De regreso, al cruzar una de las verjas, una bonita joven de belleza gitana que venía en dirección opuesta nos hizo una inclinación y sonrió afectuosamente.
—Es guapa esa chica —observé apreciativamente.
La cara de John se endureció.
—Es mistress Raikes.
—¿La que dijo miss Howard que…?
—La misma —dijo John, con brusquedad que juzgué innecesaria.
Comparé mentalmente a la anciana señora de la casa con la vehemente y picaresca joven que acababa de sonreímos y el presentimiento de que algo malo se avecinaba me estremeció. Sacudí mis pensamientos y dije:
—¡Styles es maravilloso!
John asintió, con voz sombría.
—Sí, es una hermosa propiedad. Algún día será mía. Ya lo sería en derecho si mi padre hubiera hecho un testamento justo. Y yo no andaría tan endiabladamente mal de dinero como lo estoy ahora.
—¿Estás muy mal de dinero?
—Querido Hastings, no me importa decirte que no sé qué hacer para conseguirlo.
—¿No puede ayudarte tu hermano?
—¿Lawrence? Se ha gastado hasta su último penique publicando versos malos con encuadernaciones de fantasía. No, somos una pandilla de pobretones. Tengo que reconocer que mi madre ha sido muy buena con nosotros hasta ahora. Desde su matrimonio, quiero decir…
Se interrumpió bruscamente, frunciendo el ceño malhumorado.
Sentí por primera vez que con la marcha de Evelyn Howard el ambiente había perdido algo indefinible. Su presencia infundía seguridad. Ahora esta seguridad había desaparecido y el aire parecía lleno de sospechas. Volví a ver con la imaginación el rostro siniestro del doctor Bauerstein. Me sentí lleno de suspicacia, contra todo y contra todos. Por un instante barrunté la proximidad del mal y me sentí hondamente preocupado.
CAPÍTULO II
DIECISÉIS Y DIECISIETE DE JULIO
HABÍA llegado a Styles el 5 de julio. Relataré a continuación los hechos ocurridos en el 16 y 17 de aquel mes. Recapitularé los incidentes de aquellos días con tanta exactitud como me sea posible. Estos hechos salieron a la luz posteriormente, en el proceso, después de largos y pesados interrogatorios.
Recibí un carta de Evelyn Howard un par de días después de su marcha; en ella me decía que trabajaba como enfermera en el gran hospital de Middlingham, ciudad industrial a unas quince millas de Styles, y me rogaba le hiciera saber si mistress Inglethorp daba muestras de desear reconciliarse.
La única sombra que enturbiaba la tranquilidad de mi estancia en Styles era la extraordinaria preferencia de mistress Cavendish por la compañía del doctor Bauerstein, preferencia que me parecía incomprensible. No podía comprender qué era lo que veía en él, pero siempre estaba invitándole y con frecuencia hacían largas excursiones juntos. Sinceramente, su atractivo era para mí un misterio.
El 16 de julio cayó en lunes. Fue un día de mucho movimiento. La famosa tómbola se había inaugurado el sábado anterior, y aquella noche se representaría una función relacionada con la fiesta de la caridad, en la que mistress Inglethorp recitaría un poema patriótico. Habíamos estado toda la mañana muy atareados arreglando y decorando el local del pueblo donde la función iba a celebrarse. Almorzamos tarde y salimos al jardín a descansar. Observé que la actitud de John no era del todo normal. Parecía muy excitado e inquieto.
Después del té, mistress Inglethorp se retiró a sus habitaciones y yo desafié a Mary Cavendish a un partido de tenis.
A eso de las siete menos cuarto, mistress Inglethorp nos avisó a gritos que la comida se adelantaría aquella noche y que no íbamos a estar a punto. Tuvimos que darnos mucha prisa para llegar a tiempo y, antes de terminar de comer, el coche ya esperaba en la puerta.
La función constituyó un gran éxito y la actuación de mistress Inglethorp fue premiada con una ovación. Hubo también algunas cuadros plásticos en los que intervino Cynthia. La muchacha no regresó con nosotros, por haber sido invitada a una cena y a pasar la noche con unos amigos que habían actuado con ella en la representación.
A la mañana siguiente, mistress Inglethorp desayunó en la cama, por encontrarse muy cansada; pero a las doce y media se presentó muy animada y nos arrastró a Lawrence y a mí a una comida en casa de unos amigos.
—Una invitación amabilísima de mistress Rolleston. Es hermana de lady Tadminster. Los Rolleston vinieron a Inglaterra con Guillermo el Conquistador. Una de nuestras familias más antiguas.
Mary se había excusado de asistir, pretextando un compromiso con el doctor Bauerstein.
La comida resultó muy agradable y, al volver, Lawrence sugirió que pasáramos por Tadminster, dando un rodeo de una milla escasa, y le hiciéramos una visita a Cynthia en su dispensario. A mistress Inglethorp le pareció una idea excelente, pero como tenía que escribir varias cartas dijo que nos dejaría allí y que volviéramos con Cynthia cuanto antes en el tílburi.
El portero del hospital nos detuvo por sospechosos hasta que apareció Cynthia y respondió por nosotros. Su aspecto era reposado y estaba muy mona con su larga bata blanca. Nos llevó a su cuarto y nos presentó a un compañero suyo, individuo de aspecto terrible, a quien Cynthia llamaba alegremente Nibs.
—¡Qué cantidad de botellas! —exclamé, dejando vagar la mirada por el pequeño cuarto—. ¿Sabe usted realmente lo que hay en todas ellas?
—Diga algo original —rezongó Cynthia—. Todo el que viene aquí dice lo mismo. Estamos pensando en conceder un premio al primero que no diga: «¡Qué cantidad de botellas!». Y ya sé qué es lo que va a decir ahora: «¿A cuántas personas ha envenenado?».
Me confesé culpable, riendo.
—Si supieran ustedes lo fácil que es envenenar a una persona por error, no bromearían acerca de ello. Vamos, vamos a tomar el té. Tenemos toda clase de provisiones en el armario. No, Lawrence, ¡ése es el armario de los venenos! El grande, eso es.
Tomamos el té alegremente y ayudamos a Cynthia a fregar los cacharros. Acabábamos de guardar la última cucharilla cuando se oyó un golpe en la puerta. Súbitamente, los rostros de Cynthia y Nibs se endurecieron, adquiriendo una expresión antipática.
—Pase —dijo Cynthia, en tono profesional.
Apareció una joven enfermera de aspecto asustado, que entregó a Nibs una botella. Éste, a su vez, se la dio a Cynthia, diciendo enigmáticamente:
—Yo no estoy aquí hoy.
Cynthia cogió la botella y la examinó con la severidad de un juez.
—Tenían que haberla traído esta mañana.
—La enfermera lo siente mucho. Se olvidó.
—La enfermera debería haber leído las instrucciones que hay en la puerta.
Por la expresión de la enfermerita comprendí que no había la menor probabilidad de que se atreviera a transmitir el mensaje a la temible «enfermera».
—De modo que ya no se puede hacer nada hasta mañana —concluyó Cynthia.
—¿No sería posible hacerlo esta noche?
—Estamos muy ocupados, pero si hay tiempo se hará —dijo Cynthia, condescendiente.
La pequeña enfermera se retiró y Cynthia cogió un frasco del estante, llenó la botella y la colocó en la mesa.
Me reí.
—¿Manteniendo la disciplina?
—Eso es. Venga al balcón. Desde allí se ven todos los pabellones.
Seguí a Cynthia y a su amigo, quienes me señalaron las diferentes salas. Lawrence se quedó atrás, pero al cabo de unos segundos Cynthia se volvió y le dijo que se reuniera con nosotros. Entonces miró su reloj de pulsera.
—¿No nos queda nada que hacer, Nibs?
—No.
—Muy bien. Entonces cerraremos y nos vamos.
Aquella tarde había visto a Lawrence bajo un aspecto totalmente distinto. Comparado con John, era extraordinariamente difícil llegar a conocerlo. Era opuesto a su hermano en casi todo. Sin embargo, había cierto encanto en su modo de ser y me pareció que, conociéndolo bien, podría tomársele gran afecto. Por regla general, su actitud respecto a Cynthia era algo cohibida, y ella, por su parte, se sentía tímida en su presencia. Pero aquella tarde estaban los dos muy alegres y charlaban como un par de chiquillos.