—¿Qué ha estado usted haciendo, doctor? —exclamó mistress Cavendish.
—Tengo que disculparme —dijo el medico—. No quería entrar, pero míster Inglethorp insistió con todo ahínco.
—La verdad es, Bauerstein, que está usted hecho una pena —dijo John, que venía del vestíbulo—. Tome una taza de café y cuéntenos qué le ha ocurrido.
—Gracias.
Se rió con melancolía y explicó que había descubierto una especie muy rara de helecho en un lugar inaccesible, y que en sus esfuerzos por apoderarse de él había perdido pie, cayendo de modo lamentable a una charca.
—Me sequé pronto al sol —añadió—, pero mi aspecto es lamentable.
En este momento, mistress Inglethorp llamó a Cynthia desde el vestíbulo y la muchacha salió corriendo.
—¿Quieres subirme la caja morada de los papeles? Me voy a la cama.
La puerta que daba al vestíbulo era ancha. Me levanté al mismo tiempo que Cynthia. John estaba a mi lado. Por tanto, éramos tres los testigos que podríamos jurar que mistress Inglethorp llevaba en la mano su taza de café, que aún no había probado.
La presencia del doctor Bauerstein me estropeó la velada por completo. Me parecía que no iba a marcharse nunca. Sin embargo, al fin se levantó y suspiré aliviado.
—Bajaré al pueblo con usted —dijo Inglethorp—. Tengo que ver al administrador para tratar de unas cuentas —se volvió a John—. No es necesario que nadie me espere levantando. Llevaré el llavín.
CAPÍTULO III
LA NOCHE DE LA TRAGEDIA
PARA que resulte clara esta parte de mi relato, incluyo el siguiente plano del primer piso de Styles (PLANO). A las habitaciones de la servidumbre se llega a través de la puerta B. No tiene comunicación con el ala derecha, donde estaban situadas las habitaciones de los Inglethorp.
Debía de ser hacia la mitad de la noche cuando me despertó Lawrence Cavendish. Tenía una vela en la mano y por la agitación de su rostro se veía claramente que algo grave ocurría.
—¿Qué pasa? —pregunté, sentándome en la cama y tratando de ordenar mis pensamientos dispersos.
—Parece que mi madre está muy enferma. Debe de tener un ataque. Por desgracia, se ha encerrado por dentro en su cuarto.
—Voy enseguida.
Salté de la cama y poniéndome una bata seguí a Lawrence a lo largo del pasillo y a la galería hasta el ala derecha de la casa.
John Cavendish se unió a nosotros y uno o dos de los sirvientes espantados rondaban por allí, excitadísimos. Lawrence se volvió hacia su hermano.
—¿Qué te parece que hagamos?
La indecisión de su carácter nunca había sido tan evidente.
John sacudió con violencia el picaporte, pero sin resultado positivo. La puerta, evidentemente, estaba cerrada con llave o echado el cerrojo por dentro. Ya toda la casa se había levantado. Desde el interior de la habitación llegaban ruidos alarmantes. Había que hacer algo con urgencia.
—Trate de entrar por el cuarto de míster Inglethorp, señor —gritó Dorcas—. ¡La pobre señora!
De pronto caí en la cuenta de que Alfred Inglethorp no estaba con nosotros. Era el único que no había hecho acto de presencia. John abrió la puerta de su cuarto. Estaba oscuro como boca de lobo, pero Lawrence le seguía con la vela y a su luz vacilante pudimos ver que la cama estaba sin deshacer y no había señales de que el cuarto hubiera sido ocupado aquella noche.
Fuimos directamente a la puerta de comunicación. También estaba cerrada o tenía echado el cerrojo por dentro. ¿Qué hacer?
—¡Ay, señor! ¿Qué vamos a hacer? —gritaba Dorcas, retorciéndose las manos.
—Creo que debemos intentar forzar la puerta. Va a ser tarea dura. Que una de las chicas baje a buscar al doctor Wilkins. Bueno, vamos a la puerta. Un momento, ¿no hay una puerta en el cuarto de miss Cynthia?
—Sí, señor, pero también está cerrada. Nunca ha estado abierta.
—Podemos probarlo de todos modos.
Corrió a lo largo del pasillo hasta el cuarto de Cynthia. Allí estaba Mary Cavendish, zarandeando a la muchacha, que debía tener un sueño extraordinariamente pesado, y tratando de despertarla.
John estuvo de vuelta después de unos segundos.
—No hay nada que hacer allí; también está cerrada. Tenemos que forzar la puerta. Creo que ésta es algo menos sólida que la del pasillo.
Todos unimos nuestras fuerzas y empujamos, jadeantes. El armazón de la puerta era sólido y durante mucho tiempo resistió nuestros esfuerzos, pero al fin, con ruidoso estallido, se abrió violentamente.
Entramos todos juntos, dando traspiés. Lawrence seguía sosteniendo la vela. Mistress Inglethorp estaba en la cama, agitada por violentas convulsiones, en una de las cuales, al parecer, había volcado la mesa que estaba a su lado. Sin embargo, cuando nosotros entramos, sus miembros se relajaron y cayó sobre las almohadas.
John cruzó el cuarto y encendió el gas. Volviéndose hacia Annie, una de las doncellas, la mandó al salón a buscar coñac. Entonces se acercó a su madre, mientras yo descorría el cerrojo de la puerta del pasillo.
Me volví hacia Lawrence para sugerirle que era mejor que yo les dejara, ya que mis servicios no eran necesarios, pero las palabras se helaron en mis labios. Nunca había visto a un hombre con semejante expresión de terror. Estaba blanco como la nieve: la vela que sostenía en su mano temblaba y la cera caía en la alfombra, y sus ojos, petrificados por el pánico o algún sentimiento similar, miraban fijamente a algún punto de la pared. Seguí instintivamente la dirección de su mirada, pero no pude ver allí nada extraordinario. Sólo las brasas que chisporroteaban débilmente en la chimenea y la hilera de figuritas en la repisa, pero ni unas ni otras justificaban aquel terror.
Parecía que la violencia del ataque de mistress Inglethorp iba cediendo. Ya podía hablar tan sólo con sonidos entrecortados.
—Estoy mejor… Vino tan de pronto… qué estúpida he sido… encerrándome…
Una sombra se proyectó en la cama, volví la cabeza y vi a Mary Cavendish de pie, cerca de la puerta, sosteniendo con un brazo a Cynthia, que parecía completamente aturdida. Tenía el rostro congestionado y bostezaba repetidamente.
—La pobre Cynthia está muy asustada —dijo Mary Cavendish en voz baja y clara.
Mary llevaba puesta su bata blanca de trabajo. Debía de ser más tarde de lo que había pensado. Un pálido rayo de luz atravesaba las cortinas de las ventanas y el reloj de la chimenea señalaba cerca de las cinco.
Un grito estrangulado me sobresaltó. El dolor atenazaba de nuevo a la infortunada señora. Las convulsiones eran de tal violencia que el presenciarlas constituía una verdadera prueba. Reinaba la mayor confusión. Nos amontonábamos a su alrededor, incapaces de ayudarla o aliviarla. Una última convulsión la levantó de la cama, y luego pareció descansar sobre la cabeza y los tobillos, con el cuerpo arqueado del modo más extraordinario. Mary y John trataban en vano de darle a beber coñac. Los minutos iban pasando. De nuevo se arqueó su cuerpo extrañamente.
En aquel momento el doctor Bauerstein se abrió paso autoritariamente a través de la habitación. Durante unos segundos permaneció inmóvil contemplando a mistress Inglethorp, y entonces ésta gritó con voz ahogada, los ojos fijos en el doctor:
—¡Alfred! ¡Alfred!
Y cayó inmóvil sobre las almohadas. El doctor se acercó vivamente al lecho, y, cogiendo los brazos de mistress Inglethorp, los zarandeó enérgicamente, aplicándole la respiración artificial. Dio unas cuantas órdenes rápidas a los sirvientes. Un imperioso movimiento de su mano nos llevó a todos a la puerta. Le contemplábamos fascinados, aunque creo que en el fondo de nuestros corazones todos sabíamos que era ya demasiado tarde para conseguir nada. Por la expresión de su rostro comprendí que él tampoco tenía esperanzas.