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Cuando cruzábamos el pueblo, recordé que necesitaba unos sellos y, por consiguiente, nos detuvimos ante la oficina de correos.

Al salir de esta oficina, tropecé con un hombrecillo que entraba. Me hice a un lado, ofreciendo mis excusas, cuando de pronto, con una exclamación, me estrechó entre sus brazos y me besó calurosamente.

—¡Mi amigo Hastings! —exclamó—. Pero ¡si es mi amigo Hastings!

—¡Poirot! —exclamé.

Me volví a explicar a mis amigos, que seguían en el tílburi:

—Cynthia, es un encuentro realmente agradable para mí. Mi viejo amigo monsieur Poirot, a quien no había visto desde hace años. Ya comprenderá mi alegría ante tal encuentro.

—Pero si ya lo conocemos —dijo Cynthia, alegremente—. Y no tenía la menor idea de que fuera amigo suyo.

—Es cierto —dijo Poirot seriamente—. Conozco a mademoiselle Cynthia. Si estoy aquí es gracias a la bondadosa mistress Inglethorp. Sí, amigo mío, ha ofrecido hospitalidad a siete refugiados de mi país. Nosotros, los belgas, le estamos eternamente agradecidos.

Poirot era un hombrecillo de aspecto fuera de lo corriente. Mediría escasamente 1,60 de altura, pero su porte resultaba muy digno. Su cabeza tenía la forma exacta de un huevo y acostumbrara a inclinarla ligeramente hacia un lado. Su bigote era tieso y de aspecto militar. La pulcritud de su atuendo era casi increíble; dudo que una herida de bala pudiera causarle el mismo disgusto que una mota de polvo. Sin embargo, este curioso hombrecillo, que, por desgracia, y según pude observar cojeaba ligeramente, había sido en sus tiempos uno de los miembros más destacados de la Policía belga. Como detective, su olfato era extraordinario, y había obtenido resonantes éxitos ventilando algunos de los casos más desconcertantes de la época.

Me señaló la casita donde habitaban él y su compatriota y prometí ir a verle en fecha próxima. Saludó ceremoniosamente a Cynthia, quitándose el sombrero, y nos marchamos.

—Es un hombrecillo encantador —dijo Cynthia—. No tenía idea de que lo conocía usted.

—Han dado ustedes albergue a una celebridad —repliqué.

Y durante todo el camino les recité las hazañas y éxitos de Hércules Poirot.

Llegamos a casa en alegre disposición de ánimo. Al atravesar el vestíbulo, vimos a mistress Inglethorp que salía de su boudoir. Parecía nerviosa y trastornada.

—¡Ah!, sois vosotros —dijo.

—¿Pasa algo, tía Emily? —preguntó Cynthia.

—Claro que no —dijo bruscamente mistress Inglethorp—. ¿Que va a pasar?

Y viendo a Dorcas, la doncella, que se dirigía al salón, le dijo que le llevara unos sellos al boudoir.

—Sí, señora —la vieja sirvienta titubeó y dijo al fin, tímidamente—. ¿No cree usted, señora, que haría bien en irse a la cama? Parece usted fatigada.

—Puede ser que tenga usted razón, Dorcas, sí… No, ahora no. Tengo que terminar algunas cartas para que alcancen el correo. ¿Ha encendido el fuego en mi cuarto, como le dije?

—Sí, señora.

—Entonces me iré a la cama inmediatamente después de comer.

Entró de nuevo en su boudoir y Cynthia se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos.

—¡Por Dios bendito! ¿Qué pasará? —le dijo a Lawrence.

Él no la oyó, al parecer, pues sin decir una palabra giró sobre sus talones, nos echó una mirada y salió de la casa inmediatamente.

Le propuse a Cynthia un rápido partido de tenis antes de cenar y, habiendo sido aceptada mi proposición, corrí escaleras arriba a buscar mi raqueta.

Mistress Cavendish bajaba en aquel momento. Puede ser que fuera mi imaginación, pero parecía agitada.

—¿Fue agradable el paseo con el doctor Bauerstein? —pregunté, tan indiferente como me fue posible.

—No fui —contestó bruscamente—. ¿Dónde está mistress Inglethorp?

—En el boudoir.

Su mano se agarraba con fuerza a la baranda. Después pareció acumular energías para una entrevista difícil y, rápidamente, bajó las escaleras y cruzó el vestíbulo en dirección al boudoir, donde entró cerrando la puerta tras ella.

Unos minutos después, camino del campo de tenis, tuve que pasar por delante de la ventana abierta del boudoir y no pude evitar oír lo siguiente:

—¿Entonces no quiere usted enseñármelo? —decía Mary Cavendish con la voz de una persona que hace esfuerzos desesperados por dominarse.

—Querida Mary, no tiene nada que ver con el asunto —replicó mistress Inglethorp.

—Pues enséñemelo entonces.

—Ya te he dicho que no es lo que te imaginas. No te incumbe en absoluto.

A lo cual Mary Canvendish replicó con amargura creciente:

—¡Claro está! ¡Debería haber supuesto que usted lo protegería!

Cynthia me esperaba y me recibió diciendo con vehemencia:

—¡Oiga, Hastings! ¡Ha habido un lío espantoso! Se lo he sacado a Dorcas.

—¿Qué clase de lío?

—Entre tía Emily y él. Espero que, al fin, sabrá quién es.

—¿Y estaba Dorcas presente?

—Claro que no. Estaba «cerca de la puerta, por casualidad». Ha sido algo serio. Me gustaría saber el motivo.

Recordé la cara agitanada de mistress Raikes y las advertencias de miss Howard, pero decidí prudentemente guardar silencio, mientras Cynthia agotaba toda posible hipótesis. Al fin dijo, esperanzada:

—Tía Emily le echará de casa y no volverá a dirigirle la palabra.

Tenía grandes deseos de hablar con John, pero no pude encontrarle. Era evidente que algo muy grave había ocurrido, sin querer, y a pesar de todos mis esfuerzos, no conseguía apartarlo de mi imaginación. ¿Qué relación tendría Mary Cavendish con el asunto?

Inglethorp estaba en el salón cuando bajé a cenar. Su rostro aparecía tan impasible como de costumbre y volvió a impresionarme la extraña irrealidad que emanaba en gran manera de su persona.

Mistress Inglethorp fue la última en bajar. Parecía estar todavía fatigada y durante la comida reinó un silenció un poco forzado. Generalmente rodeaba a su mujer de pequeñas atenciones, colocando un cojín a su espalda y representando el papel de marido complaciente. Después de comer, mistress Inglethorp se retiró de nuevo a su boudoir.

—Mándame allí mi café, Mary —pidió—. Sólo tengo cinco minutos si quiero que las cartas no pierdan el correo.

Cynthia y yo nos sentamos junto a la ventana abierta del salón. Mary Cavendish nos llevó allí el café. Parecía excitada.

—¿Quiere la gente joven que encienda las luces o prefieren la semioscuridad del crepúsculo? —preguntó—. Cynthia, por favor, llévale el café a mistress Inglethorp. Voy a servirlo.

—Déjelo, Mary; yo lo haré —dijo Inglethorp.

Él mismo lo sirvió y salió del cuarto llevándolo con cuidado.

Lawrence le siguió y mistress Cavendish se sentó junto a nosotros.

Permanecieron los tres en silencio durante algún tiempo. Era una noche maravillosa, cálida y tranquila. Mistress Cavendish se abanicaba suavemente con una hoja de palma.

—Hace casi demasiado calor. Tendremos tormenta a no tardar.

¡Lástima que estos momentos llenos de armonía no puedan durar! El sonido de una voz conocida que yo detestaba profundamente hizo añicos mi paraíso.

—¡El doctor Bauerstein! —exclamó Cynthia—. ¡Vaya unas horas de venir!

Dirigí a Mary Cavendish una mirada recelosa, pero permanecía impasible, sin que se alterase siquiera la deliciosa palidez de sus mejillas. Segundos más tarde, Alfred Inglethorp introducía al doctor, quien se disculpaba riendo por entrar en el salón en aquella facha. Realmente, estaba cubierto de barro de pies a cabeza y ofrecía un aspecto lamentable.