, cubriéndose los ojos con las manos, se balanceaba hacia delante y hacia atrás, como si sufriera una agonía espantosa.
—¡Por Dios, Poirot! —grité—. ¿Qué ocurre? ¿Está usted enfermo?
—No, no —balbució—. Es que, es que… ¡tengo una idea!
—¡Ah, bueno! —exclamé, reconfortado—. ¿Una de sus pequeñas ideas?
—¡Ah, ma foi, no! —replicó Poirot—. ¡La de ahora es una idea gigantesca, maravillosa! Y es usted, usted, amigo mío, quien me la ha dado.
De pronto me estrechó entre sus brazos, besándome calurosamente en las mejillas, y antes de que me hubiera recobrado de mi asombro salió disparado de la habitación.
En aquel momento entró Mary Cavendish.
—¿Qué le ocurre al monsieur Poirot? Ha pasado por mi lado corriendo y gritando: «¡Un garaje! Por el amor de Dios, señora, dígame dónde hay un garaje». Y sin esperar contestación se precipitó a la calle.
Me acerqué corriendo a la ventana. Cierto, allí estaba, corriendo de un lado para otro, sin sombrero y gesticulando. Me volví hacia Mary Cavendish con expresión desesperada.
—De un momento a otro lo detendrá un policía. ¡Allá va, por la esquina!
Nos miramos sin saber qué hacer.
—¿Pero qué le pasará?
Moví la cabeza negativamente.
—No lo sé. Estaba construyendo casas con una baraja cuando de pronto dijo que tenía una idea y salió disparado, como usted ha visto.
—Bueno —dijo Mary—. Supongo que estará de vuelta antes de la cena.
Pero llegó la noche y Poirot no había regresado.
CAPÍTULO XII
EL ÚLTIMO ESLABÓN
LA repentina marcha de Poirot nos tenía muy extrañados. La mañana del domingo se había deslizado lentamente, y Poirot sin aparecer. Pero a las tres de la tarde un terrible y prolongado bocinazo nos llevó a todos a la ventana y vimos a mi amigo apeándose de un coche, acompañado de Japp y Summerhaye. El hombrecillo estaba transfigurado. Irradiaba una satisfacción absurda. Se inclinó ante Mary Cavendish con exagerada cortesía.
—Señora, ¿me permite usted que celebre una pequeña reunión en el salón? Es necesario que no falte nadie.
—Ya sabe usted, monsieur Poirot, que tiene carta blanca para hacer lo que guste.
—Es usted muy amable, señora.
Sin abandonar su sonrisa radiante, Poirot nos condujo a todos al salón, acercando las sillas necesarias.
—Miss Howard, usted aquí. Miss Cynthia. Míster Lawrence. Mi buena Dorcas. Y Annie. ¡Bien! Tenemos que retrasar unos minutos la sesión, hasta que llegue míster Inglethorp. Le he enviado un aviso.
Miss Howard saltó indignada de su asiento.
—¡Si ese hombre entra en esta casa yo me marcho!
—¡No, no!
Poirot se acercó a ella y le suplicó en voz baja que se quedara, hasta que finalmente miss Howard consintió en volver a su asiento. Unos minutos más tarde Alfred Inglethorp hizo su aparición.
Reunida la asamblea, Poirot se levantó de su asiento con el aire de un conferenciante y se inclinó cortésmente ante su auditorio.
—Señoras y caballeros: Como todos ustedes saben, míster John Cavendish solicitó mi ayuda para investigar este caso. Lo primero que hice fue examinar el cuarto de la finada, que, por consejo de los doctores, había permanecido cerrado y, por tanto, no había sufrido la menor alteración desde el momento de la tragedia. Encontré: primero un trocito de tejido verde; segundo, una mancha, todavía húmeda, en la alfombra, cerca de la ventana; tercero, una caja vacía de polvos de bromuro. Empezaremos por el trocito de tejido verde. Lo encontré enganchado en la cerradura de la puerta que comunica aquel cuarto con el antiguo, ocupado por miss Cynthia. Se lo entregué a la Policía, que no le concedió mayor importancia ni supo de lo que se trataba. Era un trocito de un manguito verde de trabajar en la tierra.
Hubo un momento de excitación.
—Ahora bien. Sólo hay una persona en Styles que trabajara en la tierra: mistress Cavendish. Por consiguiente, debía haber sido ella la que entró en el cuarto de la difunta por la puerta que lo comunica con el de miss Cynthia.
—¡Pero si aquella puerta estaba cerrada por dentro! —exclamé.