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Poirot aspiró el humo de su diminuto cigarrillo.

—Prepararon un plan para hacer recaer las sospechas sobre John Cavendish, comprando estricnina en la farmacia del pueblo y firmando en el libro con su letra. El lunes, mistress Inglethorp tomaría la última dosis de su medicina. Por tanto, el lunes, a las seis de la tarde, Alfred Inglethorp se las arregla para ser visto por varias personas en un lugar alejado del pueblo. Miss Howard inventó una historia fantástica acerca de él y de miss Raikes, para explicar el silencio que posteriormente había de guardar Inglethorp. A las seis, miss Howard, haciéndose pasar por míster Inglethorp, entra en la farmacia, cuenta la historia del perro, obtiene la estricnina y firma el nombre de Alfred Inglethorp con la letra de John que previamente había estudiado con todo cuidado. Pero como todo el plan fallaría si John podía presentar una coartada, le escribe una nota anónima, siempre copiando su letra, en la que le cita en un lugar muy apartado, donde era sumamente improbable que nadie pudiera verle. Hasta aquí todo va bien. Miss Howard vuelve a Midlingham. Alfred Inglethorp vuelve a Styles. Nada puede comprometerle, ya que es miss Howard quien tiene la estricnina, que, por otra parte, sólo se utilizará para hacer recaer las sospechas sobre John Cavendish. Mistress Inglethorp no toma la medicina aquella noche. La campanilla estropeada, la ausencia de Cynthia, preparada por Inglethorp a través de su esposa, todo en vano. Y ahora es cuando él comete su equivocación. Mistress Inglethorp está ausente y su marido se sienta a escribir a su cómplice, a la que supone presa de pánico por el fracaso del plan. Es posible que mistress Inglethorp regresara antes de lo que él esperaba. Al ser sorprendido, Inglethorp cierra con llave su buró, un poco aturullado. Teme que si sigue en el cuarto tenga que abrir de nuevo el mueble y que mistress Inglethorp pueda ver la carta antes de que él la retire. De modo que se marcha a pasear por los bosques, sin sospechar que mistress Inglethorp abriría el buró y descubriría el documento acusador. Pero esto, como sabemos, es lo que ocurrió. Mistress Inglethorp lee la carta y se entera de la perfidia de su esposo y de Evelyn Howard, aunque, por desgracia, la frase sobre el bromuro no le dice nada. Sabe que está en peligro, pero no sabe por dónde viene. Decide no decir nada a su esposo pero le escribe a su abogado, pidiéndole que vaya a verla a la mañana siguiente, y también determina destruir el testamento que acaba de hacer. Mistress Inglethorp guarda la carta fatal.

—Entonces, ¿fue para encontrar la carta por lo que su marido forzó la cerradura de la caja de documentos?

—Sí, y por el tremendo riesgo que corrió vemos que se daba perfecta cuenta de su importancia. Con excepción de aquella carta no había nada que lo relacionara con el crimen.

—Hay una cosa que no comprendo: ¿por qué no la destruyó enseguida que la tuvo en su poder?

—Porque no se atrevió a correr el mayor riesgo de todos: conservarla en su persona.

—No comprendo.

—Considérelo desde su punto de vista. He descubierto que sólo tuvo cinco minutos durante los cuales pudo coger la carta; los cinco minutos inmediatamente anteriores a nuestra llegada a la escena, porque antes, Annie estaba barriendo las escaleras, y hubiera visto a cualquiera que se dirigiera al ala derecha. ¡Figúrese usted la escena! Entra en la habitación, abriendo la puerta con otra de las llaves, todas eran muy parecidas. Se precipita sobre la caja morada; está cerrada y no encuentra las llaves. Es un golpe terrible para él, porque no puede ocultarse su presencia en el cuarto, como esperaba. Pero comprende que hay que jugarse el todo por el todo con tal de conseguir la maldita prueba. Rápidamente fuerza la cerradura con un cortaplumas y revuelve en los papeles hasta encontrar el que busca. Pero ahora se presenta un nuevo problema: no se atreve a guardar consigo el papel. Puede ser visto al dejar la habitación, puede que le registren. Si le encuentran el papel encima su perdición es segura. Probablemente, en este momento, oye a míster Wells y a John que salen del boudoir. Tiene que actuar rápidamente. ¿Dónde podría esconder ese terrible papel? El contenido del cesto de los papeles es conservado y, de todos modos, lo examinarán. No hay medio de destruirlo y no se atreve a llevarlo encima. Echa una mirada a su alrededor y ve…, ¿qué cree usted que ve, amigo mío?

Moví la cabeza negativamente.

—En un momento rompió la carta en tres tiras largas y las enrolló en la forma en se enrollan las mechas, metiéndolas apresuradamente entre las otras mechas en el recipiente para ellas colocado en la repisa.

Lancé una exclamación.

—A nadie se le hubiera ocurrido mirar allí —continuó Poirot— y podía haber vuelto sin prisas a destruir esta única prueba que existía contra él.

—Entonces, ¿estuvo todo el tiempo en el recipiente de las mechas del cuarto de mistress Inglethorp, delante de nuestras narices? —exclamé.

Poirot asintió.

—Sí, amigo mío. Éste fue mi «último eslabón» y a usted le debo el afortunado descubrimiento.

—¿A mí?

—Sí. ¿Recuerda que me dijo que mis manos temblaban mientras ordenaba los objetos de la repisa?

—Sí, pero no veo…

—No, pero yo vi. Porque recordé que aquella misma mañana, más temprano, cuando estuvimos juntos en la habitación, había colocado ordenadamente los objetos de la repisa. Y habiendo sido ordenados no habría sido necesario ordenarlos nuevamente, a no ser que alguien los hubiese tocado.

—¡Válgame Dios! —exclamé—. ¡De modo que ésa es la explicación de su extraña actitud! ¿Fue usted corriendo a Styles y todavía estaban allí, en el mismo sitio?

—Sí, y fue una carrera contra reloj.

—Pero todavía no comprendo cómo Inglethorp fue tan estúpido como para dejar allí la carta, teniendo tantas oportunidades de destruirla.

—¡Ah, pero es que no pudo oportunidad! De eso me encargué yo.

—Usted?

—Sí. ¿Recuerda que me censuró usted por haberme confiado a toda la servidumbre a ese respecto?

—Sí.

—Bien, amigo mío, sólo había una oportunidad. Yo no estaba seguro entonces de si Inglethorp era el criminal o no; pero si lo era no podía llevar el papel encima, sino que lo habría escondido en alguna parte, y, asegurándome la simpatía de la servidumbre, pude prevenir su destrucción. Inglethorp era ya sospechoso, y dando publicidad al asunto conseguí la ayuda de unos diez detectives aficionados, que le vigilarían sin cesar. Inglethorp, por su parte, sabiéndose observado, no se atrevía a ir en busca del documento para destruirlo. De este modo, tuvo que abandonar la casa dejando la carta en el recipiente de las mechas.

—Pero miss Howard tendría la oportunidad de ayudarle.

—Sí, pero miss Howard no conocía la existencia del papel. De acuerdo con el plan preparado de antemano, no le dirigiría la. palabra a Alfred Inglethorp. Se les suponía enemigos irreconciliables, y hasta que se sintieron seguros con la detención de John no se arriesgaron a celebrar una entrevista. Naturalmente, yo vigilaba a míster Inglethorp, esperando que tarde o temprano acabaría conduciéndome al lugar del escondite. Pero fue demasiado hábil para arriesgarse. El papel estaba seguro donde estaba. No habiéndosele ocurrido a nadie mirar allí en la primera semana, no era probable que lo hiciera después. A no ser por su afortunada observación quizá nunca hubiéramos podido entregarlo a la Justicia.

—Ahora lo entiendo. Pero, ¿cuándo empezó usted a sospechar de miss Howard?