Por último abandonó su tarea, moviendo la cabeza gravemente. En aquel momento oímos unos pasos que se acercaban y entró atropelladamente el médico de cabecera de mistress Inglethorp, doctor Wilkins, un hombre rollizo e inquieto.
En pocas palabras el doctor Bauerstein explicó que pasaba casualmente por delante de la verja cuando el coche salía en busca del doctor Wilkins, y había acudido lo más aprisa posible. Señaló a la figura de la cama con un vago ademán que hizo con la mano.
—Muy triste, muy triste —murmuró el doctor Wilkins—. ¡Pobre señora! Siempre quería hacer demasiadas cosas, demasiadas, contra mi consejo… Yo se lo advertí. Su corazón estaba muy débil. «Calma, calma», le dije. Pero no, su amor por las buenas obras era demasiado grande. La naturaleza se rebeló, la na-tu-ra-le-za se re-be-ló.
El doctor Bauerstein observaba con atención a su colega.
—Las convulsiones eran de una violencia extraordinaria, doctor Wilkins —dijo sin dejar de mirarle—. Siento que no haya estado usted aquí a tiempo de presenciarlas. Eran… de naturaleza tetánica.
—¡Ah! —dijo prudentemente el doctor Wilkins.
—Me gustaría hablar con usted reservadamente —dijo Bauerstein. Y volviéndose hacia John—. ¿Tiene usted algo que objetar?
—Desde luego que no.
Salimos todos al pasillo, dejando solos a los dos médicos, y oí la llave en la cerradura detrás de nosotros.
Bajamos lentamente las escaleras. Yo estaba excitadísimo. Tengo cierto talento deductivo y la actitud del doctor Bauerstein había despertado en mi imaginación un montón de conjeturas. Mary Cavendish puso su mano sobre mi brazo.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué está tan… extraño el doctor Bauerstein?
—¿Sabe usted lo que pienso?
—¿Qué?
—¡Escuche!
Miré alrededor. Estábamos fuera del alcance del oído de los demás, pero así y todo dije en un susurro:
—Creo que ha sido envenenada. Estoy seguro de que el doctor Bauerstein lo sospecha.
—¡Qué!
Se encogió contra la pared, las pupilas dilatadas violentamente, lanzando un grito desesperado que me sobresaltó.
—¡No, no! ¡Eso no, eso no!
Y voló escaleras arriba, dejándome solo. La seguí, temiendo fuera a desmayarse. La encontré recostada contra el pasamano, mortalmente pálida. Me hizo con la mano una señal impaciente de que me fuera.
—¡No, no, déjeme! Prefiero estar sola. Déjeme tranquila un minuto o dos. Vaya abajo con los demás.
Obedecí de mala gana. John y Lawrence estaban en el salón. Me acerqué a ellos. Todos permanecíamos callados, pero creo que expresé el sentir general cuando rompí aquel silencio y pregunté alterado:
—¿Dónde está míster Inglethorp?
John negó con la cabeza.
—No está en casa.
Nos miramos. ¿Dónde estaba Alfred Inglethorp? Su ausencia resultaba extraña, inexplicable. Recordé las últimas palabras de mistress Inglethorp. ¿Qué había en el fondo de ellas? ¿Qué más nos hubiera dicho, de haber tenido tiempo?
Al fin oímos a los médicos bajar la escalera. El doctor Wilkins se daba aires de importancia y parecía como si tratara de ocultar bajo una calma decorosa su excitación interior. Y el doctor Bauerstein se mantenía en segundo término y la expresión de su rostro grave no se había alterado. El doctor Wilkins habló por los dos, dirigiéndose a John:
—Míster Cavendish, deseo su autorización para hacer la autopsia.
—¿Es necesario? —preguntó John gravemente.
Un espasmo de dolor cruzó su rostro.
—Absolutamente necesario —contestó el doctor Bauerstein.
—¿Quiere usted decir que…?
—Que ni el doctor Wilkins ni yo podremos extender un certificado de defunción en las actuales circunstancias.
John inclinó la cabeza.
—En ese caso, mi única alternativa es consentir.
—Gracias —dijo el doctor Wilkins vivamente—. Creemos conveniente que la autopsia tenga efecto mañana por la noche, o mejor esta misma noche —miró rápidamente a la luz del día—. En las presentes circunstancias me temo que no podremos evitar una indagatoria. Son formalidades necesarias, pero les ruego que no se angustien por ello. A todo se proveerá.
Una pausa siguió a las palabras del médico de cabecera. Luego, el doctor Bauerstein sacó dos llaves de su bolsillo y se las entregó a John, diciéndole a la par:
—Las llaves de los dos cuartos. Los he cerrado, y, en mi opinión, deberían permanecer cerrados por el momento.
Los doctores se marcharon.
Había estado dando vueltas en mi cabeza a una idea y me pareció que había llegado el momento de exponerla. Sin embargo, temía un poco hacerlo. Sabía que John sentía horror por toda clase de publicidad y que era un optimista despreocupado, poco amigo de buscar problemas. Podía ser difícil convencerle de la sensatez de mi plan. Por otra parte, Lawrence, menos esclavo de convencionalismos y más imaginativo, podía convertirse en mi aliado. Sin ningún género de duda, había llegado el momento de que yo tomara la dirección del asunto.
—John —dije—, te voy a pedir una cosa.
—Di.
—¿Recuerdas que os he hablado de mi amigo Poirot, el belga que está en el pueblo? Ha sido un detective famosísimo.
—Sí. Bien.
—Quiero que me dejes llamarlo para… investigar el asunto que nos ocupa.
—¡Cómo! ¿Ahora mismo? ¿Antes de la autopsia?
—Sí, el tiempo será un gran aliado si… si hay algo sucio en todo esto.
—¡Tonterías! —exclamó Lawrence con enfado—. En mi opinión, todo es una paparrucha de Bauerstein. A Wilkins no se le ocurrió semejante cosa hasta que Bauerstein se la metió en la cabeza. Como todos los especialistas, Bauerstein tiene su manía. Los venenos son su chifladura, y, claro, conoce bien sus efectos.
Tengo que confesar que me sorprendió la actitud de Lawrence. Muy rara vez se apasionaba por nada.
John dudó un momento.
—No estoy de acuerdo contigo, Lawrence —dijo al fin—. Me inclino a darle a Hastings plenos poderes, aunque prefiero esperar un poco. No queremos escándalo, si puede evitarse.
—¡No, no! —exclamé con ansiedad—. No tengáis miedo. Poirot es la discreción personificada, y procede con sumo tino.
—Bueno, entonces haz lo que quieras. Lo dejo en tus manos. Aunque si es lo que sospechamos, parece un caso clarísimo. Dios me perdone si soy injusto con él.
Sin embargo, me concedí cinco minutos, que empleé en rebuscar en la biblioteca hasta que descubrí un libro de medicina con una descripción del envenenamiento por estricnina.
CAPÍTULO IV
POIROT INVESTIGA
LA casa que ocupaban los belgas en el pueblo estaba muy cerca de las puertas del parque. Podía ahorrarse tiempo tomando por un estrecho sendero que cruzaba los prados y evitaba las vueltas de la carretera. Por tanto, tomé ese camino. Al llegar a la casa del guarda, me llamó la atención la figura de un hombre que corría en dirección a mí. Era Inglethorp. ¿Dónde había estado? ¿Cómo explicaría su ausencia?
Me abordó ansiosamente.
—¡Dios mío! ¡Es horrible! ¡Mi pobre mujer! Acabo de enterarme.
—¿Dónde ha estado usted? —pregunté.
—Denby me entretuvo anoche hasta muy tarde. No terminamos hasta después de la una. Entonces caí en la cuenta de que había olvidado el llavín. Como no quería levantar a toda la casa, Denby me ofreció una cama.
—¿Y cómo se enteró usted de la noticia? —pregunté.
—Wilkins fue a despertar a Denby para contárselo. ¡Mi pobre Emily! ¡Era tan sacrificada, tan noble! Agotó su salud.
Un movimiento de repulsión me sacudió. ¡Redomado hipócrita!
—Tengo prisa —dije, dando gracias al cielo porque no me preguntó a dónde me dirigía.